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| viernes marzo 29, 2024

El alto precio de la negación


¿Es posible que los principales políticos y medios de comunicación estén reconociendo por fin lo que la opinión pública europea puede ver con sus propios ojos? Dos acontecimientos recientes sugieren que sí.

El primero es una admisión de la canciller alemana, Angela Merkel que, casi medio año después del bochorno sufrido por su partido en las elecciones nacionales, ha logrado al fin formar una coalición de gobierno. En el pasado mes de septiembre no sólo el partido de Merkel y sus antiguos socios de coalición sufrieron una merma histórica en su porcentaje de voto; también se produjo la entrada en el Parlamento del partido AfD (Alternativa para Alemania), creado hace cinco años, que ya ha crecido tanto que constituye la oposición oficial del país. Si los votantes alemanes querían mandar un mensaje, no podría haber sido más claro.

Y puede que hasta fuese escuchado. El lunes 26 de febrero, Merkel concedió una entrevista a la cadena alemana N-TV. En ella, admitió por fin que en su país hay «zonas de exclusión»: «Es decir, áreas adonde nadie se atreve a ir». Y prosiguió: «Esas áreas existen y hay que llamarlas por su nombre y hacer algo con ellas». La canciller afirmó que estaba a favor de una actitud de «tolerancia cero» hacia esos lugares, pero no identificó cuáles eran. Dos días después, su portavoz, Steffen Seibert, insistió en que «las palabras de la canciller hablaban por sí solas».

Aunque la canciller fue parca en palabras, que al menos dijera estas cosas es muy significativo. Durante años, las autoridades alemanas, como sus homólogos políticos de todo el continente, han negado enérgicamente que haya áreas en sus países a las que no llega el imperio de la ley. También lo han negado las autoridades de otros países como Suecia y Francia. En enero de 2015, la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, amenazó con demandar a Fox News después de que la cadena dijera que había zonas de exclusión en su ciudad. Hidalgo afirmó en aquel momento, en una entrevista de la CNN, que se había causado un daño «al honor de París» y a la «imagen de París». Era una afirmación extraordinaria, que ignoraba que si «la imagen de París» había sufrido algún embate en aquel entonces, quizá hubiese sido por la masacre de doce periodistas, dibujantes y policías en la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, y la matanza de otras cuatro personas en un supermercado kósher dos días después. Así que cuando hay un reconocimiento, como el de Merkel, en vez de un encubrimiento, como el de Hidalgo, merece un leve aplauso.

Justo una semana después, se alcanzó otro extraño hito. En la portada del New York Times del 6 de marzo se publicaba un reportaje —adornado además con las únicas imágenes de la página— que nadie hubiera esperado ver publicado en el periódico. Bajo el titular «Armas antiguas causan inquietud en Suecia», el periódico daba cuenta de la reciente muerte de un hombre de 63 años en el barrio de Varby Gard, a las afueras de Estocolmo. Como recoge el periódico, Daniel Cuevas Zuniga acababa de terminar su turno de noche como ayudante de adultos discapacitados, y volvía a casa en bicicleta con su mujer cuando vio un objeto esférico en el suelo, se detuvo y lo cogió. Era una granada de mano M-75; su carga explosiva y 3.000 balas de acero mataron al instante a Zuniga e hicieron saltar a su mujer de la bicicleta.

Como admitía el periódico, éste no es un suceso aislado, sino parte de un repunte de la violencia —en particular la relacionada con el uso de granadas de mano— provocada por la entrada de bandas y armas extranjeras (en su mayoría de las guerras de los Balcanes en la década de 1990) en el país escandinavo. El periódico citaba a un solicitante de asilo libanés que anteriormente había sido jefe de una milicia libanesa. Paulus Borisho, que estaba en su tienda de kebabs, oyó la explosión que mató a Zuniga. Como contaba el periódico:

Le costaba creer que hubiera una granada en la acera, enfrente de una tienda de kebabs, a pocos pasos de una escuela de primaria. «Ahora, cuando pienso en el futuro, tengo miedo», dijo. «Temo por Europa».

Normal que lo tenga. El periódico incluso tuvo la decencia de citar a los amigos del difunto Zuniga, explicando que se había quejado por los recientes «cambios en Varby Gard», y que se sentía «frustrado porque la policía no tenía más control». De nuevo: normal que se quejara.

Por supuesto, el repunte en Suecia de la violencia de bandas, y especialmente la violencia con granadas, ha sido cubierto por otros medios en los últimos años. Estos han señalado las formas a menudo absurdas en que la policía ha abordado el problema. Por ejemplo, que la jefa de la policía sueca, Linda Staaf, intentara hace poco disuadir a las bandas de utilizar granadas de mano en Suecia señalando que es peligroso lanzar granadas porque la persona que arranca la espoleta «se expone a un grave peligro». Los periódicos como el New York Times se han interesado poco por estos problemas, problemas que se han agravado tanto que el primer ministro, Stefan Löfven, llegó a amenazar con enviar al ejército a determinados suburbios suecos.

Lo que han hecho periódicos como el New York Times en los últimos años es tender al mismo negacionismo que Angela Merkel sobre los problemas que la inmigración masiva del tercer mundo está causando en Europa. Han tendido a elogiar el «coraje» de suspender unos controles fronterizos normales mientras que se encubren o ignoran las terribles consecuencias de importar a millones de personas cuya identidad se desconoce. Y, por supuesto, han tendido, como la alcaldesa parisina Hidalgo, a matar al mensajero en vez de a dar las noticias, tachando cualquiera de esas historias de «noticias falsas» o propaganda de la «derecha alternativa» y la «extrema derecha».

El año pasado, cuando Donald Trump dijo «lo que pasó anoche en Suecia», los medios sabían a qué se estaba refiriendo. Sabían que estaba aludiendo brevemente a una noticia que había visto la noche antes en Fox News sobre la cada vez más deteriorada situación del país. Los medios, sin embargo, decidieron no hablar del problema. En su lugar optaron —los principales— por reírse del presidente y ridiculizar la idea de que hubiese algún problema en el paraíso escandinavo.

En aquel entonces el New York Times dijo en su titular que las palabras del presidente Trump eran «desconcertantes», mientras que buena parte de los medios simplemente fingieron que Suecia era una tierra de paz infinita e Ikea que había sido gravemente calumniada por el presidente.

La sorpresa de que, con sólo días de diferencia, tanto la canciller Angela Merkel como el New York Times hayan estado dispuestos a admitir los hechos que ellos y sus apólogos han querido hacer pasar por imaginarios podría ser un auténtico avance. Aunque quizá no sea un motivo de optimismo. En lugar de ser una prueba de que las cosas están mejorando, que ahora estén admitiendo lo que es visible para los europeos de a pie puede significar que las cosas se han puesto tan mal —y son tan conocidas— que incluso la Dama Gris y la Madre Merkel ya no pueden ignorarlas. De ser así, seguramente lo siguiente que se piense sea: ¿Se imaginan lo que se podría haber resuelto si nunca hubiesen empezado las negaciones?

 

Traducción del texto original: The High Price of Denial
Traducido por El Medio

 
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