Daniel Fernandez Marco
ASEI
Parece que va en serio. Nadie le ha visto aún, su paradero sigue siendo desconocido. Pero el ruido es tan intenso que tiene que haber nueces en alguna parte. Gilad Shalit vuelve a casa, por fin. Y ello es motivo de regocijo ¡Qué duda cab!. Aunque tengamos que obligarnos a forzar una sonrisa, y hagamos esfuerzos para no manifestar el rictus de asco que todo lo que circunda al asunto nos provoca. Y aunque no sepamos gestionar completamente, el incómodo prurito de culpa por ser incapaces de obviarlo todo, salvo la liberación de un muchacho sometido a un inhumano martirio durante cinco años.
«El soldado israelí retenido»…de esta guisa solían referirse la mayoría de medios españoles a Gilad Shalit. «Retenido», como un coche en un atasco, o un paquete en la aduana. «Soldado israelí». Técnicamente, los términos son correctos. De hecho, más correctos que cuando se tilda a asesinos deshumanizados de «activistas», o a una banda de terroristas de «grupo político». Aún así, la definición no deja de rezumar un pestilente sesgo, y no está de más puntualizar. Una descripción como «El soldado israelí retenido» puede evocar a Rambo capturado por los vietnamitas, o a Chuck Norris en «Desaparecido en Combate III», pero en absoluto conseguirá transmitir la realidad fielmente.
Gilad Shalit era un soldado israelí, eso es cierto, pero también puramente circunstancial. En Israel, el concepto «soldado» es equívoco, y no siempre puede trocarse en los tópicos holywoodienses antes apuntados. Un soldado israelí, antes que soldado, suele ser un ama de casa, un estudiante de biología, un cirujano aficionado al aeromodelismo o un electricista que en sus ratos libres colecciona sellos. Gilad Shalit es ciudadano de un país en el que el servicio militar es una servicio obligatorio (cumplida casi siempre con orgullo e ilusión, pero servicio). Y más que obligatorio, dolorosamente necesario, en una nación de siete millones de habitantes, rodeada de cientos de millones de individuos determinados (en muchos casos) a borrarlos del mapa. Por esta razón, Gilad Shalit, como cualquier ciudadano israelí, hombre o mujer, tuvo que ser, durante un periodo de su vida, un soldado israelí.
Y Gilad Shalit, antes que soldado, era, cuando fue capturado, un muchacho de diecinueve años, enclenque (a juzgar por las fotos) y con gafas, al que le apasionaban las matemáticas. El típico empollón de la clase incapaz de matar a una mosca y siempre dispuesto a echar un cable al prójimo.
Y detrás de la «retención del soldado», lo que se esconde en realidad es una imperdonable tortura que ha robado los cinco años más importantes de la vida de un chico normal, marcándolo para siempre. Entre sus diecinueve y sus veinticuatro años, Gilad Shalit no se ha dedicado a disfrutar de las delicias del sexo opuesto (o propio, si esa es su preferencia; en Israel nadie le mirará diferente ni le colgará de una grúa por ello), no ha explorado el mundo y sus maravillas, no ha forjado amistades que le acompañarán toda la vida y que harían de su tránsito por la Tierra una experiencia más grata, no ha tenido oportunidad de acumular el bagaje y la sustancia que habrían de convertirlo en un miembro de provecho de la sociedad israelí (de esos que, año sí, año también, ganan un premio Nobel por haber legado a la humanidad algo que la enriquezca). La post-adolescencia de Gilad Shalit, en cambio, ha transcurrido…¿Dónde ha transcurrido?. Sólo sus captores lo saben; lo que es seguro es que, independientemente del lugar, no habrá disfrutado de un trato como el que se dispensa a esos presos palestinos encerrados en cárceles israelíes donde la Cruz Roja los asiste continuamente, y donde incluso se les proporciona la oportunidad de estudiar una carrera y adquirir los conocimientos necesarios para multiplicar sus deletéreas aptitudes.
En los cinco años de secuestro de Gilad Shalit, ni la Cruz Roja, ni ninguna otra organización internacional, de esas que se desviven por los presos palestinos y vociferan su inhumano trato, se ha preocupado por él. ¿La Convención de Ginebra, dices?. No me hagas reír.
En 2008, el ejército israelí se vio obligado a intervenir en Gaza, después de que la población a la que debían proteger recibiese más de doscientos proyectiles disparados desde la franja y sufriese casi una veintena de bajas. La operación concluyó sin que Shalit pudiese ser liberado, y ahora ha tocado negociar. En estos cinco años, multitud de bienintencionados han clamado por la liberación del muchacho secuestrado. Iniciativas loables, pero de efecto (y pido perdón a quien ofenda, pues reconozco insoportable el permanecer de brazos cruzados ante la injusticia) contraproducente. En consecuencia, lejos de establecerse un regateo de mercadillo árabe, se ha declarado una barra libre por parte de Israel, fruto de la cual, ¡¡¡mil veintisiete!!! presos palestinos serán liberados. Muchos de ellos han asesinado a gente inocente, destrozado familias irreparablemente, y causado más dolor del que es posible cuantificar. Y la mayoría volverá a tratar de engrosar su historial criminal: los números cantan, y una melodía escalofriante, además: el 60% de los presos liberados en anteriores canjes vuelve a cometer ataques terroristas, y se calcula en doscientos el número de israelíes asesinados en atentados cometidos por presos liberados. Hamas (que antes y durante el proceso, ha manifestado la importancia de secuestrar a más israelíes, y que, por supuesto, no ha cesado de lanzar proyectiles sobre Israel) está de celebración. No es para menos.
¿Es un trato justo? Me permitiréis que no me pronuncie. Parece mezquino planteárselo cuando está en juego la vida de un pobre chaval que no ha cometido falta alguna. Y para alimentar la ignominia, no puedo dejar de dolerme del complejo de culpa que el desproporcionado canje pueda acarrear al inocente liberado.
¿Es un trato justo? Me permitiréis que no me pronuncie, estoy demasiado concentrado en mi esfuerzo para no manifestar el rictus de asco que todo lo que circunda al asunto me provoca.
Daniel Fernández Marco
Gerente de ASEI
quizas no esta bien pero porque hay que devolver a esas porquerias vivas, y no aprender de esta escoria
que sientan en carne propia que les devuelvan cadaveres