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| viernes abril 19, 2024

Salman Rushdie o el Alfred Dreyfus de la literatura


Julián Schvindlerman

Comunidades – 17/10/12

Salman_Rushdie

A las 4:10pm del 16 de febrero de 1988, un escritor indio-islámico finalizó su por aquél entonces última novela y escribió en su diario personal “He llegado al final”. Al día siguiente hizo algunas correcciones y 24hs después entregó el manuscrito a sus agentes. En algún momento su mirada se posó sobre una pequeña nota colgada sobre la pared en enfrente de su escritorio, la cual él había escrito para sí mismo: “Escribir un libro es establecer un contrato fáustico a la inversa. Para conseguir la inmortalidad, o al menos la posteridad, pierdes, o al menos arruinas, tu vida cotidiana real”. El autor se llamaba Salman Rushdie y la obra terminada Los versos satánicos.

El título de la novela fue inspirado por un hecho de la historia islámica. Mahoma recibió una revelación y recitó la sura número 53, que luego retiró alegando que el diablo se había disfrazado de arcángel y lo había engañado. Los versos que éste le había transmitido no eran divinos sino satánicos y por consiguiente debían eliminarse del Corán. Según relata en sus memorias de reciente publicación, Joseph Anton (Mondadori, 688 páginas), Rushide se basó en este acontecimiento para titular su novela. Jamás imaginó el torrente de acontecimientos que posteriormente se sucedería y lo llevaría al borde de la muerte. Joseph Anton fue un alias usado desde la clandestinidad, elegido en tributo a dos de sus autores favoritos, Conrad y Chejov. A la vez “Rushdie” no era su nombre verdadero. Su abuelo se llamaba Khwaja Muhammad Din Kahliqi Dehlavi y su padre, un erudito y escéptico del Islam, había adoptado el apellido Rushdie en honor a Abul Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Rushd, filósofo árabe español del siglo XII, comentarista de Aristóteles y vanguardista de la argumentación racionalista en oposición al literalismo islámico. “Los versos satánicos resonó en el sigo XX a modo de eco de esa discusión con ochocientos años de antigüedad” reflexiona Rushdie en su autobiografía.

Sus extensas memorias tienen como hilo conductor la saga de su novela más famosa; reconocida por su mérito literario pero más aún por la polémica internacional que la acompañó y que afectó profundamente la vida del autor. Escritas en la tercera persona, en sus páginas vemos a Rushdie en el papel del relator alejado, y a la vez inevitablemente comprometido, con el destino, las vicisitudes, los triunfos y los padecimientos de Joseph Anton.

El día que el autor recibió las copias de galera en su casa, una amiga suyo periodista del India Times estaba presente. Al ver el libro pidió que se lo permitiera leer y, una vez leído, le ofreció reseñarlo para la prensa de su país. A Rushdie no le alcanzarían los años de su vida para arrepentirse de acceder a ello. El titular y el contenido le disgustaron, pero más aún le molestó que la nota fuese publicada nueves días antes de que un solo ejemplar arribara a la India, de modo que la ira desatada no pudo ser contenida con la prueba fáctica. Un parlamentario indio y conservador islámico, sin leer la obra, acusó al autor de haber actuado “con premeditación satánica” y la avalancha ya no pudo ser frenada. “No tengo que atravesar una cloaca inmunda para saber qué es la inmundicia” adujo el detractor. Era un buen argumento, reconoce Rushdie, en relación con las cloacas. La India se convirtió en el primer país en prohibir Los versos satánicos y le impidió al autor ingresar a su tierra natal por los siguientes doce años y medio.

En Inglaterra comenzaron a llegar amenazas contra la editorial. Una conferencia en Cambridge debió ser cancelada por otra intimidación. En la escuela de su hijo, algunos padres exigían que el niño del escritor fuese removido por razones de seguridad. La escuela se negó. La comunidad política y literaria se dividió entre quienes acusaron al autor de provocador y quienes lo defendieron como un símbolo de la libertad de expresión. Joseph Brodsky, John Le Carré, Roald Dahl, el príncipe de Gales y el arzobispo de Canterbury entre muchos otros, lo repudiaron. Cristopher Hitchens y J. M. Coetzee permanecieron a su lado mientras que Paul Trewhela alegó que la obra era heredera del linaje literario antirreligioso de Boccaccio, Chaucer, Rabelais, Aretino y Balzac y la defendió con pasión comunista: “El libro no será acallado. Estamos en el parto, doloroso, sangriento y difícil, de un nuevo período de ilustración revolucionaria”. A Rushdie le había tomado cuatro años escribir la obra y cuando le espetaban que ella era un insulto lamentó no poder contestar lo que se le ocurrió tiempo después: “Puedo insultar a la gente mucho más deprisa que eso”. Un chiste de la época decía: “¿Has oído hablar de la nueva novela de Rushdie? Se titula Buda, pedazo de cabrón”.

Pero el sentido del humor era lo último que reinaba en la atmósfera. Desde Egipto, el gran jeque de Al-Azhar, Gad el-Haq Alí Gad el-Haq lo pronunció blasfemo. Omar Abdel Rahman, el jeque ciego que sería encarcelado en los años noventa por intentar destruir el World Trade Center, lo censuró. Yusuf al-Islam, conocido como Cat Stevens antes de su conversión al Islam, clamaría por la muerte del escritor. En Bradford, un grupo de musulmanes clavó la novela a un trozo de madera y le prendió fuego. Al día siguiente, la más grande cadena de librerías de Gran Bretaña, W. H. Smith, retiró el libro de sus 430 tiendas. Rushdie se había convertido, en la caracterización del crítico literario inglés Nicholas Shakespeare, en el Alfred Dreyfus de la literatura.

Aun así, todavía las cosas podían empeorar. Y empeoraron. En la India y en Pakistán la policía reprimió a tiros a manifestantes musulmanes enardecidos y hubo muertos. Desde Irán, el convaleciente ayatolá Jomeini promulgó una fatua que fue emitida por la televisión: “Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos -libro contra el Islam, el Profeta y el Corán- y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren”. Rushdie se enteró por medio de un llamado telefónico a su casa. Del otro lado de la línea una periodista de la BBC le preguntó “¿Qué siente uno al saber que el ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte?”. Era un martes soleado en Londres, recuerda el autor, “pero esa pregunta extinguió la luz”.

El 11 de septiembre pasado, la bandera negra del salafismo (adoptada por Al-Qaeda) flameó en la embajada de los Estados Unidos en el Cairo luego de que una turba iracunda embistiera contra la sede diplomática. El embajador estadounidense en Libia fue asesinado junto a otros diplomáticos, y en una treintena de países islámicos hubo manifestaciones antioccidentales que dejaron un saldo de al menos cincuenta muertos. Todo, presuntamente, por un rudimentario video, lesivo a la fe musulmana, confeccionado por un individuo desde California. La saga de Salman Rushdie, cuyas memorias fueron publicadas mundialmente en medio de ese caos, fue la antesala de un choque que, cada tanto, se reiniciaría en la forma de nuevas condenas, fatuas, protestas y pandemonio y que tendría en las figuras de Benedicto XVI, Theo Van Ghog, Oriana Fallaci, Ayaan Hirsi Alí, Pilar Rahola, Jyllands Posten y Charlie Hebdo, entre otros, a sus nuevos y sufrientes protagonistas. La lectura de Joseph Anton bajo esta retrospectiva y en las actuales circunstancias es imprescindible. Aún si deja la sangre helada.    

 
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