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| miércoles abril 24, 2024

¿Pasarán la prueba del tiempo las políticas proisraelíes de Trump?


Para los seguidores judíos del presidente Donald Trump, han sido la guinda del pastel: la eliminación de toda restricción territorial en los acuerdos bilaterales de tipo científico o académico –que materializa la posición adoptada por Washington en 2019 de dejar de considerar ilegales los asentamientos– y la decisión de que los ciudadanos norteamericanos nacidos en Jerusalén puedan poner en sus documentos oficiales “Israel” como lugar de nacimiento son la culminación de una revolución en la política mesoriental de EEUU.

Los críticos del presidente hablan en este punto de política más que de principios. Pero la cuestión que hay que plantearse respecto de las políticas de Trump hacia Israel no es si contribuirán a su reelección (lo cual es harto improbable), sino si superarán la prueba del tiempo si las encuestas están en lo cierto y el ganador de las elecciones es el exvicepresidente Joe Biden.

La magnitud del vuelco en unas políticas que se remontan a 1967 e incluso a 1948 no pueden sobrevalorarse. La decisión trumpiana de reconocer Jerusalén como la capital de Israel y trasladar la embajada estadounidense desde Tel Aviv hasta la Ciudad Santa satisfizo una antigua demanda de la comunidad proisraelí. Demanda a cuya satisfacción habían renunciado hace tiempo incluso los más activistas, así como el Gobierno israelí.

Tampoco nadie en la comunidad proisraelí soñaba hace cuatro años con que, luego de medio siglo de compartir con el resto del mundo la idea de que las comunidades judías en la Margen Occidental son ilegales, el Departamento de Estado emitiera una opinión legal que dio vuelta a esa posición.

Por si fuera poco, Trump reconoció la soberanía israelí sobre los Altos del Golán y cortó la ayuda a la Autoridad Palestina (AP) hasta que ésta rescinda su financiación del terrorismo.

Los veteranos de la política exterior predijeron con toda gravedad que esas medidas, especialmente las relacionadas con Jerusalén y los asentamientos, incendiarían la región y que la ira contra Trump se extendería por los mundos árabe y musulmán. Pero, para consternación de sus rivales y pasmo de los ex altos cargos con la Administración Obama, esos cambios sísmicos no desembocaron en una orgía de caos y violencia. Por el contrario, la política exterior de Trump ha contribuido a la forja de los Acuerdos de Abraham, notable cadena de acontecimientos por la que Emiratos, Baréin y Sudán –y se espera un nutrido etcétera– han normalizado relaciones con Israel.

Hace sólo unos años, los críticos del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, advirtieron de un “tsunami diplomático” orquestado por los palestinos y el expresidente Barack Obama que dejaría aislado al Estado judío. Hoy, gracias a una intransigencia que incluso les llevó a no seguir la senda de un Obama que trataba desesperadamente de revivir unas negociaciones cuyo objetivo sería garantizarles un Estado y un acuerdo que devolvería a Israel a las líneas de 1967, con sólo unos ajustes menores, son los palestinos los que están aislados. Y lo están debido en gran medida al empeño de Obama en apaciguar a Irán, que esencialmente echó a Arabia Saudí y a otros Estados del Golfo en brazos de Israel. Aunque siguen haciendo declaraciones de cara a la galería en favor de la causa palestina, pasan de ellos, convencidos y con razón de que el líder de la AP, Mahmud Abás, y su partido Fatah, así como sus rivales de Hamás, son sencillamente incapaces de llegar a la paz con Israel, sean cuales sean sus términos.

Las posiciones de Trump no imposibilitan la erección de un Estado palestino. Pero si sus decisiones permanecen en vigor, cambiarán fundamentalmente los términos de cualquier negociación, pues se instará a los palestinos a que reconozcan que, aun si verdaderamente estuvieran dispuestos a hacer la paz, no habrá expulsiones masivas de cientos de miles de judíos de sus hogares de Judea y Samaria –y de Jerusalén–. Cualquier negociación que se lleve a efecto considerará la Margen Occidental un territorio en disputa en vez de palestino, a diferencia de lo que asume el resto del mundo, negando los derechos judíos y los acuerdos internacionales que contradicen el aserto de que Israel no tiene demandas legítimas que plantear.

