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| viernes marzo 29, 2024

Tierra de gracia, tierra prometida


Jacqueline Goldberg

Febrero se orilla a los puertos del Caribe con familiares solazos y ventiscas. Pero el segundo mes de 1939 fue, como pocos, de fogajes venidos del otro lado del mundo. Dos barcos de bandera alemana emergieron del horizonte con una inesperada carga de condenados a muerte. Venían de una desesperada ronda, sin que ningún gobierno aceptara otorgarles refugio y con ello la única oportunidad de salvarse de las garras del nazismo.

Los barcos Caribia y Koenigstein habían salido del puerto de Hamburgo con intensiones de atracar en Trinidad y Barbados, sin imaginar que el destino los llevaría a dejar su molesto fardaje en orillas venezolanas. La primera embarcación consiguió fondear en Puerto Cabello el 3 de febrero de 1939, deshaciéndose de 86 judíos en su mayoría alemanes y austríacos, mientras la segunda, con 165 pasajeros de semejante linaje pero tras un peregrinaje mucho más desconsolador, lo hizo en La Guaira el 8 de marzo.

El General Eleazar López Contreras, entonces presidente del país, debió imponerse ante un camaleónico gabinete y leyes que de manera expresa prohibían la entrada de personas de raza no aria. Los judíos habían ido a parar a la lista de inmigrantes «no deseables» —junto a los negros y asiáticos— por ser considerados posibles monopolizadores del comercio y sospechosos de espionaje nazi. Sin embargo, el que estos parias fueran legalmente ciudadanos de paises con los que Venezuela mantenía relaciones diplomáticas, domeñaba cualquier asomo de racismo o antisemitismo y ponía en jaque la negativa de otorgar visas. Gracias al sobresalto de la política inmigratoria criolla, unos 7500 judíos entraron a Venezuela entre 1935 y 1950.

La motonave Caribia fue entregada en 1933 por los astilleros Blohm & Voss a la Hamburg Amerika Line, siendo el primero de dos nuevos barcos de motor de flete y pasajeros que la empresa ponía en funcionamiento para cubrir una ruta regular entre Hamburgo, las Indias Occidentales y América Central. El barco tenía una capacidad de carga de 7820 toneladas y podía llevar a una tripulación de 198 personas, así como a 203 pasajeros en primera clase, 103 en segunda y 110 en la clase turista.

En su primera travesía del año 1939, el Caribia zarpó con una encomienda precisa: dejar en cualquier puerto a los 86 judíos que, tal como los 350 alemanes no semitas que hospedaba el barco, habían adquirido pasajes a un precio aproximado de 250 dólares. Se presume que el gobierno alemán pretendía echar a las aguas sin rumbo fijo al contingente de judíos para demostrar al mundo que no sólo ellos los rechazaban.

Así, el 14 de enero el Caribia arrancó —con todos los alardes gastronómicos y festivos de un crucero turístico— hacia Trinidad, su primer destino tropical, haciendo antes escala en Amberes. En la isla los judíos no consiguieron la salvadora visa, debiendo continuar viaje hacia La Guaira. Allí cuatro días más de ardua faena burocrática fueron inútiles, por lo que el barco elevó anclas dirigiéndose hacia Puerto Cabello en su habitual ruta, que incluía Panamá, San Limón y Belice. En ese puerto, las noticias no fueron mejores. El Mar Caribe era entonces una inmensidad indescifrable que surcaban a la buena de Dios, teniéndo como única certeza las fauces de los campos de concentración.

La comunidad judía apostada en la ciudad de Valencia intentó movilizar sus influencias pero el buque tenía autorización de permanecer en puerto sólo hasta las ocho de la noche, hora que el reloj marcó tajante sin que el permiso del presidente López Contreras hubiera sido recibido. El Caribia partió entonces hacía Curazao, bajo la mirada atónita de los carabobeños y sosteniendo la desesperanza de quienes se sabían echados al vacío. Sin embargo, dos horas después de surcar alta mar, la autorización presidencial llegó a Puerto Cabello y una señal de radio comunicó las buenas nuevas. Los pasajeros debieron suplicar al capitán, quien a regañadientes giró el timón.

