Cazas israelíes sobrevuelan sus carros de combate en el Sinaí, en la frontera con Egipto, el 25 de mayo de 1967, en los días anteriores a la guerra (Stf / AFP)
Los ecos de la contienda de 1967, que impulsó la colonización israelí de Cisjordania, siguen hoy muy presentes
Judíos, preparaos. En unos días os mataremos uno a uno y liberaremos las calles de Tel Aviv, Haifa y Jerusalén”, lanzaba día tras día en hebreo el locutor de Radio Cairo en sus emisiones dirigidas al público israelí. Las amenazas resonaban en cada casa de Israel. Para entender lo que ocurrió entre el 5 y el 11 de junio de 1967, una de las mayores victorias militares de la historia en menos de una semana, es preciso conocer la atmósfera que se respiraba en Israel en las tres semanas previas, en la hamtana (la espera) cuando el país vivía una sensación de víspera de un nuevo Holocausto. Muchos de los menos de tres millones de israelíes de aquella época creían que, en una nueva guerra simultánea contra varios ejércitos árabes, el pequeño Estado judío, con tan sólo 19 años de vida y un ejército mucho más modesto que el actual, sucumbiría ante la maquinaria bélica egipcia, siria y jordana.
Un instituto estadounidense citado por The New York Times desveló la llamada operación Sansón: ante el miedo a la caída del tercer templo –o sea, la pérdida de soberanía israelí–, el fallecido general Yitzhak Yaakov encabezó una operación ultrasecreta en la que fue preparada una pequeña bomba nuclear que, en caso de que todo estuviese perdido, sería lanzada por orden del primer ministro en la colina de Abu Agila del desierto del Sinaí. La bomba, transportada en helicóptero, tenía como objetivo provocar la intervención de las superpotencias o frenar al presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, en su ataque. Yaakov reveló que esperó la orden, pero que “gracias a Dios” nunca llegó. En cuestión de horas, los generales entendieron que la guerra sería mucho más corta de lo previsto.
En la espera, en los parques de las grandes urbes se construyeron cementerios improvisados y la mayoría de hombres fueron llamados a filas, dejando en la ciudad a mujeres, niños y ancianos. Un reconocido profesor de la Universidad de Jerusalén contó a este corresponsal que entregó a su mujer tres pastillas de cianuro y le dijo: “Si los árabes entran en Jerusalén, no dudéis… los niños también”.
Cuando esa mañana caliente y seca del 5 de junio Israel destruyó la fuerza aérea egipcia, el Estado judío redibujó el mapa de la región al ocupar el desierto del Sinaí a Egipto, Cisjordania y Jerusalén Este a Jordania (incluyendo el muro de las Lamentaciones, la única reminiscencia del Segundo Templo, el lugar más sagrado para los judíos), y los estratégicos altos del Golán a Siria. Con la victoria estalló una ola de euforia en todo el país, en la que los ultrarreligiosos vieron la mano divina en lo ocurrido, e impulsó una campaña de colonización de las tierras de Judea y Samaria, nombres bíblicos de Cisjordania.
El 19 de junio, sólo nueve días después del final de la guerra, el Gobierno israelí decidió devolver los territorios ocupados a Egipto y a Siria a cambio de paz, seguridad y reconocimiento. La Liga Árabe, que se reunió en Jartum, reaccionó con los tres NO famosos: no a la negociación, no al reconocimiento y no a la paz con Israel. “Nos sentíamos absolutamente humillados por la rotunda derrota”, admitió a este corresponsal el príncipe saudí Turki al Faisal. Desde el primer momento, el arquitecto de la victoria, el ministro de Defensa, Moshe Dayan, subrayó que “si podemos resolver los grandes temas, los colonos no serán un problema” y reiteró una y otra vez que esperaba la llamada de los líderes árabes para negociar la paz.
Hoy viven en Cisjordania, junto a 2,5 millones de palestinos, cerca de 400.000 israelíes, parte de ellos porque creen profundamente que, como dice la Biblia, la verdadera tierra de Israel no es Tel Aviv sino Elon Moreh. Otro sector reside en esta región por motivos económicos.
Desde ese momento y hasta la actualidad, la sociedad israelí quedó políticamente dividida entre quienes creen que es necesario pactar la paz a un precio u otro y los que defienden que Judea y Samaria deben quedar bajo soberanía judía. Ayer dos escritores israelíes, el izquierdista Sami Michael y la colona Emuna Alon, protagonizaron un debate en los medios que resuena en las últimas cinco décadas. Alon citó al satírico Efraim Kishon, que escribió: “Perdonen que ganáramos”, y recordó que el mundo árabe declaró abiertamente los días previos a la guerra que pretendía destruir el joven Estado y tirar a toda su población al mar. Alon destacó que ni Gaza, ni Cisjordania, ni Jerusalén Este estuvieron jamás bajo soberanía palestina, y que de hecho entre 1948 y la guerra de los Seis Días el reino de Jordania controló Cisjordania y la parte oriental de Jerusalén, mientras que Egipto dominaba el Sinaí y la franja de Gaza. El escritor Michael opinó en cambio: “En 50 años de ocupación se han erosionado los valores humanísticos que siempre quisimos defender. Somos la única democracia que tiene la vergüenza de una ocupación de otro pueblo sobre su frente”. Michael destacó también que desde 1967 Israel ha gastado más de 120.000 millones de dólares en Cisjordania en lugar de favorecer a las poblaciones más debilitadas de la periferia o a los ancianos.
El guión de una posible paz es conocido, aunque para lograrlo debería tener el apoyo y empuje del mundo árabe suní. Los palestinos aceptarían el Estado judío fundado en 1948, Israel aceptaría la creación de Palestina en Gaza y Cisjordania con la excepción de los tres grandes bloques de asentamientos, donde viven unos 300.000 israelíes que se integrarían al Estado judío a cambio de territorios de mayoría árabe que pasarían a formar parte de Palestina. Jerusalén sería compartida y los refugiados palestinos no regresarían a Israel, sino a su nuevo Estado. Donald Trump intenta alcanzar el acuerdo “más difícil del mundo”, pero la pregunta es si irá hasta el final ante los continuos escándalos que le salpican. El primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, es objeto de varias investigaciones y el palestino Mahmud Abas, de 82 años, puede desaparecer sin dejar heredero. La situación de ocupación temporal que se ha prolongado ya 50 años podría seguir en punto muerto. Mientras no se halle una solución, los ecos de la guerra de los Seis Días continuarán oyéndose.
Ya ven los que les paso. Ja!