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| viernes marzo 29, 2024

El cuchillo islámico y la mumia


Hay una teoría, en la historia de la medicina, que sostiene que las sucesivas pestes que asolaron Europa entre los siglos XI y XIII procedían de Egipto, en concreto de una falsa medicina, un extraño remedio llamado mumia, consistente en un trozo, un pedazo de momia faraónica arrancada aquí y allá de las tumbas del desierto o  robada  de añosas colecciones. Una medicina a consumir a mordiscos o con zumo de limón. De hecho los papiros en los que se conservan fórmulas médicas egipcias hablan de cola de rata, raíces de eléboro, pasta de cucarachas y otras porquerías dignas de la más oscura superstición entre las que se cuenta la carne seca de momia. El arqueólogo británico Stein prohibió a sus hombres que trabajaban en los desiertos tocar cadáveres humanos  casi deshechos con las manos desnudas suponiendo, y con razón, que aún estaban llenos de microbios  tras siglos de sepultura en las arenas. Hoy, que un insecto devorador también procedente del Nilo devora y mata nuestras mediterráneas palmeras, y que las ideas de los Hermanos Musulmanes siguen acechándonos, cabría pensar si el terrorismo islamista no es otra variedad de mumia, letal a ratos y siempre acechante. Una colección de ideas nacidas muertas y con voluntad de zombi para atentar contra la debilitada vitalidad occidental. La mano que blande el cuchillo asesino tiene un allahu akbar, un Dios es grande en sus dedos.

El gusto por los cuchillos de carnicería no es, como el clásico kris malayo, un signo de identidad nacional y religiosa, al menos no en Londres, ya que los jóvenes criminales son británicos, belgas o franceses. Hijos de la comida basura y el heavy metal. Nacidos en los países que acogieron a sus familias.  Es el degüello lo que entusiasma al ISIS y a sus admiradores aquí, el derramar sangre infiel para ganar adeptos entre los adictos al terror. Y es ese tipo de crimen lo que se imita, además del atropello con vehículos civiles. Tal vez Corbyn continúe pensando que es Occidente el que motiva esos crímenes, tal vez facilite sin saber la labor de los asesinos. Que siga pensando eso-que Occidente es culpable- mientras el filo siniestro se acerca a su garganta. No lo querrán más por ser comprensivo con los criminales.  Es erróneo pensar que estamos ante una historia de buenos y de malos. Ellos han escogido nuestro fin y algunos cándidos idiotas  de raza blanca lo aplauden. Hay infinidad de muertos en vida, de mumias en los suburbios de las grandes ciudades europeas y americanas, y esos muertos son reclutados para aumentar el número de difuntos, no para beneficiar a la Humanidad. Así, pues, que podríamos hablar de una peste islamista que irrumpe  cada pocos meses aquí y allá para sembrar explosiones y eliminar el mayor número de cruzados posibles. O sea que estamos ante un caso de Salud Pública.

La OMS debería terciar en el asunto y señalar los lugares en donde las infecciones de esas mumias amenazan, palabras y sermones mediante, contagiarnos de un mal incurable: una estupidez inane, el virus de la parálisis emocional que destruye, a más del amor propio, los valores fundadores de nuestra cultura. Pero me temo que en la civilización de los selfies y el espectáculo gusta más llevar flores y encender velas al día siguiente del sacrificio, que  fabricar vacunas efectivas contra el mal terrorista que nos acecha. El terrorismo islamista es, pues, una enfermedad, no una vocación justa. Que nuestra vida y la de nuestros hijos dependa de la voluntad necrófila de esos locos sueltos, no es un mal necesario. Es una negligencia atroz.

 

 
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