A diez años de la masacre en la sala Bataclan, Francia todavía no sabe cómo reaccionar emocionalmente ante el terrorismo islamista.
on las imágenes de parisinos encendiendo velitas y depositando flores, la consigna se propagó junto a otros eslóganes tan bienintencionados como huecos: “No conseguirás mi odio”. Fue también el título de la carta que, pocos días después de la masacre, dirigió el periodista Antoine Leiris a los asesinos de su esposa y madre de su hijo, abatida el 13 de noviembre de 2015 en la sala de conciertos Le Bataclan. «No voy a hacerles el regalo de odiarlos», subrayaba en el texto publicado por Le Monde. Desde entonces la frase se institucionalizó, usada como un mantra crístico.
La sigo escuchando hoy, cuando se cumplen diez años de los seis atentados islamistas coordinados que golpearon París y dejaron 130 muertos y más de 400 heridos. La dice, por ejemplo, la jefa de la Dirección General de Seguridad Interior, que agradece a esas víctimas y familiares que, con esas palabras, la acompañan y no la dejan “ceder al odio”.
Rechazar la ira, sin embargo, puede ser un gesto de superioridad moral de quien controla sus bajos instintos y le niega al otro el poder dominar sus emociones. Es propio de una época en la que se combaten “los discursos de odio” (que siempre son del otro). En estas fechas, en las que vuelven a surgir los testimonios de los sobrevivientes, se elogia también su “resiliencia”. El concepto aparece una y otra vez en los medios para elogiar el heroísmo de los supervivientes de aquella funesta noche de otoño.
En estas fechas, en las que vuelven a surgir los testimonios de los sobrevivientes, se elogia también su “resiliencia”.
Sin embargo, no todas las víctimas optaron por el camino prescrito. Está el escritor franco-chileno David Fritz-Goeppinger, que denuncia que la carta de Leiris fue usada por la sociedad «como un mandato”. “‘No tendrán mi odio’, es decir: pueden masacrarme sin que sintamos odio”. Me hubiese gustado decirle a Antoine Leiris: ‘Yo tenía en mí el odio y me levantó y me ayudó a salir adelante, a resistir en ese momento’”, argumenta Fritz-Goeppinger.
Está también la “mala víctima”, Patrick Jardin, un mecánico y padre de Nathalie, quien continuó pagando la línea telefónica de su hija masacrada por los islamistas en el concierto para poder seguir escuchando su voz en el contestador. Le escribió a Leiris que él no perdonaría y que seguiría odiando, tal como lo repitió en el juicio a los terroristas que sobrevivieron al ataque.
“Esas alimañas no me dan miedo. Soy capaz de mirarlas con desprecio y les tengo tanto odio que sé que sería capaz de matarlas una por una”, dijo en el tribunal. “Me dicen que soy un hombre lleno de odio… Sí, es cierto, señor presidente [del tribunal], tengo odio, pero ¿cuál es el contrario de odio? Es amor. ¿Y puede alguien amar a quienes han contribuido de cerca o de lejos a matar a su hija? No sentir ni amor ni odio es ser indiferente y, ¿cómo se puede ser indiferente ante el asesinato de tu hija?”, agregó. Jardin denunció la gestión de las asociaciones de víctimas y se convirtió luego en candidato a diputado por el partido de derecha nacionalista identitario Reconquista, de Eric Zemmour, en 2022 y 2024, sin lograr una banca.
Están también los sobrevivientes con secuelas postraumáticas que prefieren no hablar o que se recluyen cada 13 de noviembre en lugares donde no los alcanzan las noticias de las conmemoraciones. Y están los dos sobrevivientes que no aguantaron lo atravesado y se suicidaron. Así, la lista de víctimas mortales de esa noche pasó de 130 a 132 (y 416 heridos, 100 de gravedad). Hay 70 chicos que quedaron huérfanos de un padre o una madre.
Una historia de violencia islamista
La historia reciente francesa está marcada por varios ataques islamistas que precedieron a los atentados de París. Ese mismo 2015 empezó con la matanza de Charlie Hebdo por publicar las caricaturas de Mahoma y de los clientes de un supermercado judío Hyperkacher por ser judíos. Antes, en 2012, había sido la matanza en Toulouse perpetrada por el joven Mohamed Merah. Musulmán de origen argelino nacido en Toulouse, emprendió una masacre que incluyó a chicos de una escuela judía de la ciudad. Descargó su arma en la sien de una niña de ocho años. A los negociadores de la policía enviados para capturarlos, Merah dijo que actuaba “para defender a los niños palestinos”.
