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| domingo diciembre 22, 2024

Entre Mubarak y la pared


Pilar Rahola

  

dictators-profile-hosni-mubarakAcabada la era Mubarak ¿lo cual resulta, hoy por hoy, indiscutible ¿Con quién hay que hablar para liderar la transición democrática? Nadie sabe quién es el interlocutor de la oposición | Si el movimiento de los Hermanos Musulmanes no fuera una de las organizaciones radicales islamistas más importantes del mundo, el problema de Egipto sería de solución más rápida y menos incierta

 

La vanguardia

06/02/2011

 

El taxista lleva chaqueta de piel y gafas estilo’ CSI Miami’. La música rock que rebota en las paredes del torturado coche acompaña sus intentos de perpetrar un idioma parecido al inglés. Parece un joven de su tiempo, moderno, occidental, probablemente twittero, ¿anti- Mubarak? Pero salta la sorpresa. «Mubarak nos da estabilidad. Venían turistas, había dinero y ahora… ¿Qué pasará? Sin Mubarak, ¿Quién gobernará Egipto? Vendrán los religiosos…».

Cerca pasa un coche repleto de sacerdotes coptos. Largas barbas, túnicas negras… Señala el coche: «Sin Mubarak, estos lo pasarán mal». Me suena esta partitura amenazadora. ¿No era esto lo que decían los franquistas al final del franquismo? El miedo al vacío de poder, la estabilidad como excusa para la tiranía, la incertidumbre… Pero cometo mi primer error: ponerme gafas occidentales para entender la realidad de esta gran y compleja nación árabe. No sirve la memoria de mi propia historia, no sirve el lenguaje de otros mundos, no sirven las certezas. A lo largo de la autopista que intenta llegar al epicentro de la revuelta, justo donde está el Ramses Hilton, convertido en foco de la mirada del mundo –no en vano en él se concentran los periodistas–, los controles se suceden con más caos que sentido del orden. Aparecen los primeros coches blandiendo la foto del viejo presidente. Pero ¿Egipto no había salido a la calle a derrocarlo?

Hoy es el primer día de «los otros», y el blanco y negro de las crónicas periodísticas se vuelve un galimatías cromático. «Los ha enviado el Gobierno», gritarán más tarde los resistentes de la plaza Tahrir, cuando empiecen los violentos choques que dejarán centenares de heridos y algunos muertos. Después de un lento, inacabable transitar, el taxi queda bloqueado en medio de la nada, rodeado de decenas de otros coches abandonados de cualquier manera. El paisaje parece la escena de una película apocalíptica de bajo presupuesto.

Reacción rápida. «Págueme». Y con los dólares en el bolsillo, el joven coge la maleta, me agarra del brazo y empieza a correr, saltar obstáculos, gritar «viva Mubarak» como un poseso y sonreír como sólo sabe sonreír un joven árabe, con la boca abierta hasta los ojos.

Cruzamos camellos que se manifiestan, caballos que se abren paso como si fuera alguna batalla de Lawrence de Arabia y en todas las esquinas de la mirada las manos agarran palos, piedras, cuchillos y… las mismas banderas de Egipto que blanden al otro lado de la plaza.

La multitud grita consignas a favor de Mubarak y reniega de los periodistas. Aún no ha empezado la caza del informador, pero no tardará mucho. Horas después, el asedio a la información será uno de los titulares del mundo: periodistas agredidos, pateados, hostigados, desaparecidos durante horas, incluso tiroteados… El régimen no quiere miradas ajenas y hace notar su pesado, espeso aliento. Incluso el Ramses sufrirá un intento de asalto, parado in extremis por los tiros al aire del ejército o… por la negociación con los servicios de inteligencia de la gente del hotel, que pacta la seguridad de los periodistas a cambio de bloquear completamente su actividad informativa. Pronto el hotel será un búnker donde entrar o salir será una opción de riesgo. Pero aún no. Y así, agarrada del brazo de un taxista que escucha rock, entre miradas desafiantes y gritos de exaltación de Mubarak, y con el eco del otro lado de la plaza gritando contra el dictador, la llegada al hotel se convierte en la foto personal de la primera pieza del intrincado rompecabezas de Egipto, cuyo momento histórico puede cambiar la faz de toda la región. ¿Qué está ocurriendo? Las primeras respuestas se amontonan en el armario de la simpleza: una dictadura malvada tambaleándose a un lado de la plaza, y un pueblo oprimido gritando libertad, al otro lado. Los malos y los buenos. Los opresores y los libertadores.

