«…ya que el hombre es como el árbol del campo…» (Dvarim; 20-19)
Cuenta el Midrash que Dios plantó un árbol para que todos los hombres de la tierra se junten bajo su sombra. Era allí donde la gente debía encontrar su lugar de consuelo, su sabiduría y su seguridad.
Las raíces del árbol se extendían y penetraban en la Madre Tierra; sus ramas se alzaban como manos que enviaban plegarias al cielo. Su frutos eran esas cosas buenas que el Creador había otorgado a su pueblo: el amor, la responsabilidad, el interés por el prójimo, la generosidad, la paciencia, la sabiduría, la equidad, el coraje, la justicia, el respeto, la humildad, la fé y todos los demás dones valiosos.
Nuestros sabios antepasados nos fueron enseñando que la vida del árbol era la vida del pueblo. Si éste se apartaba mucho de la seguridad del mismo, si olvidaba comer de sus frutos, o si se volvía contra él y trataba de destruirlo, un profundo sentimiento, mezcla de tristeza, congoja y soledad, se apoderaba de la gente.
Muchos se afligían. El pueblo, casi en su totalidad, perdía su poder de accionar, dejaba de soñar y de anhelar; empezaba a discutir por trivialidades, ya no quería, ni podía, decir la verdad, ni ser honestos los unos con los otros.
Se olvidaba de como vivir mejor en su propia tierra. Su vida se llenaba de ira; poco a poco, se envenenaba a sí mismo y a todo lo que lo rodeaba.
Mucho tiempo antes de nuestras triunfadoras conquistas, del individualismo pleno y de la apatía hacia el prójimo, mucho antes que nuestros actuales falsos mesías destruyan sistemáticamente olivares ajenos – a pesar que la Halajá lo prohiba estrictamente -, aquellos sabios, que nos precedieron, advirtieron seriamente que esto, alguna vez, podría suceder. Pero también nos enseñaron que si regresáramos a la cordura, el árbol no moriría jamás. Y mientras viviera el árbol viviría el pueblo.
Dijeron que llegaría el día en que el pueblo despertaría de nuevo, como de un largo y desagradable sueño producido por algunas de las drogas más temibles: la injusticia, el desprecio al prójimo, la corrupción y la indiferencia. Sólo entonces empezaría nuevamente a buscar al árbol. Al principio su búsqueda sería temerosa, dubitativa, cautelosa, pero, poco a poco, entendería cuán importante es su misión.
El lugar del árbol y sus frutos se han cuidado y preservado con esmero en las mentes y los corazones sabios de nuestros profetas; sus mensajes continuarán guiando a cualquiera que busque, honesta y sinceramente, el camino que conduce a su sombra protectora y a los frutos de la tolerancia y la cordura.
Cortesia de Semanario Hebreo.
Reenvia: www.porisrael.org
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