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| viernes marzo 29, 2024

Cuando suministrar agua es un crimen


¿Cómo construyes un Estado para gente que no quiere que se construya? Esa es la pregunta obvia que surge a raíz del último episodio del culebrón Rawabi, la primera ciudad palestina de nueva planta. Es un proyecto emblemático que los diplomáticos internacionales suelen alabar como modelo de construcción del Estado palestino, pero que no ha recibido los mismos elogios de los ciudadanos palestinos. En su lugar, el mismo pueblo al que se pretendía beneficiar acusa ahora a su fundador de colaborar con el enemigo por haber cometido crímenes tan espantosos –y no es broma– como el de suministrar a sus habitantes electricidad y agua corriente.

Rawabi se fundó con el objetivo de ofrecer un alojamiento decente y asequible a la clase media palestina; un objetivo que, en teoría, debería haber sido bien recibido por la Autoridad Palestina y por sus habitantes, que se quejan sistemáticamente a la comunidad internacional de lo mísera que es su situación. Desde el principio, sin embargo, la Autoridad Palestina hizo todo lo que pudo para socavar el proyecto; a pesar de las repetidas promesas de apoyarlo, se negó a proporcionar siquiera la infraestructura básica que la mayoría de los Gobiernos facilitan para los nuevos desarrollos urbanísticos. De modo que, como ha informado JTA, el sistema de agua corriente y alcantarillado, las calles, los colegios y centros médicos fueron financiados, al igual que las propias viviendas, por el empresario Bashar Masri y el Gobierno catarí.

La Autoridad Palestina intentó impedir incluso que Rawabi tuviera agua corriente, negándose, durante cinco largos años, a convocar el comité conjunto israelí-palestino que supuestamente ha de aprobar todos los nuevos proyectos hidrológicos. Rawabi no tuvo su agua hasta que Israel perdió la paciencia y aprobó unilateralmente su conexión a la red.

A pesar del obstruccionismo, Masri persistió y Rawabi abrió finalmente sus puertas a los nuevos residentes en agosto. Pero desde entonces solo ha habido un goteo de mudanzas, a pesar de que Masri dijera que Rawabi tiene precios más bajos y mejores servicios que la cercana Ramala. De los 637 apartamentos que ya están listos (de un total previsto de más de 6.000), solo 140 han sido ocupados, le dijo a JTA.

Esto se debe, en parte, a las condiciones de seguridad, dijo Masri: la ola de apuñalamientos de israelíes que empezó en octubre ha generado una crisis económica en la Autoridad Palestina, así que la gente es reacia a pedir préstamos para comprar un apartamento.

Pero, como señaló JTA, otro elemento disuasorio son las acusaciones de colaboración lanzadas contra Masri y Rawabi por sus conciudadanos palestinos:

El Comité Nacional Palestino de Boicot, Desinversiones y Sanciones ha acusado a Masri de emprender una “normalización con Israel que ayuda a encubrir su ocupación, su colonización y su apartheid contra el pueblo palestino”. Wasel Abu Yousef, alto funcionario palestino, declaró a Al Monitor que “todas las facciones palestinas” deberían boicotear a Israel, “Rawabi incluida”.

Para ser claros: a Masri se le está acusando de cooperar con los asentamientos, pese a que exigió que todas las empresas involucradas en la construcción de Rawabi firmaran un contrato en el que se comprometían a no utilizar ningún producto de los asentamientos. De lo que le acusan es de trabajar con funcionarios israelíes para obtener materias primas que la mayoría de los demás palestinos también obtienen de Israel, como la electricidad, el agua y el cemento. Como Masri señaló: “El 85 por ciento del cemento de toda Palestina –en toda la Margen Occidental y Gaza– proviene de Israel. En la Margen Occidental, toda la electricidad es de Israel”.

Pero, según los activistas antinormalización, es preferible que los palestinos se las arreglen sin nuevas casas, electricidad y agua corriente antes que cometer el crimen de hablar con un israelí.