Había una madrugada profunda cuando el Caribia se acercó de nuevo a las costas venezolanas. Cuentan que en Puerto Cabello no había luz suficiente para que un barco de esa magnitud atracara, por lo que fueron encendidas las bombillas de cada una de las casas del pueblo y de cuanto camión y automóvil fue posible. Esa noche los agotados y resurrectos viajeros fueron recibidos por la banda de la policía y cobijados en pensiones del pueblo.

La prensa de la época reseñó ampliamente la llegada de estos judíos —enarbolando la idea de justicia y conveniencia para Venezuela— y describiéndolos como «gente de trabajo y en posesión de utilísimos conocimientos científicos e industriales». Plasmada una acuarela de inocencia antropologizante, el 12 de febrero el diario La Esfera señaló: «La impresión que dan, al verlos por primera vez, es sumamente agradable. Lejos de justificar la especie que atribuye a los judíos un continente torvo y una naturaleza mezquina, los que tenemos enfrente señalan por su jovialidad, sus modales francos y sus conceptos de generosidad. Al hablar no se les nota afectados por el miedo de ser mal recibidos, sino exhiben una actitud serena, índice indudable de sinceridad, de que no tratan de engañar con falsa simpatía hacia nosotros. Asimismo, no se muestran envenenados por los dolores que se les han infligido en sus respectivas patrias. En suma, nos parecen hombres de espíritu valiente de un entusiasmo intrínseco que no decae en la desgracia ni se exalta en el umbral de la fortuna».

A lo largo de los sesenta años transcurridos desde la llegada del Caribia, la nostalgia ha tejido innumerables mitos. El señor Heinz Kern —en aquel entonces navegante de 17 años de edad— se encarga de desmentirlos a pulso: «En el barco había un ambiente tenso entre los judíos, pero sabíamos que en algún puerto nos recibirían, puesto que sólo habíamos comprado boleto de ida. El viaje fue cómodo, jamás nos faltó comida ni bebida. No pasamos hambre, ni insolación, como muchos cuentan. Viajábamos placenteramente pese a las circunstancias. Sin embargo jamás nos cruzamos de brazos. Desde el mar intentamos enviar telegramas al presidente de los Estados Unidos pidiendo refugio, pero nunca contestaron».

Otto Gretzel, ingeniero egresado y jubilado de la Universidad Central de Venezuela —ex rector de la Universidad Nueva Esparta—, tenía 6 años cuando sus padres adquirieron boletos para llevarlo lejos del horror de su convulsa tierra natal. Sus recuerdos se detienen en muy pocos instantes —no olvida unas alfombras persas que formaban parte del mermado tesoro familiar— y le es imposible precisar el momento en que fue tomada la fotografía de una feliz fiesta infantil a bordo en la que aparece junto a otra docena de niños. Una carta con sello de la Hamburg Amerika Line confirmaba el 30 de diciembre de 1938 la reservación hecha por su padre dos meses atrás: «Nos alegramos de participarle que el Lander Bank de Viena nos ha enviado un cheque de 520 dólares como depósito para su estadía en Trinidad».

Susy de Igliki, artista plástica, tampoco recuerda las andanzas que a los 4 años la trajeron junto a sus padres a esta Tierra de Gracia. Apenas viene a su memoria la imagen de una noche en que, en medio de una tempestad, los platos del comedor volaban por el aire. Lo que si sobrevivió con ella fue la impronta del tremendo cataclismo familiar que la forzada mudanza generó. «Mis padres, como buenos austríacos, eran poco comunicativos. Hablaban muy poco del viaje. En Viena habían vivido como unos vieneses más sin que el judaísmo los preocupara, por eso el sentirse perseguidos los afectó mucho. Venir de Viena fue un shock muy grande. Recuerdo una niñez bastante difícil porque el estado de ánimo de ellos era malo y pasaron mucho trabajo. No se supieron adaptar como lo hicieron los judíos de Europa Central. Mis padres pasaron años de mucho nervio y desagrado. Estaban ensimismados en su situación».

