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| miércoles abril 24, 2024

Homenaje a un heroe de guerra


​Prologo​

A veces, las anécdotas y las historias de vida de nuestros seres queridos, las cosas que hicieron quienes partieron y a quienes extrañamos con toda el alma, se conocen cuando ya no podemos abrazarlos y expresarles emocionalmente cuánto los queremos y que lo que hicieron eleva en varios quilates nuestra admiración y respeto por ellos. Mi padre, Simja Sneh Z»L (bendita sea su memoria) sirvió en dos ejércitos durante la Segunda Guerra Mundial: primero en el Ejército Rojo de la Unión Soviética y luego en la Brigada Judía del Ejército Británico. En ambos fue soldado combatiente, en ambos fue condecorado, en ambos sirvió con valor y con honor. La historia que van a leer se la escuché raras veces a mi padre, siempre narrándola en forma somera, sin dar demasiados detalles y como restándole importancia a su participación en ese acto casi de santidad. Cuando se publicaron sus memorias, «Na Venad » («Sin Rumbo», Editorial Milá, 1996), traducidas al castellano por él mismo y pude entender realmente cuán cercano estuvo mi viejo esa noche a ser parte de los legendarios 36 Justos de la tradición judía, mi emoción no tuvo límites. Por eso, y para quienes aún no leyeron esa obra magna que son sus memorias de guerra, magistralmente narradas en una humilde tercera persona, transcribo esta primera entrega como un monumento más a su querida y venerada memoria. Esto que van a leer no fue una acción en combate (de las que mi padre sobradamente participó y dos veces fue herido). No hay en este capítulo de su trayectoria militar acción o aventuras. Hay solamente ternura y amor, un amor soldadesco, tosco pero muy intenso, y como dije antes… un acto casi de santidad.

​*****​

La compañía del R.E.M.E. («Royal Electrical Mechanical Engineers», Regimiento de la Brigada Judía del Ejército Británico, donde revistaba mi padre) recibió una orden extraña: erigir un hogar de infantes muy especial para huérfanos que habrían de llegar y detenerse en el lugar. Ya se han traído, de todas partes, de las aldeas vecinas, tablones y columnas de madera y tampoco faltan constructores. Al fin y al cabo, esta es una compañía del R.E.M.E. y todos son especialistas y artesanos. El mayor suele decir: «Manitas de oro» – siempre que se muestran voluntariosos. En otras oportunidades, ese «voluntarismo» era un poco dudoso… pero en este caso no. La muchachada trabajó con entusiasmo, aunque debía hacerse fuera del horario del taller. Se trabajaba por las tardes, antes de caer la noche; se trabajaba de noche, a la luz de las antorchas y se trabajaba por las mañanas, antes de ir al taller. He aquí que ya han llegado los electricistas para colocar los cables hacia el dínamo del taller, y he aquí que el nuevo edificio de madera, a medio terminar, ya está inundado de luz. He aquí que ya están listas las camitas y las mesitas. Ya está hecha la cocina. Se ha destinado una plazoleta, rodeada por alambres, para que los chicos tengan donde jugar. Cada uno de los que trabajan abriga una vaga esperanza: ¿llegará una hermanita mía? ¿Un hermanito?

Para cada noche se designa a un grupo de soldados cuya tarea es recibir a los que han de llegar. Tan pronto anochece, comienzan los preparativos. Se cocina una sopa y se preparan sándwiches de soldadesco pan blanco, con carne de conserva. Cada soldado recibe su tarea específica. Uno trabaja en la cocina y otro de «mozo»; otro se ocupa de distribuir camitas y otros lugares para pernoctar y otro ha de distribuir la ropa para dormir. La noche cae silenciosa y la luna se expone y se oculta detrás de las nubes. Todo es luminoso, y de repente asoman las sombras. Las enormes ollas con sopa y con té intercambian mensajes con un alegre «blu-blu-blu…» En las mesas esperan las rebanadas de pan con manteca o con carne. Las mesas parecen decirse: «pronto se lanzarán sobre nosotras…»

En la ruta blanca vibran los alambres de las líneas telegráficas. El zumbido parece expresar: ‘¡Lo sabemos todo, pero no lo diremos a nadie! Los oídos soldadescos perciben la intención de ese murmullo y esto les causa una suerte de dolor: ¿por qué tendría que estar prohibido contarlo? ¿Por qué hay que  realizar esta sagrada tarea de noche, en la oscuridad, como si fuese un crimen? Y los alambres responden: «lo sabemos, bien lo sabemos, pero no hay nada que hacerle. Para ellos sois judíos…» Los soldados piensan y deciden: «nosotros no lo toleraremos. Lo cambiaremos todo. Es nuestro deber cambiarlo. No esperaremos mucho tiempo…»

En esta conversación no – realizada irrumpe el ruido de los motores de los camiones  y los automóviles. Ta llegan – uno tras otro – los vehículos de tres toneladas. Se desvían de la ruta firme y dura y toman por el sendero, angosto y lateral. Se distingue ya el ruido de las ramitas resecas crujiendo bajo las pesadas ruedas.

– ¡Alumbren el camino! ¡Más luz! ¡Más fogatas! ¡Alumbren el camino!

