Mario Satz
Durante siglos los judíos hemos sido, y en cierto sentido aún lo somos, el pueblo de la esperanza. De ahí que no sea casual que el Hatikva , el himno nacional de Israel, hable de ella con cierta melancolía. Nuestra esperanza está en el volver, en el reunirnos, en el juntar fuerzas y corazones para restañar tantas y tan viejas heridas. Hubo una época en la que nos importaba mucho ser queridos y aceptados, buscábamos la aprobación del otro, cuya hospitalidad cristiana o islámica no era siempre segura.
Hoy, habida cuenta la poca memoria que muestra el mundo y el lavado de manos de Occidente, que está más cerca de Pilatos de lo que nunca estuvo de su Cristo, francamente importa poco que nos quieran o no. Desafortunadamente siempre encontrarán mala nuestra buena letra. Nuestros abuelos tenían la esperanza de ser superados por sus hijos insuflándoles la pasión por el estudio y la inquebrantable voluntad de mejorar, y nosotros deseamos lo mismo de nuestros: que estén preparados para sobrevivir del mejor modo posible. Que sean competentes sin dejar de ser solidarios, valientes sin dejar de ser justos, gentes de esperanza y no desconsuelo.
En cuanto a la esperanza árabe, excepto la de los pobres palestinos refugiados que desean volver a sus hogares tras constatar que la hospitalidad árabe es inexistente y la voluntad de asimilarlos al país en el que han hallado asilo nula, los demás, ya sean sirios, iraquíes, egipcios, para no hablar de los países del golfo, es que el otro se vaya, que ni siquiera un copto, ¡en una zona en la que abundan!, pueda ocupar un puesto oficial. Mientras la esperanza judía alude a una incorporación, la árabe es la de un rechazo, una expulsión, un descolgarse de todo lo que huela a occidental y judeocristiano. Son pocos los occidentales que creen que los millones de musulmanes que habitan en Europa constituyen la avanzadilla de una colonización subcutánea, en cambio cualquier empresa europea en Argelia, Túnez o Marruecos, que da de comer a cientos o tal vez a miles de personas, siempre es vista como una fuerza colonial, una punta de lanza dominante. Por eso esperan, los musulmanes, que algún día se vayan los francos de sus tierras. Por irse hasta deben irse los españoles de Granada y de toda Andalucía. En el fondo sueñan con una hegemonía islámica total ya que el otro, cristiano o judío, deber ser sometido o eliminado.
Esas esperanzas no son iguales, no las alimenta el mismo fuego ni las permea la misma determinación. Una, la judía, dígase lo que se diga, no es racista-en Israel hay hebreos de todos los colores que imaginarse puedan-; piensa en su bien y en el de la Humanidad entera, la otra, árabe, no quiere otra cosa que conservar una identidad decimonónica en la que tienen bastante con pertenecer a la Umma, defender velos y burkas donde sea necesario y no aflojar de ningún modo el nudo corredizo que pende del cuello de las mujeres. La esperanza judía quiere su lugar en el mundo, la esperanza árabe, sufragada por el dinero saudí, el mundo entero antes de que se lo coman los chinos. La esperanza judía sabe que un minuto sin ella nos devuelve a la posición de las víctimas, la esperanza árabe cree que si los demás no existieran habría pan para todos los suyos. De todo lo escrito para ese enorme profeta del siglo XX que fue Franz Kafka, hay una sola cosa con la que no comulgo: dijo que hay ´´mucha, muchísima esperanza, pero no para nosotros.´´ Por el contrario, a mi me basta con saber que Israel vende semillas mejoradas de muchos productos agrícolas para sentir correr por mi sangre el orgullo de haber llegado al día de hoy, ad ha-iom hazé. La frente alta, el corazón rebosante de mañanas.
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