Pese al remolino de contradicciones espirituales, los desembarcados debieron dejar atrás su pasado, incontables familiares que serían tragados por las cámaras de gas y una historia que los rozaría desde el silencio. Algunas de estas familias se establecerían en Valencia, mientras la mayoría viajaría a Caracas, instalándose primero en pensiones de la Plaza España o El Silencio y luego en casas de judíos. Los 30 días de permiso otorgados por el gobierno venezolano se prolongarían por toda una vida.

Siguiendo los jadeantes pasos de su fatum, en 1940 la marina de guerra se encargó del Caribia, colocándolo en Flensburg como barco de vivienda para soldados. Allí mismo, en 1945, pasó a ser botín de guerra británico y como tal es traspasado el 15 de julio a los Estados Unidos. Estos a su vez, se lo dan a la Unión Soviética, donde entra en funcionamiento bajo el nombre de Ilych en la naviera Far Easter Shipping Co. en Vladivostock. En los años 70 fue reestrenado como barco de crucero internacional para turistas de todo el mundo, incluso de Alemania.

La historia del Koenigstein está llena de peñascos y ocultamientos: secretos que el mar se tragó junto a los exabruptos de la Segunda Guerra Mundial. Su nombre no aparece en ningún registro comercial y el historiador alemán, Karl Kaesen, especialista en materia naviera —consultado vía Internet—, señala que no hay rastros de su crónica. Algunos testimonios aseguran que se trataba de un barco de pasajeros habituado a rutas trasatlánticas —con asombrosas comodidades—, pero la mayoría atina a reconocer que la pequeña nave formaba parte de estrategias nazis dirigidas a deshacerse —por las buenas o por las malas— de los 165 judíos que partieron de Hamburgo en febrero de 1939. En los años cincuenta el capitán del Koenigstein —cuya bondad fuera honrada por los judíos después de la guerra— anduvo por Venezuela y confesó a sus antiguos huéspedes que de no haber recibido permiso para permanecer en Venezuela se hubiera visto obligado a lanzarlos sin piedad al mar, pero se resistía a vivir con ese remordimiento de conciencia el resto de su vida.

El Koenigstein viajó con dos tipos de judíos vieneses y alemanes muy distintos: unos que se las arreglaron por su cuenta para obtener los visados y pasajes necesarios; y otros que, bajo la presunción de viajar voluntariamente, fueron trasladados a Alemania por los nazis como prisioneros.

Erwin Sensel, un vienés que a sus noventa y un años consiente pasearse sin restricciones por los recodos de la memoria, fue uno de esos viajeros que tras miles de peripecias en Viena, fue subido a un vagón hermético —de los mismos que iban hacia la muerte— y trasladado al puerto de Hamburgo: «Un aviso en el periódico decía que con 250 dólares se podía ir a Barbados. Una institución judía que recibía dólares de América y los revendía al doble de su precio, me consiguió el pasaje, la visa y todo lo necesario, y el 30 de enero partí hacia Alemenia»

Para Henrich Weisinger las cosas fueron más complicadas. Dos meses después de que los alemanes entraran a Austria fue llevado junto a su hermano al campo de concentración de Dachau y luego al de Buchenwald. En febrero de 1939 fue liberado sin explicaciones: «Sospecho que me soltaron porque en una de las cartas que pude enviar semanalmente a mi madre, le decía que hiciera copias de los viejos pasaportes austríacos de toda la familia, en los que teníamos visas para Colombia conseguidas por la Hamburg Amerika Line. Con ayuda de un abogado hizo esas copias y las envió a Berlín. Pocos días después nos devolvieron a Viena».