Dictadura o democracia. Ellos o los nuestros… Así rezan los corolarios de muchos corresponsales, cuya voz ha tomado partido sin complejos. Otros miran con más frialdad la situación, buscando esa quimera del equilibrio entre la profesión y las emociones. Los hay que se mantienen como periodistas, profesionales, serios, quizás algo cínicos. Los hay que ya se han convertido en manifestantes. No es fácil la distancia. Y sin embargo, o se distancian las emociones o el foco pequeño impedirá entender la complejidad del foco grande, ese que va más allá de la fuerza emotiva de la plaza Tahrir.

Algunas certitudes. Es cierto que este movimiento anti-Mubarak ha nacido al albur de los sectores más jóvenes de la sociedad egipcia, el llamado Movimiento 6 de Abril, cuyas primeras protestas se gestaron en el 2008, a tenor de las muchas huelgas generales que se han ido sucediendo en el país. De hecho, la decidida huelga de las mujeres de una fábrica de Mahalla el Kubra –donde están las grandes fábricas textiles de Egipto–, cuya repercusión marcó un punto de inflexión insólito, sería el inicio de un incipiente movimiento de protesta vinculado a la crisis económica, sin ideología definida pero con reivindicaciones propias de una oposición democrática. Más allá del partido democrático Kefaya (Basta en árabe) prácticamente no existía oposición al régimen que no fuera la islamista, y fue este movimiento nacido en Facebook, casi espontáneo y sin líder aparente –aunque jóvenes como el fundador del grupo, Ahmed Maher, o Ahmed Sala o Asma Mahfuz han actuado como catalizadores–, el que encendió una mecha que prendió con una extraordinaria fuerza.

Durante meses fueron el centro de apasionados debates sobre el futuro de Egipto, donde participaban miles de amigos del grupo. Cuando estalló la calle en Túnez, el debate de los jóvenes egipcios se convirtió en una revuelta y de Internet pasó a la calle, donde se transmutó en una auténtica marea de miles de personas. Alguien la llamaría la Facebook Revolution o incluso la Twitter Diplomacy.

Asma Mahfuz, cuya apasionada alocución en YouTube recorrió las venas de Egipto, lo explicaba así en el International Herald Tribune: «Sentí que hacer este vídeo podía ser un paso demasiado grande para mí, pero entonces pensé: ¿durante cuánto más tiempo voy a seguir con dudas y miedos? Tenía que hacer algo». No podía continuar dudando, paralizada por el miedo… Y lo hicieron. Y no hay ninguna duda de que estos jóvenes forman una parte esencial de las revueltas que han puesto en jaque una dictadura de décadas. Son una brillante porción del alma de la plaza Tahrir, cuya capacidad para hacer reaccionar a otros sectores, como intelectuales, universitarios, clases medias…, ha sido clave para la revuelta.

Sin embargo, ¿son algo más? Porque si bien Facebook se pudo convertir en el eco de un grito colectivo, también es evidente que los cambios históricos necesitan líderes que los galvanicen, y es el vacío de liderazgo de una oposición sólida lo que marca la primera gran incertidumbre de esta revuelta. La otra gran incertidumbre es quién y para qué se está aprovechando el grito de los jóvenes…

Pero siguiendo el orden de las certezas, la segunda es una obviedad aplastante: el régimen es, sin paliativos, una dictadura a la vieja usanza. Corrupta, violenta, indiscriminada y aparentemente fuerte, no en vano ha sido durante décadas el aliado de Occidente.

Parafraseando la cita histórica, Hosni Mubarak «era un h. de p., pero era nuestro h. de p.». Lo cual no niega algunas cuestiones de amplio calado: la efervescencia de una intelectualidad crítica con los movimientos islamistas radicales, imposible de existir en dictaduras de otro formato; la paz estable con Israel, cuestión esta de enorme importancia para la estabilidad global de la región; el papel de mediador en algunos conflictos relevantes, no olvidemos que Egipto es la base permanente de la oficina central de la Liga Árabe; y finalmente, la solidez de una amplia clase media cuyo dinamismo cultural y económico floreció a tenor del corte occidental de esta dictadura. Dicho en plata, de la misma manera que el sha de Persia era un dictador, pero dio oxígeno a la modernización del país, Mubarak hizo lo propio. A costa, por supuesto, de un recorte drástico de derechos humanos. Pero ambos modernizaron a sus sociedades, como así hicieron la mayoría de los grandes líderes nacionalistas panarabistas, todos ellos dictadores. No así, como es evidente, el otro modelo de dictadura de la zona, la de corte teocrático. ¿Qué es mejor, pues, la dictadura del sha o la de los ayatolás? La respuesta es evidente para cualquier demócrata: ninguna de ellas.