Rawabi no es una excepción; los activistas antinormalización se oponen igualmente a cualquier otra iniciativa para construir su Estado y mejorar la calidad de vida palestina. En 2013, por ejemplo, obligaron a dos empresarios árabes israelíes a cancelar sus planes para abrir una sucursal de una tienda de ropa en Ramala. La tienda habría dado trabajo a 150 personas, pero ¿quién necesita trabajos? En 2012, Unicef tuvo que desechar un proyecto para levantar una planta desalinizadora en Gaza –territorio en el que entre el 90 y el 95% del agua se considera contaminada— porque el régimen de Hamás y grupos de la sociedad civil se opusieron a su decisión de llamar a licitación al que es, más o menos, el líder mundial en tecnología desalinizadora, más conocido como la entidad sionista. Cuatro años después, Gaza sigue sin tener planta desalinizadora y sus habitantes siguen bebiendo agua contaminada.

Durante sus 21 años de existencia, la Autoridad Palestina ha sido el mayor receptor mundial  de ayuda extranjera per cápita. Pero no ha construido ni un solo hospital o universidad, ni ha realojado a un solo habitante de los campos de refugiados ubicados en el territorio de la Autoridad Palestina; en su lugar, ha pagado salarios a terroristas y financiado campañas contra Israel en organizaciones internacionales. Y ahora, no contenta con no haber construido el propio Estado palestino, intenta impedir incluso que los empresarios privados lo hagan.

La mayor parte del mundo occidental parece desesperadamente ansiosa por erigir un Estado palestino. Pero un Estado no es solo una bandera y un nombre en un mapa; también se tiene que erigir sobre el terreno. Y como han demostrado las experiencias de Irak y Afganistán, no hay iniciativa exterior que pueda erigir un Estado funcional si una masa crítica de la población local no está dispuesta a cooperar.

Por lo tanto, mientras que muchos palestinos piensen que la exclusión de Israel es una prioridad mayor que cubrir necesidades básicas de su propia gente, como la electricidad y el agua corriente, el sueño occidental de un Estado palestino seguirá siendo una quimera. No se puede construir un Estado para una población que prefiere destruir al Estado vecino antes que construir el suyo.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

¿Cómo construyes un Estado para gente que no quiere que se construya? Esa es la pregunta obvia que surge a raíz del último episodio del culebrón Rawabi, la primera ciudad palestina de nueva planta. Es un proyecto emblemático que los diplomáticos internacionales suelen alabar como modelo de construcción del Estado palestino, pero que no ha recibido los mismos elogios de los ciudadanos palestinos. En su lugar, el mismo pueblo al que se pretendía beneficiar acusa ahora a su fundador de colaborar con el enemigo por haber cometido crímenes tan espantosos –y no es broma– como el de suministrar a sus habitantes electricidad y agua corriente.

Rawabi se fundó con el objetivo de ofrecer un alojamiento decente y asequible a la clase media palestina; un objetivo que, en teoría, debería haber sido bien recibido por la Autoridad Palestina y por sus habitantes, que se quejan sistemáticamente a la comunidad internacional de lo mísera que es su situación. Desde el principio, sin embargo, la Autoridad Palestina hizo todo lo que pudo para socavar el proyecto; a pesar de las repetidas promesas de apoyarlo, se negó a proporcionar siquiera la infraestructura básica que la mayoría de los Gobiernos facilitan para los nuevos desarrollos urbanísticos. De modo que, como ha informado JTA, el sistema de agua corriente y alcantarillado, las calles, los colegios y centros médicos fueron financiados, al igual que las propias viviendas, por el empresario Bashar Masri y el Gobierno catarí.

La Autoridad Palestina intentó impedir incluso que Rawabi tuviera agua corriente, negándose, durante cinco largos años, a convocar el comité conjunto israelí-palestino que supuestamente ha de aprobar todos los nuevos proyectos hidrológicos. Rawabi no tuvo su agua hasta que Israel perdió la paciencia y aprobó unilateralmente su conexión a la red.

