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| miércoles abril 24, 2024

Borrando a los palestinos como actores responsables

Marcelo Wio analiza el abordaje del conflicto árabe-israelí en los medios de comunicación: "Es preciso callar mucho y fabricar otro tanto".


La cobertura de un hecho transforma la experiencia. Y en el caso del conflicto árabe-israelí, incluso puede llegar a crearla enteramente porque ya no nos encontramos ante una mera cuestión de forma (aunque esta, como decía Norman Fairclough en ‘Discourse and Text’: linguistic and intertextual análisis within discourse analysis, es parte del contenido), sino de indisimulada adhesión ideológica. Pero no a la “causa palestina” – o, más precisamente, no con esta por simple simpatía o identificación.
En su lugar, tiene que ver con la apropiación de la “experiencia” palestina; es decir, de aquella que en gran medida les adjudican los medios a los palestinos: erigidos en una suerte de símbolo “palestino-víctima” del constructo creado a imagen y semejanza de los antiguos conflictos coloniales, para subordinarla su propia agenda: poder señalar al Estado judío. Y esa atención en muchos casos se dirige a Israel a través muchas de las construcciones ideológicas elaboradas a través de los siglos contra los judíos – que así, mediante el disimulo deficiente del “anti-sionismo”, son transferidas nuevamente a este grupo de personas sin el justo estigma que se reserva a racistas, antisemitas y discriminadores varios.
Para presentar a Israel como una suerte de paradigma de la infamia, se debe presentar a los palestinos como, precisamente, su opuesto. Para ello es preciso callar mucho y fabricar otro tanto. Juan José Sebreli, refiriéndose al estructuralismo, en su libro El olvido de la razón, decía que “la sobrevaloración de la identidad cultural [que hacían los estructuralistas], el respeto incondicionado por las peculiaridades caía en las contradicciones de todo relativismo, se veía obligado a defender como expresión de identidad cultural supersticiones y prejuicios enraizados en las tradiciones ancestrales que, a veces, eran meras estupideces y otras, crímenes”. La misma silenciosa condescendencia se aplica con las declaraciones de los líderes palestinos incitando al odio y a la violencia, con su corrupción; con los llamados “crímenes de honor”, por poner sólo un par de ejemplos, parece una aplicación a ese relativismo del estructuralismo, que convierte al mito en historia o, incluso, a esta en dudosa fabula.
La cobertura, pues, que hace la mayor parte de los medios en español incurre en dos falacias:
La falacia histórica: transformar en aborigen a un pueblo que no lo es – mientras borra los vínculos históricos de un pueblo con su tierra -, con el fin de armar el marco colonialista vs. imperialista
La falacia relativista: todo aborigen, por el hecho de serlo, es virtuoso, honesto. Por ende, sus acciones negativas no son tales, en tanto y en cuanto son una respuesta ineludible al atropello colonialista.
Lentamente, pero de manera segura, se ha ido estableciendo una suerte de “memoria”, de habituación ideológica, si se quiere, de registro cotidiano del conflicto, o de eso que ofrecen los medios de comunicación a sus audiencias. Es decir, de un efecto más o menos permanente en la opinión pública. Una “memoria” o, incluso, un “conocimiento”, que, además, “confirma” todo lo que se asegura, “informa”, construye a partir de ella. Pero no sólo eso, sino que además ofrece las claves nemotécnicas para definir el conflicto en general y a Israel en particular. Un circuito que se retroalimenta.
El método para lograr esto es bien sencillo. Se convierte a los palestinos en actores pasivos, poniendo el énfasis en los constructos diseñados para definirlos: “víctima” (sus responsabilidades mitigadas o borradas), “desamparo” (desarmados, o pertrechados con “armas caseras”; indefensos ante la “maquinaria” del enemigo), “desventaja”, “temor” (a Israel; o lo que se presente como su arbitrio), “oprimidos”, “colonizados”. Definiciones que devienen tópicos, lugares comunes que es casi obligatorio incluir en la crónica (que se postule para el aplauso “moral”) de turno. Priman, pues, en el producto final, las emociones sobre los hechos.
Por ello, en las acciones terroristas palestinas que, desde el vamos, no se definen como tales, y que los medios no pueden evitar abordar, rara vez queda claro quién es el actor: los “cohetes caen”, los “israelíes mueren por disparos, cuchilladas”; pero no hay sujeto activo que lleve a cabo esas acciones. Esa abstracción – algo cae, en lugar de alguien arroja – permite sustraer la responsabilidad palestina en el conflicto: el peso está puesto en el objeto, en el proceso; no el sujeto, en la identidad de éste.
Decía Fairclough que los textos son sensibles barómetros de los procesos sociales. En el caso de la cobertura mediática del conflicto árabe-israelí, las crónicas parecen pretender ser mucho más que eso: aspiran a ser parte activa del proceso del que dicen dar cuenta, toda vez que lo transforman en algo distinto, teñido de ideología propia.
A esta altura, la mayor parte de la audiencia puede anticiparse con un cierto grado de seguridad, si no al contenido exacto, particular, de un artículo en español sobre este conflicto, sí a la idea general que se desprenderá del mismo. En el texto encontrará invariablemente las claves que no “defraudarán” tal previsión. Porque ya desde el vamos, como decía David Bar-Illan (Eye on the media), el titular colorea la historia, la crónica, y en él, Israel siempre “ataca”, Israel siempre es agente activo, y como tal, en el marco de este conflicto, agresivo.
La pretendida precisión con que se ofrece la información apenas si oculta la ambigüedad, la imprecisión que lleva consigo.
 
Marcelo Wio Analista y director adjunto de ReVista de Medio Oriente
 
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