Weisinger recuerda minuciosamente los trámites sufridos para al fin tener en sus manos el sueño de la huida: «Renovamos pasaportes alemanes, donde nos marcaron una J de judío y me pusieron de nombre Israel. Nos arreglaron todos los documentos en tan sólo 12 horas. Incluso mandaron una comisión de la Gestapo a casa para revisar y empacar nuestras pertenencias, que enviaron directamente a Hamburgo. Nos dieron un dólar por persona». En una institución judía de ayuda le hablaron de una persona propietaria de un barco que partía hacia Barbados. «Fuimos donde este señor, cuya oficina era un cuartico sin muebles, y me recomendó el Koenigstein, que costaba 10 mil marcos por persona. Yo sólo tenía 9 mil entre los tres y el hombre aceptó, dándome indicaciones para buscar el susodicho Koenigstein en el puerto de Hamburgo, pero sin entregarme siquiera un recibo. Tuve mucho miedo».

Weisinger, su hermano y su madre, se enrumbaron hacía Hamburgo y tras numerosas penurias consiguieron la rada en la que un pequeño barco blanco los esperaba. «Entramos a un galpón donde había unos 160 judíos presos, bajo vigilancia y algunos esposados. A nosotros no nos hicieron nada. Fuimos los primeros en embarcar».

Dos días después de orzar en alta mar, los judíos aventureros se enteraron de que en Barbados había sido cerrada la inmigración. De todas maneras el barco se asomó a las costas caribeñas y allí permaneció ocho días rogando misericordia. «Vinieron hasta el barco gente de la sanidad, judíos con periódicos y cambures. Pero nos dijeron que nada podían hacer por nosotros», comenta Erwin Sensel en su español entrecortado. Weisinger añade: «Los judíos de la isla en vez de ayudarnos nos rechazaron. Intentaron darnos medio dolar, pero yo se los tiré a los negritos que estaban en el agua recogiendo monedas. Eso era una miseria frente al drama que vivíamos».

El barco continuó entonces su oscuro peregrinaje hacia la Guyana Inglesa, donde ni siquiera los dejaron acercarse al muelle. Luego siguieron a la Guyana Francesa, obteniendo la misma negativa. «Yo no tenía miedo porque pensaba que los que les iba a pasar a los demás también me ocurriría a mí. Teníamos suficiente comida y un capitán alemán formidable que estaba muy bien con nosotros. El hubiera tenido que regresar. Cuando nos desembarcamos nos regaló losas y cubiertos del barco. Era un buen hombre», comenta Sensel.

»Muy a mi pesar», argumenta Weisinguer como si hubieran pasado dos segundos desde aquellos borrascosos días, «Debo reconocer que nos dieron una comida que ninguno de nosotros había comido jamás. Cantidades de pavos al horno, frutas y legumbres. El trato de la tripulación era muy amable, nunca nos insultaron por ser judíos, nos daban todo lo que pedíamos. Fue un viaje agradable. Nada podía hacernos pensar que era un barco de la Gestapo».

Sensel rememora horas a bordo que se iban en sosegadas conversaciones y en el estudio del inglés y el español, mientras una cantante y un pianista intentaban acompasar las angustias: «Siempre navegamos con esperanza. Sabíamos que podían devolvernos a Europa, pero confiábamos en que alguien, en algún lugar, sabía lo que nos pasaba y nos ayudaría. Y así fue. Venezuela fue esa esperanza».

«Desde el lunes 27 de febrero a las 6 p.m. se encuentra fondeado en el puerto de La Guaira, el vapor Koenigstein, con un contingente a bordo de 165 refugiados austríacos. Este vapor tocó dicho puerto como primer refugio a su alcance del mar Caribe. Las colectividades hebreas de aquí se han abstenido hasta ahora de molestar a su Gobierno, en la esperanza que cualquiera de las demás organizaciones hebreas de otros países de Centroamérica, impuestos del caso, obtendrían de los respectivos Gobiernos de sus países de residencia, la admisión de estos 165 refugiados […]Estos 165 refugiados se ofrecen para formar una colonia agrícola para lo cual ya cuentan con la suma de veinte mil dólares en su posesión […] Consideramos como un último recurso para estos refugiados la presente petición, y su rechazo acarrearía el regreso a los campos de concentración de Alemania con sus consiguientes penalidades», rezaba un telegrama dirigido al General Eleazar López Contreras, firmado en nombre de la Sociedad Israelita por su presidente, Manuel Holder, con fecha 3 de marzo de 1939.