Así es. Necesitamos luz, mucha luminosidad, pero por ahora, que nos alumbre bien esa débil luz de las antorchas de la Brigada Judía, que recibió a esos pequeños refugiados, a esos huerfanitos judíos que llegan luego de haber errado por una ruta ensangrentada…

Se hace bajar a los niños de a uno. Se les acerca agua para que se laven los rostros y las manitos. Luego se los conduce hasta las grandes ollas, para darles algo caliente. ¿Existe, acaso, otra suerte de sopa que contenga tanta calidez como la que mana de esta olla en la que cocinan soldados judíos?

El soldado que reparte la sopa con un gran cucharón es un muchachote de anchas espaldas, pero le tiembla la mano, y de vez en cuando se seca los ojos con el puño. Dice, como si se disculpara, como avergonzado, que el humo «le muerde los ojos». ¿Y por qué le tiembla la mano? Seguramente porque se la ha golpeado en el taller… de acuerdo, pero él mismo olvida por qué esas lágrimas le chorrean por las mejillas.

Los chicos guardan silencio. Se lavan los rostros y siguen callados. Toman la sopa, beben el té y no pronuncian palabra. No se quejan, tampoco conversan o se ríen. Se han acostumbrado a ese comportamiento: cuando se les da algo bueno, hay que callarse. Hay que guardar el secreto de lo bueno. Así les ha enseñado la ruta lejana, por la que han llegado. Lo han aprendido en los campos, en los guetos, durante todo su largo andar…

– ¿Ya? ¿Eres el último?

El pequeño, que viste una blusa norteamericana, más larga que él mismo, responde:

– Sí… no… en el camión hay uno más… es un… es un muchacho muy miedoso… siempre se muestra miedoso… no quiere bajar del camión.

Algunos soldados se acercan al camión. A la luz rojiza de una antorcha pudieron ver, en un rincón del vehículo, entre atados y paquetes, a un ser pequeño y asustado, un bulto movedizo, que se estremecía como un ratón acosado que no encuentra salida. Uno de los soldados subió al camión, pero ese extraño niño lanzó un aullido. Gritaba sin pronunciar una sola palabra: en su grito vibraba el temor de quien va a ser castigado. Los chicos, que de inmediato rodearon el lugar, explicaron a los soldados:

– Este es un poco loquito…

– Yo les dije a los soldados que no lo lleven consigo, pero el soldado se empecinó… no me hizo caso…

– Éste jamás ha hablado… nunca dice nada…

– Come solamente cuando le ponen la comida cerca… y cuando nadie lo mira…

– No se le acerquen… apesta terriblemente…

– Jamás se lava…

El soldado que subió al camión parece no prestar oídos a estas advertencias. Con sus manos seguras y fuertes agarra a este pequeño ser humano, maloliente y gritón, y lo alza en sus brazos. El chico patea y hasta intenta morder, pero los brazos del soldado son fuertes. Pega un salto, con el chico en brazos, y como una madre que trata de tranquilizar a una criatura lo «acuna» cantando algo con su gruesa voz. Le canta en idish una de esas canciones de cuna, que uno suele recordar hasta el fin de su vida. El grito de la extraña criatura se torna cada vez más débil, mientras que la canción adquiere más y más fuerza hasta que supera los gritos del chico. Es una hermosa canción de cuna, aunque el que la canta lo hace con una voz terrible, falseando la melodía. Finalmente, el soldado logra a cercarse a una de las ollas y se sienta, con el chico en sus rodillas. El hedor terrible que despide la criatura es insoportable, pero al soldado no le importa. Le acerca al niño un pocillo de té y le pregunta:

– Y bien, ¿beberás un poquito?

El niño miró al soldado con sus ojos profundamente negros, y lentamente comenzó a beber. El soldado acariciaba a la criatura con su mano enorme, tratando de «peinar» sus cabellos enredados y pringosos. Seguía murmurando roncamente:

– Ya… tá bien…  Ssshhh… así, así… Ahora ya estás en buenas manos… tranquilízate…

La criatura sorbió una y otra vez. De pronto se encorvó como un animalito y se durmió en las rodillas del soldado, que lo alzó en sus brazos y lo llevó a la casucha donde se encontraban las recién hechas camitas para los chicos.

Entre las nubes, silenciosas y flotantes, la luna seguía apareciendo y ocultándose. He aquí que dispersa su luz plateada y nuevamente, se torna grisácea. Pero las copas de los pinos ya iban adquiriendo reflejos azulinos. Comenzaba un nuevo día.

(Simja Sneh, «Na Venad» (Sin Rumbo), Tomo 4.

 
Comentarios
Ariana G de PLatkin

!Muy hermoso el relato y el recuerdo de Simja Sneh .Fuimos sus amigos en Bs As y en la Guiva Tzorfatit en Jerusalem.!

León Berestovoy

¿Es posible conseguir el libro?

Sara Strassberg-Dayan

Gracias, Marcelo, por hacernos conocer un texto tan emocionante en memoria de una persona tan especial como fue Simja Sneh Z’L. Tuve el honor de trabajar con él como secretaria de redacción de la Revista Raíces que él dirigió y compartir con él, además de momentos de polémicas de trabajo muy intensas también momentos inolvidables de colaboración plena, como fue nuestra traducción al español de fragmentos de «Diálogos de combatientes» para esta revista. Bendita sea su memoria de creador y de luchador incansable por las verdades en que creía!

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