Pero en esa zona del mundo, esa respuesta obvia no lo ha sido tanto durante décadas. Porque incluso entre dictaduras, unas aprietan y las otras ahogan definitivamente. A pesar, pues, de que esté de moda considerar perverso y nefasto el apoyo que ha dado Occidente a un dictador como Mubarak, la historia no permite tanta contundencia crítica. Como aseguraba Tomás Alcoverro –que algo sabe de estos lares–, Mubarak ha sido muy importante para el avance de la modernidad, los derechos femeninos, la masa crítica y las clases medias. Y su freno a los movimientos integristas islámicos, así como su relación estable con Israel y la garantía de seguridad del paso estratégico del canal de Suez, no pueden ser leídos de otra manera que como una positiva aportación a la historia de Oriente Medio.

El senador demócrata John Kerry, en un artículo reciente, lo definía así: «A great nationalist that had contributed significantly to Middle East peace» (un gran nacionalista que ha contribuido de forma significativa a la paz de Oriente Medio)… A pesar de todo lo dicho, las dictaduras agotan su tiempo a medida que ahogan a sus sociedades, y el tiempo de Mubarak parece definitivamente finiquitado. Desde una perspectiva democrática, eso parece también una gran noticia.

A partir de aquí, las incertidumbres. La primera es que nadie sabe quién es el interlocutor de la oposición. Es decir, acabada la era Mubarak –lo cual resulta, hoy por hoy, indiscutible–, ¿con quién hay que hablar para liderar la transición democrática? En el lado gubernamental no hay duda: Omar Suleiman es el hombre fuerte de Egipto, aunque la propia Hillary Clinton confirmó ayer mismo el intento de atentado que sufrió hace pocos días. También es relevante el consejo de sabios que formaron algunas personalidades egipcias nada más empezar las revueltas, entre ellos el millonario cristiano Naguib Sawiris o el conocido analista Salama Ahmed Salama. En medio de todos ellos, aflora el nombre del actual secretario de la Liga Árabe, Amr Mussa, cuya popularidad podría situarlo en línea de salida. Pero instalado en tierra de nadie, ni oficialidad ni oposición avalan esta opción. El peso de la carga, sin embargo, está al otro lado de la mesa, la oposición, una amalgama de nombres y gentes cuya única convergencia es el odio a Mubarak. A partir de aquí, ni se parecen en nada ni quieren lo mismo ni son lo mismo. Más allá de Mohamed el Baradei, cuyo impostado ruido tiene más eco en la prensa extranjera que en la calle egipcia, el frente opositor ni es un frente ni está unido.

Nada parecido a la memoria histórica de nuestra dictadura y a la suma opositora que lideró la transición. Es cierto que procesos como el español también fueron enormemente complejos, pero Egipto añade un elemento fundamental que puede patear el tablero: el gran movimiento del fundamentalismo islámico.

La única oposición estructurada, sólidamente asentada en amplias capas sociales, con líderes visibles y carismáticos y con una capacidad operativa internacional, es justamente la oposición que nadie quiere ver, que casi nadie nombra, pero que prácticamente todos temen. «Los religiosos», según expresión del taxista del rock. Es decir, el movimiento de los Hermanos Musulmanes de Egipto. Si este importante fenómeno no tuviera miles de militantes, no fuera –desde su creación en 1928 por Hasan al Banna– una de las organizaciones radicales islamistas más importantes del mundo, no hubiera inspirado a grupos yihadistas de todo el planeta y no tuviera el cuerpo teórico tan sólido que tiene, a la par que una enorme influencia en sectores intelectuales, el problema de Egipto sería de solución más rápida y menos incierta.

Es verdad que hasta ahora han mostrado un perfil bajo en las manifestaciones, no en vano tienen un fino olfato para la estrategia y saben que su derivada islamista es la fuente de mayor preocupación en el mundo occidental. Pero algunas cosas son irrefutables: son un movimiento radical, cuya aspiración es un Estado teocrático con la Sharia como única ley fundamental; son profusamente antioccidentales, hasta el punto de que su principal líder intelectual, Sayid Qutb –fuente de inspiración de la mayoría de líderes terroristas, entre ellos el propio Osama Bin Laden–, basó en el odio a Occidente la base doctrinal de su famoso libro Milestones; son furibundamente antisemitas y bélicamente antiisraelíes, tanto, que incluso ahora que optan por la prudencia, no han podido evitar ser claros en esta materia. A preguntas de la CNN, el portavoz de los Hermanos, Mohamed Morsey, lo expresó con alarmante claridad hace pocos días: «No mantendremos la paz con Israel». No hay que olvidar que los Hermanos Musulmanes fundaron la organización Hamas. Y más allá del alborozo que pueden tener algunos irresponsables de la progresía más lunática que pulula por las esquinas del antiisraelismo militante, lo cierto es que cualquier persona sensata, a lado y lado del espectro ideológico, debe preocuparse por esta eventualidad.

