Pepe Eliaschev
Perfil.com
04/02/12
Está lejos y en este momento hace frío. Hablan otra lengua, usan otro alfabeto. Leen y escriben de derecha a izquierda. Están en guerra, aunque no parezca. Son expeditivos a primera mirada y –si se quiere– hasta cortantes. Pero pueden ser inmensamente cálidos. Viven en medio de parajes recargados por milenios de significados cambiantes que sin embargo son reiterativos.
De regreso aquí tras una larga década, las transformaciones que percibo son clamorosas, pero la continuidad de muchos sentidos se resiste a ser quebrada. Vuelvo a Israel y hago esfuerzos por mirar sin demasiadas concesiones a los sentimientos. Pero, de nuevo, disciplino también mi autoimpuesta impavidez profesional para no aplastar enfermizamente mis emociones.
Desde mis primeras incursiones en aquel Israel soleado de 1985 hasta este 2011 cruzado por la amenaza real de un Irán nuclear y bélico, ha transcurrido un cuarto de siglo durante el cual esta nación geográficamente breve peleó guerras y sufrió, como no podría ser de otra manera, el impacto empobrecedor que provoca en toda sociedad el trepidante taladro de los tambores de guerra. En el poder, sólo queda de la generación fundadora el casi octogenario Shimon Peres, al que vi aquí, en la conferencia realizada en Herzlía sobre paz y seguridad en Israel, un acontecimiento impresionante que congrega centenares de estudiosos y tomadores de decisiones de todo el mundo. Podría ser desmentido si es que hubo algún connacional encubierto, ¡pero qué sensación agridulce patrullar tamaño evento como único argentino y latinoamericano en la muchedumbre!
Lo que sobrecoge de Israel es su inmensa y vigorosa vitalidad. Muchas hipótesis pueden avanzarse, en procura de entender sus colosales logros en ciencia, tecnología y calidad de vida con consignas simplistas (el vital apoyo norteamericano, el desplazamiento de las poblaciones árabes). Pero los estribillos no sirven para nada, las consignas sólo son un pasaporte a la esterilidad. Israel puede deberles mucho a diversos factores “exógenos”, pero sus logros excluyentemente propios son abrumadores. Llegué a la conclusión de que ni siquiera importan; antes bien, lo que me seduce sin eufemismos son las maneras, los modos; en resumen, la forma y la arquitectura con la que este pueblo vive su compleja, fornida y a menudo atormentada existencia.
En el Parlamento israelí (la Knésset), hay fascistas judíos y fundamentalistas islámicos. Comunistas árabes y trogloditas hebreos. País que vive en un contexto de inmensa diversidad de opiniones, hay ciertamente una derecha agresiva y odiosa; pero también baluartes de libre pensamiento e irreductibles trincheras de sensibilidad y sofisticación contemporánea. Cuando desembarco cada noche en mi habitación de hotel junto al Mediterráneo, exhausto tras una larguísima jornada, la televisión me ofrece le ametralladora visual de la región en la que se halla Israel, con su sucesión interminable de muertos, balas, represión, gritos y manifestaciones multitudinarias de gente airada y vociferante, frontalmente atacada por fuerzas represivas que disparan sin tartamudear. Es posible que la (audazmente bautizada) “Primavera árabe” genere algún día en el futuro una vida mejor para esas desgraciadas naciones plagadas por dictaduras y autoritarismos eternos, pero ésa es –apenas– una conjetura optimista.
¿Pobreza, exclusión, desigualdades en Israel? Claro, y mucho, qué duda cabe. Cuando el año pasado centenares de miles de personas ocuparon las calles de Tel Aviv para pedir justicia social, educación más accesible y vivienda, lo que el gobierno de Netanyahu (bien de derecha) hizo fue escuchar, prestar atención y preparar soluciones. Quienes gobiernan este país son hoy una coalición bastante desagradable de neoliberales ordinarios, nacionalistas densos y religiosos tradicionalistas, pero las masas se manifestaron en paz y se hicieron escuchar. Nadie las reprimió. Y los cambios se precipitarán, porque ésta es una democracia vibrante. No conozco otro país en el mundo donde haya más libertad de expresión y prensa que éste.
Los críticos judíos de Israel deploran (con razón) la inexistencia del matrimonio civil, pero en ningún país del mundo hay más igualdad de derechos para los homosexuales que en éste, incluidas las legendarias Fuerzas de Defensa de Israel (Tsáhal), donde nadie pregunta nada sobre lo que se hace en la cama, ni nadie debe contar lo que hace con su vida afectiva. En éste, como en otros sentidos, percibo en este Israel de 2012 una sociedad intensamente contemporánea, porque hasta la religiosidad intolerante de su influyente minoría ortodoxa es en todo el mundo un rasgo de los tiempos que vivimos. Pero, a diferencia de las monarquías, satrapías y teocracias prevalecientes en toda la región, Israel es un mosaico en todo sentido, un entretejido donde prevalecen la tolerancia y el debate, que es incendiario y muy obsesivo, lo admito, pero es un debate al fin.
Los periodistas queremos ver, no sólo que nos cuenten. El otro día conseguí que, en una especie de misión especial, me llevaran hasta la frontera con el Líbano, ocupada del lado árabe por Hizballah –así se escribe, no Hezbolá, porque quiere decir el Partido de Dios, Hizb (partido) y Allah (dios). Ahí estuve, acompañado por la policía de fronteras, un mediodía ventoso, frío, húmedo e inclemente, en las alturas de Metula, a menos de 200 metros de la zona libanesa ocupada por esa milicia. Hay que estar ahí, advertir la cercanía, palpar el peligro, respirar los riesgos. Luego, maravillado por la belleza infinita del Lago Tiberíades (el bíblico mar de Galilea), comprendí que Israel afronta su peripecia como un fenomenal desafío existencial. Cada mañana es, para ellos, como un trémulo nacimiento.
*Desde Herzlía, Israel.
Fuente: Perfil.com
Difusion: www.porisrael.org
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