Su muerte, como gran parte de su vida, estuvo al servicio de la causa islamista que defendió. Al caer fulminado en un tribunal donde estaba enjaulado y silenciado, Mohamed Morsi llamó la atención sobre la naturaleza dictatorial del régimen militar egipcio. El hombre que pretendió que el país árabe más poblado siguiera la línea ideológica de los Hermanos Musulmanes fue ensalzado en el obituario que se le dedicó en el New York Times como “el primer presidente de Egipto democráticamente elegido”.
Ese titular, técnicamente correcto pero que puede inducir a error, también debería habernos recordado que el efímero mandato de Morsi fue en no poca medida fruto de la desastrosa reacción de la Administración Obama a las protestas de la Primavera Árabe. En vez de utilizar la muerte de Morsi como percha para publicar artículos críticos del régimen militar que lo derrocó y encarceló, el NYT debería hacer que los estadounidenses reflexionasen sobre si sus líderes actuales y futuros serán lo suficientemente inteligentes para aprender las lecciones de ese caso concreto de insensatez y colosal arrogancia.
En la primavera de 2011 estallaron protestas contra los regímenes autoritarios o teocráticos que imperaban en todos los países de la región, salvo en el democrático Israel. Sin embargo, lo que siguió no fue –como habían esperado algunos simpatizantes occidentales– un movimiento dirigido a derrocar las tiranías para sustituirlas con auténticas democracias. Lo que siguió fue la violencia, y rebeliones que querían reemplazar las viejas tiranías por otras de signo islamista. Los auténticos demócratas eran muy pocos.
Egipto, tan importante por su tamaño, población y relevancia estratégica, fue exponente de ese problema cuando el viejo y corrupto régimen militar encabezado por Hosni Mubarak se vio sometido a asedio.
En Occidente, muchos recibieron la Primavera Árabe con los brazos abiertos, al considerarla unaoportunidad para que el mundo árabe-musulmán abrazara la causa de la libertad, de manera muy parecida a como la Administración del presidente George W. Bush pensó ingenuamente que derrocar a Sadam Husein podría conducir a la democracia en Irak. El presidente Barack Obama estaba especialmente fascinado con la idea de que fuese una oportunidad para que Estados Unidos se despojara de su imagen ante el mundo árabe de fuerza imperialista y amiga de Israel.
Un hombre más sabio que él habría percibido los peligros intrínsecos de interferir en ese entorno tan complejo, donde las fuerzas que apoyan los cambios democráticos que Estados Unidos quería eran pocas y carecían de poder. Pero eso no privó al presidente de contribuir a debilitar a Mubarak. Aunque EEUU no orquestó lo sucedido en El Cairo, sí desempeñó un papel, dada la cantidad de miles de millones de dólares en concepto de ayuda con que regaba al régimen egipcio.
Obama quiso sacar a Mubarak del poder y después presionó por la celebración de elecciones, cuando los Hermanos Musulmanes eran el único partido político organizado en el país. Washington también advirtió a los militares para que no interfirieran en las elecciones ni impidieran que la organización islamista llegara al poder.
El resultado fue la elección de un Gobierno de los Hermanos (2012), liderado por Morsi. Obama y buena parte de los medios de comunicación de referencia se volcaron en presentar su régimen como legítimo. Pero, por mucho que fueran elegidos democráticamente, los Hermanos enseguida dejaron claro que no tenían ninguna intención de permitir que el pueblo egipcio los expulsara del poder mediante el voto. Morsi quiso asumir poderes dictatoriales, y la perspectiva de que Egipto se convirtiera en una versión suní de la teocracia islamista que transformó Irán en una tiranía siniestra y una amenaza para la región se hizo obvia enseguida.
Y quedó meridianamente claro cuando Morsi recurrió al tipo de retórica antisemita que es tan común en Irán. Como Richard Behar, de Forbes, fue el primero en comunicar, Morsi dijo que los judíos eran “monos y cerdos”, y repitió esos insultos incluso delante de una delegación de senadores norteamericanos. Hicieron falta varios días para que medios de referencia como el New York Times informaran de ello o la Administración respondiera.
Pero aunque la Administración Obama siguiera pensando en los Hermanos como socios, el pueblo egipcio entendió el peligro al que se enfrentaba y salió de nuevo a las calles, en cifras aún mayores que cuando protestó contra Mubarak. Mientras EEUU vacilaba, el Ejército egipcio ignoró finalmente las amenazas de Washington, que le exigía que no actuara, e intervino para derrocar a Morsi, en lo que fue probablemente el golpe militar más popular de la historia.
El general Abdul Fatah el Sisi asumió el papel de presidente y reprimió a los Hermanos y a otras posibles fuentes de disenso. Egipto tiene ahora una tiranía más brutal que en tiempos del más complaciente Mubarak.
El propósito de volver a contar este deprimente capítulo de la historia diplomática de Estados Unidos no es sólo recordar la insensatez de Obama; y es que tiene que servir de advertencia para el actual presidente de EEUU, Donald Trump, y para sus sucesores.
Por muchas esperanzas que alberguen los estadounidenses de todas las tendencias políticas de que la democracia occidental encuentre un punto de apoyo en el mundo árabe y musulmán, los Gobiernos de EEUU deben anclarse en la realidad y evitar el pensamiento mágico en el que la democracia liberal se ve como una verdadera opción para estos países. Las únicas opciones disponibles para Occidente son respaldar a regímenes poco atractivos como el de Sisi u observar cómo Oriente Medio es devorado por un aún potente movimiento islamista liderado por los Hermanos.
Tolerar e incluso ayudar a Sisi no es una opción atractiva, pero es la única sensata. Trump merece que se le reconozca su realismo, no que lo vapuleen los que piensan que Estados Unidos debería tratar a Sisi como Obama trató a Mubarak.
De manera igualmente importante, la voluntad de algunos de justificar a organizaciones como los Hermanos Musulmanes, o de imaginar que sus homólogos en el Gobierno de Teherán deberían ser considerados socios potenciales, es una falacia que amenaza con socavar los intentos de impedir que esas fuerzas consigan más poder.
Morsi no es un héroe ni un mártir al que debamos llorar. Fue sólo un tirano fracasado y una poderosa amenaza para Occidente y Oriente Medio. Su breve reinado es también una lección práctica, para los estadounidenses y la caja de resonancia mediática que apoyó las pésimas decisiones de Obama, del terrible precio que se puede pagar por semejantes errores de juicio.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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