Quizás a la misma hora en que el General desdoblaba con curiosidad el telegrama, en su despacho se encontraba un grupo de representantes de la comunidad judía caraqueña, encabezado por Natalio Glijansky, para quien la gesta solidaria adquiría los matices de un empeño personal. Ya días antes el capitán del barco se había acercado a la óptica de los hermanos Khon, para dar cuenta del molesto paquete humano que le había sido encomendado. «Isaac Kohn conocía al ministro de Relaciones Interiores y fuimos donde él para que nos hiciera el contacto con el Presidente de la República. En Miraflores nos recibió el secretario del presidente. El entró a hablar con López Contreras y a los pocos minutos nos informó que darían la orden para el desembarco».

El 4 de marzo la Sociedad Israelita acusó recibo de un telegrama firmado por el propio López Contreras en el que informaba haber pasado el asunto a consideración del Ministro de Relaciones Interiores. Sin embargo, debieron pasar 4 días más antes de que los náufragos pudieran pisar suelo libertador. «Nos preocupaba qué hacer con los 165 judíos, dónde llevarlos. Sabíamos que el doctor Celestino Aza Sánchez, un abogado penalista a quien yo conocía por asuntos sindicalistas y casado con una dama hebrea, tenía una hacienda en Mampote y fuimos a solicitar su ayuda. Él nos permitió amablemente llevar a la gente para allá», comenta Glijansky, de 94 años de edad.

El 8 de marzo todo estaba preparado en la hacieda cafetalera, ubicada en el kilómetro 32 de la carretera Petare-Guarenas: «Hoy van para Mampote unos 150 alemanes, a quienes voy a colocar, para dormir, en el caney donde tenías el café en baba, y en el cuarto al lado del tuyo, y en el corredor donde comimos el domingo. Limpia y desocupa todo el caney, el cuarto dicho, y el comedorcito de la casa. Los camiones que llevan alimentos y corotos, recíbelos y deposita todo en el caney, para luego repartirlos, poniéndolos en sus puestos. Tendremos necesidad de hacer unos campamentos en el patio donde se seca el café, para los que no quepan en el caney, y esos campamentos, para hacerlos, se resolverá al nosotros llegar allá hoy», ordenaba el doctor Aza Sánchez a un empleado de la hacienda. Y añadía la misiva: «La existencia de café en parapara, de maíz, caraotas, resérvala, y cuando tengas un depósito resérvamelo allí, como también encárgame a los vecinos yucas, ñames, auyamas y demás verduras de 100 a 200 kilos de cada clase, si es posible. Es para que esas personas tengan que comer […] Esos pobres alemanes están en situación difícil y quiero ayudarlos en todo, contando también para esa obra de caridad con Uds y con los vecinos, mientras ellos se acomodan y consiguen cómo vivir».

Las 46 familias, 18 niños y 46 solteros fueron recibidos por un grupo de correligionarios y de inmediato transportados en autobuses hasta Mampote: «Cuando pasamos por la vieja carretera de La Guaira la gente nos aplaudió. Era el mejor pueblo imaginable», comenta el señor Sensel.

Una vez en Mampote el proceso de acomodación fue rápido. La primera noche durmieron en el suelo en una suerte de galpón abierto. Pero al día siguiente la comundiad judía había hecho llegar colchones y camas de madera que colocaron en doble hilera a lo largo del caney. La esposa del presidente, doña María Teresa Núñez Tovar de López Contreras, apareció en el escarpado terreno con un camión lleno de víveres, gesto que le valió años después una condecoración de la Unión Israelita de Caracas.

