Mario Satz
Habrá quien se alegre por la captura de Hakim y Amjad, los jóvenes asesinos de la familia de Itamar; habrá quien piense que sólo el ojo por ojo y el diente por diente calmarán nuestra sed de justicia y habrá, también, quien celebre la eficacia de la policía israelí.
Todos tendrán sus razones y casi nadie sentirá compasión por la juventud de los culpables y preocupación por su siniestro ejemplo. El síntoma es inequívoco: si no tienes trabajo, ni futuro, ni incentivos, lo único que te queda a mano es asesinar a los supuestos culpables de tu desgracia. Sin embargo, esos jóvenes todavía no son famélicos, irradian una salud hecha a base de humus y de buenas olivas; podrían haberse esforzado por sacar a los suyos de la miseria con ideas mejores que el crimen. ¡Hay tantos ejemplos de ello en el mundo! Individuales y colectivos. Todas las postguerras nos enseñan que la queja y la protesta son inferiores al trabajo y la creatividad, todas las minorías que intentan sobrevivir se esmeran al máximo por optimizar el menor de sus dones. Todos los pueblos en desgracia tienen arranques de heroísmo, excepto el palestino, cuya voluntad de muerte es superior a su interés por la vida.
El asesinato en Gaza de un cooperante italiano comprometido con la causa palestina forma parte del mismo ritual suicida. Tanto desatino y tanta frustración lo llevan a uno a morder la mano que le da de comer; tanta furia empuja a los jóvenes a soluciones cada vez más drásticas e inútiles. Por mi parte me satisface a medias que hayan atrapado a los asesinos de la familia Fogel; no siento orgullo ni sorpresa de ninguna clase por el hecho de que los criminales no superen los veinte años. Constato que los niveles de barbarie crecen día a día, hora a hora, y que si israelíes y palestinos antes eran sordos y mudos a sus respectivos problemas de comunicación, ahora se están volviendo ciegos. A medida que crece la tragedia decrece la edad de sus protagonistas, con la salvedad de que la mayoría de los israelíes de esas edades no sueñan con asesinar a otros sino con viajar, salir por un tiempo de la olla a presión que es su país. Pobres o ricos sueñan con un mundo más vasto, sienten curiosidad por el otro, e incluso, y como se sabe, ¡deseos de ayudar a sus desafortunados vecinos! Los pobres chicos palestinos no tienen otra cosa que hacer que pensar en perforar túneles, hacer cinturones de explosivos para niños o vomitar diatribas. Alimentados con el dinero de la caridad occidental o saudí, cuando no fuman su narguile están conspirando, repartiéndose botines mentales, raramente pensando en las causas que los condujeron al deplorable estado en el que se hallan y en la falsa hermandad árabe que una y otra vez los azuza y empuja a la destrucción.
A pesar de lo que creían los antiguos fariseos y luego los cristianos, los muertos no resucitan. Encarcelar a los jóvenes criminales no mejorará la situación ni calmará la tormenta de odios desatados. Unicamente la educación, donde la haya, vence el miedo y nos permite ser generosos tanto con lo que sabemos tanto como con lo que aún ignoramos, ya que nos hace verlo como una zona a descifrar y comprender. Otros Fogel vendrán a llenar el doloroso hueco dejado por los ausentes, el imperativo de crecer y multiplicarse sanará las heridas de Israel. Pero las heridas palestinas ¿quiénes sino ellos mismos las pueden curar, quiénes sino sus jóvenes pueden aprender a evitarlas? Ojalá la poca piedad que les queda les alcance para ver más allá de la punta de sus narices.
Lo que yo siento es una profunda tristeza ante tanta ignorancia, causante de todos los males de la Humanidad. El que hace daño a otro tiene que pagar su culpa, tienen que saber que todo lo que hacen en esta vida tendrá consecuencia, pero mucho más estricta sería con aquellos que instilan el odio en sus corazones, sembrando la división y el rencor hacia los que no son como ellos. Estos,tanto en Palestina como Chavez en Venezuela, merecen el máximo castigo que la ley humana permita.