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| viernes noviembre 22, 2024

Jerusalén – Estrellas muertas, paz y sacrificios


 

Alberto Mazor

art4453_1«¡Abraham, Abraham!… No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada, pues ya sé que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste a tu hijo, tu único hijo.» (Génesis 22, 11-12)
  

En 1967 unos astrónomos lograron descubrir que en el universo no sólo existen estrellas, sino también estrellas muertas; astros celestes que se formaron de la destrucción de ellos mismos. Según los eruditos, la muerte de una estrella se produce en el momento en que esta es vencida por su propio peso, cuando es absorbida dentro de sí misma y se transforma en un cuerpo pequeño muy concentrado que no puede soportar la presión de su masa.

 

En el mes de junio del mismo año que dicho fenómeno cósmico fue revelado, un reducido batallón de paracaidístas del Ejército de Israel, luego de librar un sangriento combate contra la legión jordana, se detuvo alrededor de una roca que asomaba en la cima del Monte del Templo de Jerusalén. A primera vista, parecería ser una roca como cualquier otra, grisácea, de piedra caliza, agrietada por las lluvias milenarias. Pero bien podría haber sido también algo parecido a una estrella muerta. Había algo en ella que trasmitía la sensación de que el mundo entero sería, de allí en adelante, absorbido por su propio peso.

 

Hace ya más de 44 años que estudio y enseño sobre Jerusalén. A pesar de sus murallas, de su diversidad demográfica, de sus lugares sagrados, de sus cúpulas, de sus monumentos, de sus casas de piedra y de su milenaria historia, sólo consigo relacionarla con el término «sacrificios»: desde la narrativa del patriarca Abraham conduciendo a su hijo Itzjak hacia el patíbulo en el Monte Moriá, pasando por aquellos que los hebreos efectuaban en el Monte del Templo para cumplir con los preceptos divinos, siguiendo por el salvajismo de los romanos, los bizantinos y los cruzados, y hasta los de las últimas décadas, en las cuales tanto israelíes como palestinos no conseguimos detener los interminables derramamientos de sangre que se efectuan en esta urbe unida-dividida.

 

Sacrificios, centurias enteras llenas de sacrificios.

 

Suspendida entre el cielo y la tierra, Jerusalén es, según los místicos, el reflejo de los designios de Dios, o la simple percepción de la condición humana. Una percepción que suele oscilar entre el ensueño y el apocalipsis. «Si de ti me olvidare, oh Jerusalén, que mi diestra pierda su destreza», reza un Salmo de la Biblia. Antes de dirigir su mirada hacia la Meca, los seguidores de Mahoma solían invocar en sus oraciones la urbe que albergaba la mezquita más lejana – Al Aksa. Cabe también recordar el significado profundo de la Vía Dolorosa, el Gólgota o el Santo Sepulcro para el conjunto de la cristiandad.

Pese a su condición de santuario de las tres grandes religiones monoteístas o, quizás, a raíz de ello, Jerusalén ha sido siempre objeto de discordia. Los teólogos hebreos alegan que la Ciudad Santa, viejo lugar de peregrinación, es la encarnación del misticismo y la fe judaicas. Por otra parte, los historiadores israelíes hacen especial hincapié en la presencia de los hijos de Abraham en la ciudadela desde hace más de tres mil años. Pero la historia de la multimilenaria urbe, capital de los jebuseos antes de la llegada de las tribus de Israel a la tierra de Canaán, se remonta a la noche de los tiempos. Recuerdan los arqueólogos que durante las excavaciones llevadas a cabo en el emplazamiento de la ciudad varias veces destruida por los invasores se encontraron huellas de 15 o 16 asentamientos superpuestos.

A 44 años de la Guerra de los Seis Días, lo cierto es que Jerusalén se ha convertido en el mayor escollo para la solución de los conflictos árabe-israelí e israelí-palestino. La ciudad tres veces santa siempre vuelve a caldear los ánimos en las diversas cumbres de paz, como si fuera un extraño e inoportuno ejercicio de estilo destinado a convertir a los políticos de turno, aparentemente desprestigiados, en momentáneos héroes de la convivencia pacífica. El problema es que a la hora de hallar una solución mutuamente aceptable, israelíes y palestinos tropiezan con viejas posturas maximalistas. De hecho, para ambas partes, la baraja de Jerusalén se sigue jugando a todo o nada. Los políticos israelíes no quieren renunciar a la definición de capital eterna e indivisible del Estado judío, impuesta por los anteriores gabinetes. A su vez, los palestinos, se niegan a ceder un milímetro de la soberanía del sector oriental de la ciudad, conquistado y anexado por Israel tras la guerra de 1967, alegando que Al Quds pertenece a la nación árabe en su conjunto y que, en este caso concreto, los palestinos – musulmanes y cristianos – deben tener libre acceso a los Santos Lugares del islam y la cristiandad. Y ni que hablar, claro está, de la potestad de dichos lugares, que todas las partes aspiran administrar de manera ecuánime, pese a las reticencias de las demás.

