Desde que Barack Obama asumiera la presidencia de EEUU, las relaciones de América con Israel han experimentado un giro a la vez profundo y sorprendente: Jerusalén ha pasado de ser un aliado privilegiado, el bastión de Occidente en la zona, a un problema y un obstáculo en las relaciones de Washington con el Islam.
La falta de sintonía política entre Obama y el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, supuso un factor de complicación más justo cuando la Casa Blanca se replanteaba sus relaciones con el Estado judío. Lo que Washington necesitaba en Jerusalén era un premier dócil y carente de principios, que se sometiera sin discutir a los nuevos planes americanos, no un ideólogo conservador capaz de plantar cara. A un alto cargo de la Administración Obama le preguntaron qué esperaban del nuevo Gobierno israelí –que ya lleva un año gobernando–, y su respuesta no pudo ser más reveladora: «Otro primer ministro».
Obama, deseoso de ser percibido entre los árabes como menos proclive a apoyar a Israel que sus predecesores, movió ficha enseguida: nombró un enviado especial para el proceso de paz, el senador Mitchell, y encontró en el tema de los asentamientos su caballo de batalla. Israel tenía que hacer más concesiones ante los palestinos, y éstas pasaban por el desmantelamiento de buena parte de los asentamientos.
Obama y sus asesores creían que podrían doblegar a Netanyahu dada la necesidad de que EEUU e Israel mantengan una estrecha relación estratégica en lo relacionado con el programa nuclear iraní, auténtica amenaza existencial para Jerusalén. Y puede que pensaran que no habría mayores problemas al escuchar a Netanyahu, en junio del año pasado, que no se oponía a la solución de los dos estados y, en diciembre, que congelaría las construcciones en los territorios en disputa. La equivocación del equipo de Obama fue tomar las palabras del primer ministro israelí como un compromiso aceptado y aceptable en vez de como una respuesta táctica a las presiones americanas, algo forzado y difícil de tragar. Sobre todo si se tiene en cuenta que Israel ha dado un giro decisivo a la derecha.
Por parte israelí también se han producido errores de interpretación. Por un lado tenemos la incredulidad ante la postura de Obama, que abría la puerta a la posibilidad de que Israel quedara aún más aislado en el panorama internacional. No podía ser verdad, simplemente, que Obama se distanciara tanto de la política tradicional norteamericana. En segundo lugar, tenemos que la historia tiende a favorecer la noción de que los gobernantes israelíes saben más del problema que nadie y serán capaces de maniobrar de tal manera que diluyan los elementos más nocivos para los intereses israelíes: el pasado otorga un grado de arrogancia política que, de malinterpretar el contexto del momento presente, puede ser más que contraproducente. Tercero: tres datos han podido obnubilar a algunos asesores políticos israelíes: la falta de popularidad de Obama en Israel (entre un 2 y un 4%), la pérdida de respaldo del presidente americano en la propia América y la falta de credibilidad del mismo en materia de política exterior. Obama puede haber sido como alguien en retroceso y agobiado por múltiples problemas y, por tanto, débil.
La mala evaluación de la situación de Obama puede estar en la base del rifirrafe que han tenido Jerusalén y Washington a propósito de la autorización israelí a la construcción de inmuebles en un barrio de Jerusalén Este, anunciada mientras el vicepresidente americano visitaba Israel. Aunque Biden aceptó inicialmente las disculpas del propio Netanyahu, este incidente ha sido explotado por la Casa Blanca en su provecho: ha rechazado las excusas israelíes y exigido a Netanyahu la paralización de unas obras que no han comenzado (ni se espera que empiecen en meses). En lugar de haber pasado página, Obama ha vuelto a poner a Israel en el punto de mira.
¿Qué tiene de peligroso este estado de cosas? Pues, para empezar, que la Casa Blanca siga pensando que tiene agarrado a Netanyahu por los… ayatolás, y que Jerusalén empiece a creer en serio que nada bueno cabe esperar de la América de Obama y que está más sola que nunca. Lo peor de todo es que, de seguir Obama en sus trece, quien de verdad creerá que Israel está solo y aislado será el Terror, las fuerzas del Mal que saturan la región: Irán, Hizbolá, Hamás…
La mejor forma de evitar un nuevo conflicto en la región no pasa por mermar la credibilidad y el margen de maniobra del Gobierno de Israel, sino por reforzar su capacidad de disuasión. Pero esto es algo que Barack Obama no parece dispuesto a hacer. Que sea más o menos evidente dependerá de la habilidad de las partes para el disimulo. Y por ahora es bastante escasa…
Libertad Digital
Reenvia: www.porisrael.org
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