Marcelo Sneh
Porisrael.org
No me gusta tener que escribir regularmente (u obligadamente, si lo hiciese como trabajo) una vez por semana, o dos, o una vez por mes o lo que sea.
Reconozco que tal actitud me plantea un serio problema, aunque llegado el caso de tener que hacerlo lo haría, es más, lo hice varias veces con diversas suertes, pero mi musa inspiradora funciona mejor sin plazos fijos.
Y hoy, un hermosísimo sábado de julio, en este tórrido e increíblemente hermoso desierto del sur de Israel, estoy esperando a unos amigos que decidieron rescatarme de la madriguera cibernética en la que mi trabajo y mi vida me sumergen para que mis manos dejen de teclear febrilmente y se ocupen de menesteres un tanto más epicúreos, como ser armar un colchón de brasas y vigilar cómo unos buenos trozos de carne se transforman en una bendición para el paladar.
Y mientras espero… pienso. Y siento que hay algunos pensamientos que debería volcar al papel (también cibernético de un archivo de Word) porque me llevan a los años de mi lejana adolescencia, cuando en tertulias familiares mis padres se reunían con lo más conspicuo de las letras argentinas y judeo argentinas… y respecto de los primeros me estoy refiriendo a titanes como Ernesto Sábato o Marco Denevi, que en gloria estén, a los que solía escuchar embelesado, hechizado y totalmente preso de cada palabra que pronunciaban. Escasísimas veces me atrevía a hacer una pregunta, pero cuando lo hacía la respuesta era como si la Revelación misma se hubiese hecho presente en el living de ese generoso departamento, agobiado por los miles de libros (todos ellos leídos por mi padre, doy fe) que ocultaban todo intento de adivinar de qué color eran las paredes que se ocultaban tras los agobiados anaqueles.
Todavía conservo libros dedicados, una foto en la cual me veo boquiabierto y embobado mientras el Maestro Sábato me está dedicando un ejemplar de su «Romance de la muerte de Juan Lavalle» grabado en un disco long – playing, que junto con las cassettes de grabación era lo más sofisticado que por esos tiempos podía conseguirse. Pero más allá de las tecnologías, la tapa de ese disco se vio enriquecida por la dedicatoria del Maestro, un toque humorístico (se dibujó pelo sobre su ya por entonces avanzada calvicie, me sonrió y me dijo «así me veo mejor… que Falú se arregle con su pelada»).
Más allá de los recuerdos y aprovechando la ocasión para disculparme por haberme ido un poco por las ramas en las evocaciones, hay algo que una vez escuché del Maestro Sábato y que a propósito de ciertas reflexiones que asedian mi mente en este apacible sábado veraniego, fue su posición respecto de los judíos y de ciertas actitudes para con ellos de quienes no lo son. Dijo así: «me revientan y me repugnan quienes andan pregonando por el mundo el profundo amor que le tienen a los judíos, que los judíos son el pueblo elegido, que no hay nada mejor que el pueblo judío… ¡tonterías! El pueblo judío es un pueblo como cualquier otro, son seres humanos como todos nosotros, nada hace distinto a nadie por ser judío o cualquier otra cosa… me preocupa más alguien que anda pregonando por el mundo el inmenso amor que les tiene a los judíos o a Israel que quien se calla la boca y convive con ellos como simples seres humanos, con virtudes y defectos, sin endiosar ni tampoco anatemizar…» De repente el Maestro me miró y sonrió y mi mirada fue de su rostro hacia la mirada furibunda de mi padre quien me hizo un perentorio gesto que cerrara mi boca, desmesuradamente abierta por el asombro con que mi alma adolescente y ávida de saber había recibido tan valioso discurso.
Hasta aquí la anécdota y el recuerdo… pero las palabras del Maestro, que quedaron grabadas a fuego en mi mente, cobran inusitada actualidad en estos terribles tiempos de prueba para Israel y el pueblo judío, quienes para este humilde servidor de ustedes son una sola entidad. En estas terribles épocas, cuando los judíos están siendo atacados en diversos puntos de Europa o América al mejor estilo de los años 30, cuando muchos regímenes se proclaman simpatizantes con el pueblo judío pero prohíben que en las escuelas se mencione la Shoah para «no herir susceptibilidades», cuando muchos gobernantes se arrogan el derecho de «pedir disculpas» por lo que sus compatriotas hicieron durante la Shoah (todo sea por hacer buenos negocios), cuando muchos gobernantes, obligados por el protocolo, se sientan a charlar con gobernantes israelíes proclamando infinidad de declaraciones de amor al Pueblo del Libro, al Estado de Israel, al Pueblo Elegido (así después los eligen a ellos en las votaciones), cuando muchos progres (entre ellos muchos que casualmente pertenecen al Pueblo de Israel y/o por obra y gracia de la Ley del Retorno, también son ciudadanos israelíes, de facto o en potencia ) declaran su incondicional amor al pueblo palestino, su simpatía y empatía por esa gente, en vez de poner las cosas en su lugar y tomar conciencia que la paz es de los valientes, que la convivencia es muy difícil pero no imposible (qué le vamos a hacer, para eso se inventaron las fronteras… «nosotros allí… ellos aquí… ¡y Paz para Israel!»), me parece que llegó la hora de entender que a un pueblo no se lo quiere, se lo acepta… y lo mismo vale para un estado que existe, que ya es un hecho consumado y tangible, tan tangible como las piedras del Muro de los Lamentos o la puerta de entrada al Dizengoff Center. Me tienen podrido los que dicen que aman al pueblo judío pero le niegan su derecho a la autodeterminación, es decir, una forma elegante de negar el derecho a la existencia de Israel como estado judío. Esos, caro lector, son más peligrosos que los que directamente buscan nuestra destrucción animados por un fuego que se reavivó a principios del siglo pasado y que todavía sigue ardiendo en las almas de muchos de quienes nos rodean.
Y ojo, que no niego el derecho de los palestinos a tener un estado, pero como decía sabiamente el Dr. Misgav en un artículo que escribió hace poco y que tuve el altísimo honor de traducir, «no esperamos milenios para llegar hasta aquí… y fundar otro estado árabe»
No necesitamos que nos amen, necesitamos estar en paz para crecer y convivir.
Llevará tiempo… pero llegará.
Shabat Shalom.
Fuente y Difusion: www.porisrael.org
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