Lo que algunos politólogos no dudan en llamar la actual batalla por Jerusalén, empezó tras la promulgación por parte de la Knéset de la ley que contempla la anexión de facto de Jerusalén Este. En 1938, los habitantes judíos de Jerusalén parecían dispuestos a contentarse con la integración de sus barrios a un futuro Estado propio, dejando fuera de los confines de la entonces hipotética entidad nacional los asentamientos musulmanes y cristianos que se encontraban en la ciudadela y sus inmediaciones. De hecho, la presencia judía en Jerusalén, ininterrumpida durante los dos mil años de diáspora, aumentó considerablemente a mediados del siglo 19. Las primeras urbanizaciones, que contaron con el beneplácito de las autoridades otomanas, surgieron más allá de los confines municipales. La conquista de Jerusalén se convirtió en uno de los objetivos prioritarios de los estrategas del ejército israelí durante la Guerra de la Independencia. Sin embargo, la urbe que debía haber gozado de un estatuto de ciudad abierta, administrada por un organismo internacional, permaneció dividida hasta 1967, fecha en la cual las tropas israelíes lograron adueñarse del sector oriental.

En 1988, pocos meses después del inicio de la primera Intifada, Jerusalén Este contaba con 145.000 habitantes árabes palestinos y unos 140.000 pobladores judíos. A los inicios del tercer milenio, la población hebrea del antiguo casco urbano y los asentamientos adyacentes asciende a unas 420.000 personas. Obviamente, Israel aprovechó las últimas décadas para tratar de modificar el equilibrio demográfico, omitiendo las recomendaciones de la Conferencia de Madrid o los compromisos adquiridos durante las negociaciones de Oslo. 

La capitalidad de Jerusalén no ha sido reconocida por la comunidad internacional, que prefiere mantener las sedes de sus representaciones diplomáticas en Tel Aviv o Herzlía.

 

En 1993, tras la firma de la Declaración de Principios y de reconocimiento mutuo entre Israel y la OLP, se puso en marcha un mecanismo de asesoramiento destinado a hallar una respuesta a la cuestión de la doble capitalidad, planteada durante las consultas secretas llevadas a cabo en la capital noruega. Los negociadores distinguieron dos aspectos principales: el jurídico, relativo a la soberanía, y el administrativo, destinado a acabar con la discriminación de facto a la que están sometidos los habitantes palestinos de la ciudad, la cual se viene acentuando aún más cuando se construyó el muro de separación. De hecho, el desarrollo de los barrios árabes quedó frenado por numerosas ordenanzas municipales. Los palestinos no disponen aún de un sistema de alcantarillado moderno, no están habilitados a elaborar planes urbanísticos ni a introducir los servicios comunitarios indispensables. Para limitar la construcción de viviendas y, por consiguiente, el incremento demográfico del sector árabe, la municipalidad continua negándose a reclasificar las llamadas zonas verdes, supuestamente integradas por parques, que no dejan de ser meros descampados.

Entre las opciones relativas a la soberanía de Jerusalén, diseñadas por investigadores árabes y judíos tras la firma de la Declaración de Washington, figuran tres variantes que no implican la separación de la ciudad y que podrían contar con el visto bueno de Israel, la Autoridad Nacional Palestina y gran parte del mundo árabe. Se trata de la soberanía conjunta, que otorga a las dos partes derechos administrativos idénticos, la soberanía compartida, que contempla la creación de dos ayuntamientos encargados de la gestión municipal, y la soberanía única, que garantiza a ambas naciones la soberanía sobre el conjunto de la ciudad.

 

El gran problema es que todas las partes continuan apostando al todo o nada, y lo que se ha vislumbrado en en los últimos 44 años, es la inevitable visión apocalíptica de la codiciada Ciudad Santa.

 

A veces mi imaginación navega y me lleva a pensar que dentro de 2.000 años, un historiador se sentará en algún planeta lejano para escribir en su libro los capítulos jerosalimitanos que van desde Abraham hasta el último hombre occidental. Confundido, dudará en qué nombre otorgarle a dicha época tan larga y terca de la historia de la humanidad. Meditará unos instantes hasta que logre encontrar el ansiado título: «La época de la piedra y de las estrellas muertas».

Israel celebra 44 años de la reunificación de Jerusalén. La verdadera y ansiada paz sólo vendrá cuando todos, israelíes y palestinos, consigamos festejar juntos. Mientras no sea así, continuarán los milenarios sacrificios.

Difusion: www.porisrael.org

 
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