De los 165 refugiados admitidos por el país, sólo 156 llegaron a Mampote. Se dice que los 9 faltantes eran espías nazis que se quedaron en el camino para sembrar células de la Gestapo en el continente. De hecho, en 1941 un agente de la FBI en Venezuela aseguraba que el Bar Restaurante Astoria, propiedad de un alemán de apellido Schafer, era un activo centro de espionaje nazi desde el que se distribuían instrucciones y propaganda hacia el interior del país. Es vox populi que la Gestapo enviaba alemanes a los campos de concentración y los expulsaba junto a los judíos a fin de diseminarlos estratégicamente por el mundo. También se ha mencionado en los suberfugios de la historia que a ciertos judíos —traidores a la fuerza y por mero espíritu de supervivencia— se les permitía la salida a condición de que trabajaran para la causa nazi, prometiéndoseles un gentil futuro.

La transitoria vida en Mampote se fue amoldando al oleaje de los días. Un extenso reportaje publicado en el diario La Esfera el 14 de marzo daba cuenta de inteligentes mañas de aquellos judíos expertos en el viejo arte de la sobrevivencia. Uno de los refugiados explicaba: «Puedo decir sin temor a pecar de vanidoso que la vida social aquí es perfecta. Hemos elegido una junta de dirección, compuesta de hombres y mujeres; y hemos hecho varias divisiones de trabajo, cada una con su personal técnico y obrero. Así, contamos con servicios agrícolas, médicos, farmacéuticos, escolares (incluida la enseñanza del español a la que damos epecial importancia), de cocina, de almacén, de diversiones, de transportes, etc».

A la distancia el señor Weisinger no apuesta al edulcoramiento de aquellas notas periodísticas, en las que no faltó la visita de «gentiles muchachos» de Guarenas pertrechados de guitarras para homenajear a los forasteros: «Pese a sentirnos bien en aquel lugar, agradecidos ante la bondad del gobierno y el pueblo venezolano, las cosas no eran color de rosa. Era un horror el contraste con nuestro país, hacía mucho calor, era una calamidad, el riachuelo que pasaba por la hacienda estaba lleno de bilharzia y nos enfermamos todos». Sensel, menos contundente, recuerda sus primeras noches en el trópico: «Los médicos nos contaban lo que leían en los periódicos. Ellos debían aprender latín en la universidad y por eso se les hizo fácil entender el español. Así nos enteramos de que en nuestro país había guerra».

La jornada de los refugiados comenzaba a las seis y media de la mañana. Después del desayuno se trabajaba —en quehaceres domésticos— hasta las once menos cuarto y media hora más tarde se servía el almuerzo, a lo cual seguía una siesta que se prolongaba hasta las tres de la tarde. Luego se laboraba de nuevo hasta el atardecer. En algún momento se asumió que los recién llegados practicarían una suerte de colonización agrícola en el interior del país, tal como lo exigían las leyes del Instituto Técnico de Inmigración y Colonización. Pero lo cierto es que en Mampote el trabajo agrícola se resumió a los preparativos de unos pocos metros de tierra —quizá para despistar a las autoridades— y pronto los refugiados fueron tomando su propio rumbo, la mayoría en Caracas, mientras algunos se fueron a Maracaibo y unos pocos consiguieron la deseada visa norteamericana, con lo cual se convirtieron en los principales sospechosos de espionaje.

El 28 de marzo la prensa publicaba un listado con los nombres, edades, estado civil, ocupación y lenguas de todos los refugiados en Mampote, a fin de que la obra humanitaria verificada por la nación días antes se completara mediante la contratación de esa gente, entre quienes había abogados, agricultores, médicos, peleteros, sastres, institutrices, tenedores de libros, fabricantes de ropas, industriales, relojeros, jardineros, peluqueros, electricistas, reposteros, cocineros, panaderos, mecánicos y domésticas, rubro éste muy requerido en la sociedad venezolana de entonces. «A Mampote fueron las gentes para vernos. Caracas tenía 350 mil habitantes y no había mucho que hacer, nosotros éramos una atracción turística. También se acercaba gente que necesitaba empleados. Muchos matrimonios fueron contratados: la señora para cocinar y el hombre para jardinero, aunque jamás en su vida hubiera cortado una rosa», cuenta entre risas Sensel.