Pero ¿qué ocurrirá si Biden jura como presidente el próximo mes de enero y la gente de Trump es desplazada por veteranos de la Administración Obama y otros favoritos de la casta de la política exterior? ¿Será el fin de la revolución mesoriental de Trump?

Aunque la respuesta debería quedar en manos de Biden y sus asesores, lo cierto es que, aun cuando quisieren, no todos los logros y mandatos de Trump tienen fácil reversión. Y si es sensato, Biden evitará la tentación de negar la evidencia de lo que ha representado la Presidencia Trump en Israel y Oriente Medio.

Biden planea devolver a EEUU al deleznable y desastroso acuerdo nuclear con Irán de 2015. Habrá que ver si llega tan lejos como para levantar las sanciones que pesan sobre Teherán, pero no hay duda de que, igual que los palestinos, los ayatolás desean que gane Biden, mientras que los árabes (así como la mayoría de los israelíes) van con Trump.

Igualmente, a Biden le basta con una firma para revertir la posición de Trump sobre los asentamientos. Y es probable que lo haga, porque la presión para que Israel acepte una rendición territorial masiva como parte de un acuerdo integral de paz y una solución de dos Estados que en realidad los palestinos no desean es un asunto en el que un inveterado veleta como el exvicepresidente jamás se ha mostrado indeciso.

Pero que nadie espere que traslade la embajada o que dedique mucho tiempo a resucitar las conversaciones de paz.

Biden ya ha dicho que la embajada se quedará donde está porque, aunque lamente la decisión de Trump, moverla o hacer declaraciones formales que deshagan el reconocimiento generaría discusiones estériles que no le ayudarían a conseguir nada. Y seguro que incluso Biden entiende que Obama desperdició un tiempo, una energía y un capital político preciosos en interminables y fútiles disputas con Israel que jamás llevaron a los palestinos a negociar en serio.

Si los demócratas recuperan el poder, Biden tendrá que vérselas con la pandemia del coronavirus, una economía devastada y un montón de problemas de gran calado. Seguro que en las bases ultraizquierdistas de su partido aplaudirían que atacara a Israel, pero es probable que incluso la izquierda priorice otros elementos de su agenda radical y destructiva, como la toma del Poder Judicial y el Green New Deal. Invertir el capital político necesario para trasladar la embajada o emprender una ofensiva diplomática de gran calibre a fin de resucitar las conversaciones con los palestinos sería un imposible y un error garrafal.

Aun sus críticos más virulentos deberían comprender que el legado de Trump en este ámbito no será fácil de arrumbar.

Sus logros no se reducen a una nueva embajada y a unos acuerdos que los demócratas consideraban imposibles. El imaginativo salto que llevó a Trump y a su equipo a considerar erróneas las políticas norteamericanas previas, y fantasiosas las advertencias de la casta de la política exterior, ha cambiado para siempre el enfoque norteamericano sobre Oriente Medio.

La decisión sobre Jerusalén y los Acuerdos de Abraham –con todo lo que conllevan– dejaron en evidencia las políticas de los predecesores de Trump y las alertas de los veteranos del Departamento de Estado, como mitos e incluso mentiras. Aunque muchas de las decisiones de Trump pueden ser revertidas, el denominado retorno a la normalidad no cambiará los hechos sobre el terreno, no generará la paz con los palestinos ni provocará que los Estados árabes dejen de actuar en función de sus intereses a la hora de tratar a Israel como un aliado.

Puede que Israel afronte graves dificultades en los próximos cuatro años, pero nunca más podrán decir sus críticos que las políticas de Trump eran un desastre, dado que ya hemos visto lo exitosas que han sido para la causa de la paz. Puede que Trump sea pronto cosa del pasado, pero no habrá vuelta atrás que permita a sus críticos presumir que saben de lo que hablan cuando hablan de Oriente Medio.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

 
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