  

La paz con Egipto ha sido, hasta ahora, uno de los pocos pilares que permitían el optimismo en la zona. Sin esa paz y sin esa seguridad, la región se puede calentar hasta extremos impensables. Y si algo es fundacional en el cuerpo teórico de los Hermanos, es su deseo de destruir al Estado de Israel. No es de extrañar que ello preocupe, no sólo a los directamente afectados, tanto israelíes, como palestinos democráticos, sino que preocupa a todo Occidente. Y más allá de esta cuestión caliente, los Hermanos son especialmente belicosos en tres pilares de los derechos humanos: los derechos de la mujer, los derechos de las minorías religiosas y los derechos de la libertad de expresión.

En los tres casos, son enemigos acérrimos, cuya ofensiva ha puesto en la diana y ha obligado a expulsar del país a intelectuales de renombre, líderes feministas y directores de cine. Especialmente conocido es el caso del gran intelectual Mohamed Arkoun, que luchó por conciliar Corán y modernidad y tuvo que exiliarse; o del escritor y premio Nobel Mahmud Mahfuz, que, señalado por los Hermanos, sufrió un atentado que lo dejó sin poder escribir al final de sus días; o el conocido caso del gran estudioso del Corán Nasr Hamid Abu Zayd, acusado de apóstata por intentar una lectura moderna del libro sagrado. Los Hermanos pedían su pena de muerte. Convertido en apóstata, lo obligaron a divorciarse de su mujer, y tuvieron que huir los dos a Holanda, donde él murió hace pocos meses. O del director de cine Yusef Chahine, también perseguido…

 

El historial de asedio a las libertades de pensamiento y acción de los Hermanos conforma su propia historia, y aunque han sido tradicionalmente perseguidos, también son, a la vez, los más furibundos perseguidores de la libertad. Mostrarlos ahora como islamistas moderados sólo puede representar dos cosas: o una supina ignorancia o una supina ingenuidad.

Por cierto, uno de los grandes gurús intelectuales de los Hermanos es Yusuf al Qaradawi, cuyo programa La Sharia y la vida de Al Yazira ven unos 40 millones de personas. Es el líder espiritual de la Fundación Qatar del Barça y el hombre que ha impuesto como hecho irrefutable que el Corán ama y desea la inmolación de los jóvenes contra los enemigos del islam. Es decir, ha bendecido los actos de suicidio terrorista. Sus debates al respecto con el rector de la Universidad Al Azar de El Cairo fueron emblemáticos.

Y con todo ello, Al Yazira, tan importante como los jóvenes de Facebook para el éxito de la revuelta. A pesar de parecer una televisión moderna, a pie de calle y a micrófono de lucha, lo cierto es que Al Yazira hace tiempo que alimenta la oposición islamista en todos los países donde hay revueltas. Así lo hizo en Líbano, jugando abiertamente a favor de Hizballah y contra las gentes de Hariri; así lo ha hecho con los documentos contra Mahmud Abas y la Autoridad Nacional Palestina, que sólo han beneficiado a Hamas, y así lo hace también en Egipto. Por supuesto, su pasión contra las dictaduras pro occidentales nunca ha venido pareja de la más mínima crítica a dictaduras teocráticas como la propia que le paga. Sus intereses son evidentes, pero su fuerza mediática es inmensa. Y no parece que juegue a favor de la democracia en ninguno de estos países.

Todo esto hierve en Egipto. Y sobre estos renglones torcidos, Egipto debe escribir su nuevo capítulo de la historia. No lo tiene nada fácil. Porque no se trata sólo de derrocar a un viejo dictador. Se trata, también, de impedir el vacío de poder –por eso las prisas norteamericanas no son nada buenas–, de neutralizar cualquier intento de mantener la vieja dictadura y, sobre todo, de impedir una dictadura peor. Por todo ello, hay que mirar a la plaza Tahrir para ver cómo vibra su alma joven. Pero hay que ampliar el foco para saber cómo crece el huevo de la serpiente. Todo lo que ocurra en Egipto cambiará el mapa de la región. Y si cambia para mal, los peores augurios son posibles. «Venceremos», me dice un joven que pasa cerca.

Lo miro largamente. ¿Quién vencerá, los demócratas, el régimen, los islamistas? La respuesta a esa pregunta es la madre de todas las respuestas.

Difusion: www.porisrael.org

 
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