Gabriel Albiac
Gentiuno.com
20.04.2011
Me aburren los políticos. Por su ignorancia, mayormente. Ni se me pasaría por las meninges pedir que Blanco o Valenciano hayan leído a Carl Schmitt. Pero alguno de los infinitos asesores que viven al calor de la sopa boba bien hubiera podido justificar sueldo pasándoles un par de citas. Y ahorrándoles un ridículo.
Éstas, por ejemplo, de 1932, que abren —en la pluma de un sujeto tan odioso cuanto inteligente— la teoría política moderna:
—«La distinción específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo».
—«El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo».
—«Lo que es moralmente malo, estéticamente feo o económicamente perjudicial no tiene por qué ser también necesariamente hostil».
—«El Estado es la unidad política organizada que decide por sí misma como un todo sobre amigo y enemigo».
Nadie que hable de teoría política en un medio académico entiende por «amigo» o «enemigo» otra cosa que eso que modeliza Schmitt: el artificio funcional mediante cuyo uso puede un Estado dar solidez a la ficción de su identidad propia. Porque la identidad, sabemos desde Freud, sólo coagula allá donde se impone la creencia en la amenaza mortal de un común enemigo. Cuando la audiencia de la Universidad de Columbia escuchó a Aznar definir el inmediato pasado del Coronel Gadafi como el de «un amigo estrafalario», hubo necesariamente de tomarlo como una trivialidad. Es de suponer que todos se sabían de memoria lo que es canon desde El concepto de lo político. Hasta el alumno menos dotado de los allí presentes se sabe eso. Sólo requiere haber aprendido a leer. Nuestros dirigentes políticos no lo saben, precisamente por ello.
Menos educado —o menos pazguato— que Aznar, un político estadounidense acuñó esta pragmática versión de Schmitt para cierto asesino dictador bananero: «Sí, es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta». Donde el yanqui puso su deslenguado insulto, el de Valladolid coloca su cortés «amigo estrafalario». Los de Columbia debieron encontrar el eufemismo un poco rancio. Y eso es todo.
¿El fondo del asunto? Incuestionable. En términos nada más que descriptivos. Gadafi ha sido exactamente el mismo dictador, desde que llegó al poder en 1969 hasta hoy, miércoles 20 de abril de 2011. Dictador, pero no tonto. «Enemigo» de los Estados Unidos cuando había una URSS en cuya guerra fría blindar identidades. En excelente relación con socialistas menos agresivos: los de la Internacional Socialista, por ejemplo. Más tarde, caída ya la URSS y amenazado por el alza islamista, Gadafi se hizo «amigo» de los enemigos de sus enemigos de Al-Qaeda. La cosa funcionó. Sus occidentales amistades de estos últimos años le cortan la cabeza ahora. Confesemos que es bastante enigmático. Aún más que estrafalario.
Nadie entiende -dijo Aznar- lo que está pasando. Es trivial. Pero, para decirlo, se exige no ser del todo analfabeto.
Gabriel Albiac: Una inteligencia que sabe transmitir lo esencial con un gran poder de síntesis. Gracias.