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| viernes abril 19, 2024

La ficción que desestabiliza Oriente Medio


Si hiciéramos una lista de deseos sobre política internacional para 2018, entre los primeros estaría el de terminar con la ficción  que el Líbano es un país independiente y no una satrapía iraní gobernada por la legión extranjera de Irán, Hezbolá.

El establishment occidental de la política internacional mantiene esa ficción con buenas intenciones: quiere proteger a los libaneses inocentes para que no sufran las consecuencias de las provocaciones de Hezbolá contra sus vecinos. Pero esta política ha permitido a Hezbolá arrasar varios países con impunidad, y está allanando el camino a una guerra que arrasará el propio Líbano.

Blindar el Líbano de las consecuencias de la conducta de Hezbolá es una posición de consenso entre los dos grandes partidos norteamericanos y también a ambas orillas del Atlántico, como quedó de manifiesto en la indignación que recorrió Occidente en noviembre cuando Arabia Saudí intentó en vano acabar con la idea  que Hezbolá no gobierna el Líbano presionando a su hoja de parra, el Primer Ministro Hariri, para que dimitiera. El Grupo Internacional de Apoyo al Líbano —del que forman parte EEUU, la ONU, la Unión Europea, la Liga Árabe, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, China y Rusia— emitió un comunicado en el que exigía “blindar el Líbano de las tensiones en la región”. El vicesecretario en funciones del Departamento de Estado para los Asuntos de Oriente Medio, David Satterfield, exigió que Arabia Saudí “explicara por qué Riad estaba desestabilizando el Líbano”. El presidente francés, Emmanuel Macron, proclamó que era vital que el Líbano siguiera “disociado” de las crisis regionales. Y la lista sigue.

Occidente no ha mostrado una preocupación similar por blindar a los numerosos países de Oriente Medio que el partido que gobierna de facto el Líbano lleva años desestabilizando. Miles de soldados de Hezbolá han luchado en la guerra civil siria, ayudando al régimen de Asad a asesinar a cientos de miles de sus propios conciudadanos. Hezbolá también tiene tropas en el Yemen, paraayudar a los rebeldes huzis en la guerra civil de dicho país, y podría estar involucrada en el lanzamiento de misiles desde el propio Yemen contra Arabia Saudí. Ha adiestrado a milicias chiíes en Irak y luchado junto a ellas. Y se ha dotado de un arsenal de unos 150.000 misiles —mayor que el de la mayoría de ejércitos convencionales— para eventualmente lanzarlos contra Israel.

Por descontado, Hezbolá no es oficialmente el partido gobernante en el Líbano; es parte de una coalición encabezada por Hariri, que de hecho pertenece a un partido rival. Pero Hezbolá no sólo tiene poder de veto sobre todas las decisiones del Gobierno libanés, también es la fuerza militar dominante en el país. Hariri no tiene poder para impedir que Hezbolá despliegue a sus soldados por toda la región; ni siquiera puede impedirle que haga lo que le plazca dentro del propio Líbano.

Un pequeño ejemplo ilustra a la perfección su impotencia. A principios de diciembre Qais al Jazali, jefe de una milicia chií iraquí, fue grabado en vídeo cuando acompañaba a unos agentes de Hezbolá en la frontera del Líbano con Israel proclamando la voluntad de su milicia de ayudar a Hezbolá a combatir a Israel. Hariri tachó la visita de “violación flagrante” de la legalidad libanesa y ordenó al Ejército libanés que se asegurara  que no se repetía un incidente así. Unas semanas más tarde, como si se hubiese querido subrayar la impotencia de Hariri, Hezbolá llevó a otro alto mando de una milicia chií siria a la frontera, para grabar otro vídeo con una promesa similar.

A pesar de las abrumadoras pruebas en contrario, Occidente ha insistido en mantener la ficción de que el Líbano es de algún modo independiente de Hezbolá y de que no está gobernado por Hezbolá. Y con eso lo que han hecho los países occidentales es facilitar la agresión de Hezbolá.

Gracias a esta ficción, Occidente procura al Líbano cientos de millones de dólares en ayuda civil y militar. La ayuda civil, a la que EEUU ha contribuido con más de mil millones en los últimos años, libra a Hezbolá de tener que asumir las consecuencias de sus actos, como atender a los 1,1 millones de refugiados sirios que, por culpa de su agresión, se vieron empujados de Siria al Líbano. La ayuda militar estadounidense, de la que el Líbano es el sexto mayor receptor, ha brindado a Hezbolá acceso a entrenamiento, información, equipamiento y otras competencias militares, ya que el Ejército libanés comparte todo lo que recibe con dicha organización, sea por voluntad propia o coaccionado.

Es más: gracias a esta ficción, Occidente ha ido rebajando las sanciones a Hezbolá para evitar perjudicar al Líbano, y presionado en repetidas ocasiones a otros países para que no penalizaran al Líbano por las agresiones de Hezbolá, lo que ha permitido a Hezbolá librar sus guerras extranjeras sin que sus circunscripciones libanesas tuviesen que pagar precio alguno. Si Hezbolá viera a su gente sufrir por sus operaciones, tal vez se pensaría dos veces su aventurerismo en el extranjero.

Además de propiciar la desestabilización de otros países de Oriente Medio, esta política occidental corre el riesgo de volverse contra el propio Líbano. Los observadores serios estiman que la posibilidad de otra guerra entre Hezbolá e Israel está entre lo probable y lo inevitable. Y como Hezbolá tiene 150.000 proyectiles apuntando a la población civil israelí, Israel no tendría más remedio que emplear la máxima fuerza para poner fin a ese conflicto lo más pronto posible. Contra una amenaza de tal magnitud, proteger a su propia población pasaría por encima de cualquier presión internacional en pro de la contención.

El resultado sería una altísima cifra de muertes de civiles –dada la costumbre de Hezbolá de empotrar a sus soldados y arsenales en áreas urbanas–, así como la destrucción de la infraestructura del Líbano, que Hezbolá utiliza para mover y reabastecer a sus tropas. En resumen, el Líbano quedaría devastado.

La única manera de impedir esa guerra pasa por revocar las políticas occidentales que han permitido a Hezbolá alcanzar sus actuales y monstruosas dimensiones. Esto significa ejercer unagran presión sobre Hezbolá, aunque también resulte afectado el Líbano. Esa presión debería apuntar también al tráfico de drogas de Hezbolá y sancionar a los bancos libaneses que manejan sus finanzas. Esto podría mantener a la organización tan preocupada por su propia supervivencia que no le quedarían energías para emprender la guerra contra Israel. Además, Occidente debe dejar claro que no puede proteger el Líbano, y que no lo hará, si estalla la guerra. Si Hezbolá cree que Occidente intervendrá una vez más para blindar el Líbano, se arriesga a cometer el error de pensar que puede combatir contra Israel sin que su gente sufra las consecuencias.

Las décadas de protección al Líbano no han hecho sino fortalecer a Hezbolá, y es estúpido pensar que más de lo mismo va a producir resultados diferentes. Por lo tanto, hace tiempo que se debería haber reconocido que el Líbano es una filial de propiedad enteramente iraní y haberlo tratado en consecuencia, ya no por el bien de sus vecinos sino por el del propio Líbano.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

 
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