En muchos países del mundo, no hace falta demasiado para matar a una mujer y que el asesinato lo ampare la legalidad. Basta con acusarla de deshonra.
Zainab Shafia , Sahar y Geeta asesinadas por sus padres por «honor».
Bárbara Ayuso
Libertaddigital.com
2012-01-31
Hamda Abu-Ghanem se fugó de Ramala con su amante, para evitar el matrimonio que había concertado su familia, y que la obligaría a casarse con un hombre 25 años mayor que ella. La joven Nadia, de Israel, apuntó el número de teléfono de un joven que su entorno familiar no conocía. Aisha Ibrahim Duhulow, fue violada brutalmente por tres hombres en Somalia, cuando tenía 13 años. Y sobrevivió. En India, Sunita se separó de su marido tras años de palizas y contrajo matrimonio con otro hombre. Hazifa se negó a casarse con el hermano mayor de su marido muerto. Derya recibió un mensaje de texto de un compañero de colegio, al suroeste de Anatolia, preguntándole por deberes. En Gaza, Asma se quedó embarazada de su padre, que llevaba años violándola.
Tras ello, todas estas mujeres compartieron destino común. Fueron quemadas vivas, apedreadas hasta la muerte, lapidadas, electrocutadas, estranguladas o tiroteadas. Por una sencilla y espeluznante razón: habían deshonrado a su familia.
Ellas son sólo un puñado de las miles de víctimas de los llamados «crímenes de honor», cometidos por sus familiares al considerar que habían mancillado el honor de la estirpe, por lo que debían pagar con su vida por la afrenta. Su sangre limpia el deshonor. La causas son variadas: adulterio, homosexualidad o, incluso, ser víctimas de una violación. Matar por honor es una práctica arraigada en multitud de sociedades del mundo, que incluso cuentan con un soporte legal que ampara estos asesinatos o reduce las penas a los ejecutores.
Naciones Unidas estima que más de 20.000 mujeres mueren al año víctimas de sus propias familias, aunque reconoce que se trata de un cálculo muy conservador y que el número es mucho mayor. Existe una enorme laguna de datos al respecto. La mayoría de estos crímenes jamás salen a la luz pública y quedan sepultados en la aceptación y el arraigo de las comunidades en que se cometen. Sepultados por la cotidianidad espeluznante del asunto doméstico de las familias, haciendo invisible por completo el fenómeno.
De tanto en tanto, cuando estos crímenes se cometen en sociedades occidentales, la opinión despierta a esta realidad. Esta misma semana, tres miembros de una misma familia -oriunda de Afganistán- han sido condenados a cadena perpetua en Canadá por uno de estos crímenes. El jurado consideró que Mohammad Sahfia, su esposa Tooba Mahommad Yahya y su hijo Hamed habían asesinado a las tres hijas de la pareja: Zainab Shafia (19 años), Sahar (17) y Geeta (15). También dieron muerte a Rona Amir, primera mujer de Mohammad, de quien se divorció porque no podía tener hijos. Todas ellas fueron introducidas en un coche y sumergidas en un canal.
Oriente Próximo, donde más se mata por honor
Geográficamente, los crímenes de honor están especialmente extendidos en África, Oriente Próximo y Asia. Aún así pocos rincones se libran de esta cruenta práctica, que con la emigración se ha extendido a países occidentales donde algunas comunidades continúan practicándola. Se han registrado este tipo de asesinatos en países de mayoría musulmana, en sectores anclados en el islam más radical, como Afganistán, Pakistán, Irán, Irak, Palestina, Turquía o Jordania, pero no son los únicos. También en las sociedades más tribales de países africanos como Congo o Uganda se perpetran impunemente estas atrocidades; o en la India y Bangladesh, donde más se violan los derechos humanos de las mujeres.
En la labor de denuncia de estos crímenes destaca especialmente el trabajo de la organización Stop Honour Killings, que dibuja diariamente el mapa de la vergüenza, registrando cada uno de estos crímenes, los nombres de las víctimas y los países de ejecución. Una auténtica taxonomía del horror, que quedó reflejada en el libro Asesinato en nombre de honor, escrito por la periodista Rana Husseini tras años en Jordania.