A pesar del obstruccionismo, Masri persistió y Rawabi abrió finalmente sus puertas a los nuevos residentes en agosto. Pero desde entonces solo ha habido un goteo de mudanzas, a pesar de que Masri dijera que Rawabi tiene precios más bajos y mejores servicios que la cercana Ramala. De los 637 apartamentos que ya están listos (de un total previsto de más de 6.000), solo 140 han sido ocupados, le dijo a JTA.

Esto se debe, en parte, a las condiciones de seguridad, dijo Masri: la ola de apuñalamientos de israelíes que empezó en octubre ha generado una crisis económica en la Autoridad Palestina, así que la gente es reacia a pedir préstamos para comprar un apartamento.

Pero, como señaló JTA, otro elemento disuasorio son las acusaciones de colaboración lanzadas contra Masri y Rawabi por sus conciudadanos palestinos:

El Comité Nacional Palestino de Boicot, Desinversiones y Sanciones ha acusado a Masri de emprender una “normalización con Israel que ayuda a encubrir su ocupación, su colonización y su apartheid contra el pueblo palestino”. Wasel Abu Yousef, alto funcionario palestino, declaró a Al Monitor que “todas las facciones palestinas” deberían boicotear a Israel, “Rawabi incluida”.

Para ser claros: a Masri se le está acusando de cooperar con los asentamientos, pese a que exigió que todas las empresas involucradas en la construcción de Rawabi firmaran un contrato en el que se comprometían a no utilizar ningún producto de los asentamientos. De lo que le acusan es de trabajar con funcionarios israelíes para obtener materias primas que la mayoría de los demás palestinos también obtienen de Israel, como la electricidad, el agua y el cemento. Como Masri señaló: “El 85 por ciento del cemento de toda Palestina –en toda la Margen Occidental y Gaza– proviene de Israel. En la Margen Occidental, toda la electricidad es de Israel”.

Pero, según los activistas antinormalización, es preferible que los palestinos se las arreglen sin nuevas casas, electricidad y agua corriente antes que cometer el crimen de hablar con un israelí.

Rawabi no es una excepción; los activistas antinormalización se oponen igualmente a cualquier otra iniciativa para construir su Estado y mejorar la calidad de vida palestina. En 2013, por ejemplo, obligaron a dos empresarios árabes israelíes a cancelar sus planes para abrir una sucursal de una tienda de ropa en Ramala. La tienda habría dado trabajo a 150 personas, pero ¿quién necesita trabajos? En 2012, Unicef tuvo que desechar un proyecto para levantar una planta desalinizadora en Gaza –territorio en el que entre el 90 y el 95% del agua se considera contaminada— porque el régimen de Hamás y grupos de la sociedad civil se opusieron a su decisión de llamar a licitación al que es, más o menos, el líder mundial en tecnología desalinizadora, más conocido como la entidad sionista. Cuatro años después, Gaza sigue sin tener planta desalinizadora y sus habitantes siguen bebiendo agua contaminada.

Durante sus 21 años de existencia, la Autoridad Palestina ha sido el mayor receptor mundial  de ayuda extranjera per cápita. Pero no ha construido ni un solo hospital o universidad, ni ha realojado a un solo habitante de los campos de refugiados ubicados en el territorio de la Autoridad Palestina; en su lugar, ha pagado salarios a terroristas y financiado campañas contra Israel en organizaciones internacionales. Y ahora, no contenta con no haber construido el propio Estado palestino, intenta impedir incluso que los empresarios privados lo hagan.

La mayor parte del mundo occidental parece desesperadamente ansiosa por erigir un Estado palestino. Pero un Estado no es solo una bandera y un nombre en un mapa; también se tiene que erigir sobre el terreno. Y como han demostrado las experiencias de Irak y Afganistán, no hay iniciativa exterior que pueda erigir un Estado funcional si una masa crítica de la población local no está dispuesta a cooperar.

Por lo tanto, mientras que muchos palestinos piensen que la exclusión de Israel es una prioridad mayor que cubrir necesidades básicas de su propia gente, como la electricidad y el agua corriente, el sueño occidental de un Estado palestino seguirá siendo una quimera. No se puede construir un Estado para una población que prefiere destruir al Estado vecino antes que construir el suyo.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

 
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