El clamor popular —expresado por la prensa— aludía a que los judíos se quedaran en el país: «Es la voluntad de la Nación, es el sentir del pueblo, de ese pueblo que los recibió entusiastamente en La Guaira y que los visita continuamente en su refugio de Mampote. Venezuela necesita gente laboriosa y honrada y los judíos lo son. Pues que se queden, en buena hora, compartiendo nuestra tierra y nuestro cielo, comiendo nuestro pan y disfrutando del afecto nacional. Ellos devolverán todo eso con creces en el producto de su trabajo y en sus hijos, futuros defensores de la nacionalidad», escribía un reportero de La Esfera.

En la bitácora presidencial y vital del General Eleazar López Contreras el incidente de los barcos alemanes ha sido poco resaltado, aunque no olvidado por su biógrafos. Ministro de Guerra y Marina en los días de Juan Vicente Gómez, López Contreras rechazó ser reconocido en forma caudillesca, esperando que fuera el Congreso Nacional el que reiterara su permanecía en la Presidencia de la República. De su gobierno se recuerdan numerosos gestos de nobleza, como la liberación de los presos políticos, la demolición de La Rotunda, el permiso de regreso al país de los exilados y, sin duda, su breve pero feroz batalla para consentir el acceso de los judíos de los barcos Caribia y Koenigstein. En baja voz se menciona que entre los muy diferentes y solapados motivos del rechazó a la inmigración judía, estaría el emparentamiento de un importante personero del gabinete de entonces con el mismísimo Hitler.

«López Contreras era un hombre sumamente justo y honesto. Una vez Gómez lo designó para hacer una compra de armas en Francia, pero él exigio no ser quien pagara», extrae del anecdotario el historiador Rodolfo Moleiro, mientras Tomas Polanco agrega con el placer que le produce resaltar hechos positivos de la historia patria: «El presidente López llevó una vida de trabajo, de enfrentarse a muchas dificultades. Viajó mucho y conoció a venezolanos muy diversos y eso le permitió tener un grado de comprensión del ser humano. Además, por su formación intelectual era respetuoso de las libertades y los derechos ajenos. Un hombre enérgico, pero también liberal y democrático».

La doctora Mercedes López Blanco, hija del General, tenía tan sólo 4 años de edad cuando el arribo de los dos barcos tensó la armonía presidencial. Sin embargo, recuerda que en numerosas oportunidades su padre comentó sentirse orgulloso de la decisión tomada de manera tan forzada y solitaria: aquella era la inmigración que él deseaba para su país. «Decía que pasó momentos difíciles porque cuando llegó el primer barco había personas en el Consejo de Ministros que le aconsejaban que era mejor no meterse en ese lío, pues podía traer problemas con la Iglesia, pero él se impuso y se responsabilizó. Jamás se arrepintió de ello y el tiempo le dio la razón: los judíos constituyeron una inmigración que ha reportado inmensos beneficios al desarrollo socioeconómico y cultural del país».

Pero las motivaciones de López Contreras parecían ir más allá de meras estrategias políticas, internándose incluso en el terreno de las intuiciones. Mercedes López señala que en varias oportunidades escuchó a su padre justificar el asunto diciendo: «Es que yo debo tener algo de judío, primero porque me llamo Eleazar, luego por mi fisonomía y además porque lo que yo siento por el pueblo judío es más emocional que intelectual, debe haber alguna razón para esta identificación tan profunda».

Quienes sobrevivieron al desafuero nazi gracias a la suerte de los barcos Caribia y Koenigstein, no cesan de reiterar que le deben la vida al General López Contreras: «De no ser por la hospitalidad venezolana seríamos hoy ceniza, un número olvidado entre los 6 millones de judíos que arrastró el Holocausto».

http://www.analitica.com/Bitblio/jgoldberg/tierra_de_gracia.asp

Att.: Mercedes Montero

 
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