También ONG como Human Rights Watch o entidades como Unicef se ocupan de hacer públicas estas estadísticas, aunque formulan una advertencia: la denominación de «crímenes de honor» se reduce al entorno islámico, pero este tipo de asesinatos se perpetran en el resto del mundo bajo la clasificación de «crímenes pasionales». El problema es mucho más global. Bajo este prisma, Latinoamérica se sitúa como otro de los lugares más mortíferos para las mujeres, donde también son asesinadas por miembros masculinos de su familia por motivos similares; e igualmente se perciben como «excusables» o «comprensibles», según los datos de HRW. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos apoya esta tesis, asegurando que en países como Brasil estos asesinatos suponen un 3% de los crímenes contra las mujeres.
Asimismo, es conveniente señalar que estos crímenes por deshonra también acaban con la vida de algunos hombres, pero el matiz es diferente. En la mayor parte de los casos registrados el asesinato se produce de manera colateral: suelen ser los amantes de la mujer, a los que se asesina sin achacarles una «deshonra», dado que ellos no están limitados por las mismas obligaciones morales.
Asesinatos plenamente legales
Al margen de las clasificaciones, lo más desesperanzador de los crímenes de honor es el soporte legal con el que cuentan en algunos países islámicos. Por ejemplo, en Afganistán la legislación establece que «el que descubre a su esposa o a una de sus familiares cometiendo adulterio y la mata o hiere, queda exento de toda pena», del mismo modo que ocurre en Pakistán o Jordania, donde incluso se afirma que «el que descubre a su esposa o a alguna de sus familiares en una situación adúltera y mata o hiere a una de las dos personas o a las dos, gozará de una reducción de la pena». En Pakistán, además, los herederos de la mujer asesinada tienen la «facultad» de perdonar a quien haya perpetrado el crimen de honor, lo que deja al asesino libre de cargos.
Pero en países donde los Códigos Penales no amparan al asesino, la situación no es mucho más esperanzadora. Valga como ejemplo Turquía, el país garante del islam moderado, y en cuya legislación no se contemplan reducciones de condena o atenuantes para los crímenes de esta clase, al menos oficialmente. Incluso, el país se ha sumado al programa de Naciones Unidas para combatir la violencia contra la mujer. Pero los datos son claros: los crímenes por honor continúan produciéndose, y no como algo anecdótico o residual, sino que se entierra a más de 200 mujeres al año que habían deshonrado a su familia. Además, de manera extraoficial sí se atenúan las penas a los hombres que han asesinado, como ocurrió en 2001 cuando un Tribunal de Estambul redujo la sentencia de cadena perpetua a dos hermanos que habían tirado por el puente a su hermana, acusándola de ser una prostitua. Se estimó que el comportamiento de ella había «provocado» a ambos jóvenes.
Y es que, el principal problema para combatir esta lacra son las profundas raíces y la aceptación que tienen entre estas comunidades, lo cual se hace sentir especialmente cuando el crimen se produce en un país occidental. Las autoridades se enfrentan al hermetismo del entorno de la víctima, que acepta estos crímenes como legítimos, contribuyendo a esconderlos. Impera un férreo código de silencio. A las administraciones no les resulta sencillo encontrar testigos que declaren contra un miembro de su comunidad -que, a sus ojos, está impartiendo justicia- lo que imposibilita en demasiadas ocasiones que los responsables sean llevados ante los Tribunales.
Mientras Occidente sigue planteándose cómo afrontar esta infecta práctica en sus sociedades, miles de mujeres son asesinadas a manos de sus hermanos y padres. Enterradas, en el mejor de los casos, como traidoras y prostitutas. Estos crímenes masivos siguen engrosando la incómoda historia de los horrores actuales, enraizada en las tradiciones de la barbarie que no admiten la intervención de ninguna ley estatal. Y mucho menos del remordimiento.
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