Antes, en 1995, el Grupo Islámico Armado (GIA), de origen argelino, llevó a cabo una campaña de atentados con bombas caseras en los cestos de basura públicos —desde entonces tuvieron que reemplazarlos por bolsas transparentes— y, sobre todo, hicieron estallar un artefacto explosivo en la estación Saint-Michel de París, causando ocho muertos y 200 heridos. En el juicio, uno de los terroristas, Boualem Bensaid, advirtió: “OK, perdí, pero vendrán otros, porque aquí estamos en casa, sus mujeres llevarán el hiyab, y luego subiremos hasta el norte de Europa”. Esta premonición fue recordada el miércoles en su editorial por Riss, el director de Charlie Hebdo.
Desde entonces, Francia ha vivido un sinnúmero de atentados en nombre del Islam, al punto de que la prensa internacional hace rato que ni los releva
Desde entonces, Francia ha vivido un sinnúmero de atentados en nombre del Islam, al punto de que la prensa internacional hace rato que ni los releva y ocupan en los noticieros franceses apenas un par de minutos. Se lo llama acostumbramiento, como la omnipresencia de las mujeres tapadas con el velo islámico en Francia.
Cada atentado en estos últimos 30 años se topó con la negación de quien no quiere ver la realidad. Al principio, el terrorista era patologizado (“era un loquito suelto”) o relativizado como una víctima del racismo; cuando se volvió recurrente, la consigna fue afirmar “no representa la religión que invoca al matar” y “no estigmatizar”. Allí prosperó el espurio concepto de “islamofobia”, impulsado por fundamentalistas islámicos y comprado por progres para impedir la legítima crítica de un credo. Cuando la evidencia acumulada de que una ideología había designado a la sociedad abierta como su enemiga mortal se volvió innegable, la consigna se transformó en “no ceder al odio”.
Don’t look back in anger
Por supuesto, no es una cuestión meramente francesa. Está, por ejemplo, la versión británica, con el atentado perpetrado por el Estado Islámico de Irak y el Levante de 2017 en el Manchester Arena durante un concierto de Ariana Grande. Un día después del ataque, que dejó 23 muertos y 116 heridos, un grupo de vecinos se reunió en la plaza Saint Ann de Manchester y empezó a cantar el hit de Oasis “Don’t look back in anger” (No mires atrás con ira), convertido desde entonces en el himno contra el terrorismo.
El problema de no aceptar la guerra que impone el enemigo es que esta estrategia es unidireccional. Julien Freund, filósofo político y resistente francés durante la ocupación nazi, dijo: “Creen que son ustedes quienes designan al enemigo. Pero es el enemigo quien los designa a ustedes. Pueden hacerles las más bellas declaraciones de amistad. Si él quiere que sean su enemigo, lo serán”.
En 2023, en nombre de la misma ideología yihadista, terroristas destruyeron la vida de otros jóvenes que disfrutaban de la música. Eran pacifistas y laicos, seguramente los más dispuestos a abrazar al enemigo que estaba del otro lado de la frontera. Aquí la respuesta no podía ser el amor: era ellos o nosotros, una cuestión existencial. Hoy hay muchos que se niegan a ver los obvios paralelismos entre el 13 de noviembre de 2015 y el 7 de octubre de 2023 en Israel. ¿Cuánto podrá durar la negación de lo evidente? ¿Qué ha hecho Occidente en la última década en la que el islamismo no ha hecho más que prosperar? Sin anticuerpos, la amenaza ha, además, mutado. Se ha añadido el entrismo de la cofradía de los Hermanos Musulmanes infiltrándose en todas las capas de la sociedad, los llamados a “globalizar la intifada” en las calles de Europa y, según las agencias antiterroristas, aprendices de yihadistas cada vez más jóvenes, autorradicalizándose por TikTok. Tic-tac.
Alejo Schapire




















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