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| martes noviembre 19, 2024

La violencia: praxis, ideología e identidad


Marcelo Wio

Para los palestinos dl enfrentamiento funciona como un régimen de seguridad del status quo, del liderazgo, en tanto que los rituales de la violencia redefinen la identidad. Una identidad belicista que se remonta hasta un pasado ideal y que se continúa en el presente justificada por los mismos argumentos religiosos de hegemonía. Así, los ciudadanos se ven sometidos a una “causa” colectiva (sin eufemismos, terrorismo) que anula la individualidad y que sirve para despegarse de la imagen de “sometimiento a una entidad extrajera”. Una paradoja que la violencia supera: someterse a la muerte para romper el cerco del sometimiento. El cuerpo como arma y campo de batalla: la anulación definitiva del individuo, la deshumanización última (algo así como “en tanto no puedo ser, porque no sé resolver mi circunstancia, dejo de ser aniquilando al otro”). Y en ese anularse, cancelando la realidad del otro, el ejecutor se impone también como víctima. Una dialéctica macabra que sirve para justificar lo más abyecto que un humano puede perpetrar; y que sirve, a su vez, para contabilizar como víctima al asesino en un balance siniestro de bajas.

Para instalar esta “lógica” perversa, el conflicto debe mantenerse en el tiempo, siempre vivo: realidad e ideología. Alexandre Koyré, en Reflexions sur le mensonge, sostiene: “… si la guerra dejase de ser un estado excepcional, episódico y pasajero para convertirse en un estado habitual y permanente, […] la mentira pasaría de ser un caso excepcional a ser un caso normal […] Un grupo social que se sintiera rodeado de enemigos no vacilaría en emplearla contra ellos… Ocultar lo que existe y simular lo que no existe: he aquí el modo de existencia que toda agrupación impone necesariamente a sus miembros”. Y es que la situación bélica o belicista perpetua anula la normalidad, instalando un estado de excepción perenne que permite instalar una nueva narrativa, donde la falacia es el armazón y el odio la sustancia cementante. Esta mentira posibilita justificarlo todo: crímenes, inconsistencias, contradicciones, corrupción. La mentira anula los hechos, reformula las causas y las consecuencias (de hecho, se crea una relación causal entre la valoración de los hechos y la interpretación de los mismos) y, así, asegura la impunidad, la supervivencia del modelo. Un modelo que hace de la violencia el vehículo de integración y participación; y que da la oportunidad de obtener réditos simbólicos y económicos del conflicto.

El estado de conflagración permanente requiere una movilización constante que, a su vez, fuerza al compromiso. Por ello mismo, la violencia debe expandirse y ocupar todos los ámbitos, desechando toda alteridad como indicio inconfundible de enemistad. Sólo vale lo absoluto – todo o nada – y, a la vez, lo abstracto – el misticismo, el ideal, lo esencial -. Esta semántica dota al enfrentamiento de sentido, lo cual deviene en la fácil identificación del “enemigo”. Para alimentar este estado de cosas, se crean eventos que sirvan como recordatorio y como mecha de ignición: el llamado Día de la Tierra (casi con ambiguas connotaciones ecológicas e internacionalistas), la naqba,  la Marcha hacia Al-Quds. En definitiva, la exaltación de una memoria apócrifa que formula una subjetividad que impone una urgencia que hace que nada sea negociable, que crea una legitimidad que permite que todos los medios sean concebibles y justificados, puesto que el fin es inmutable y sagrado y, por tanto, por encima de toda discusión posible, por encima de la moral de los hombres; porque, es más, los hombres son su instrumento.

El enfrentamiento se convierte en actividad, praxis e ideología: la violencia como algo consustancial a la consecución del ideal. La violencia como práctica, potencialidad y horizonte de acción. Porque, además, parafraseando a Miriam R. Lowi, la idea de “resistencia” a un poder “ocupante” les da acceso a determinadas categorías (“militante”, “combatiente”; el terrorista erigido así como modelo y medio de reconocimiento social) y a ciertos privilegios (la financiación internacional, la simpatía de importantes sectores de la izquierda occidental y de la progresía) y beneficios materiales (los “premios” para las familias de los terroristas, la corrupción impune). El enfrentamiento es un modo de vida, una manera de relacionarse dentro de la propia sociedad, como camaradas y no como conciudadanos. La violencia deviene así el centro de la edificación de la identidad. Una identidad que es, además, y ante todo, un cálculo estratégico. Una vez instalada esta lógica, esta praxis idiosincrática, el ciudadano completa el autoengaño con los ideales instalados en el inconsciente colectivo; porque, como indica Bernard Lewis (Lenguaje político del Islam), “hay que obedecer a un gobierno [o sistema] opresivo… porque la alternativa es peor y porque sólo así se protegen los deberes religiosos y legales más importantes del islam”. El mundo divido convenientemente en dos polos claramente identificables: nosotros y ellos; Dar al-Islam y Dar al-Harb. Sentadas las bases de la uniformidad, ya no se requieren mensajes polisémicos.

¿Y el “otro”?

El “otro” , que aparece como elemento (es cosificado, degradado a la condición de “infiel”; “descendiente de los monos y los cerdos”), sirve para resolver las contradicciones sociales y para mantener las posiciones de privilegio de la dirigencia por medio de la “resistencia” a esa otredad que, a su vez, facilita la unidad que termina por simbolizar y construir la propia identidad. El otro deviene un elemento imprescindible para la auto-definición: es el límite de la propia identidad. Por ello, siempre necesitarán de un “otro”, un nuevo elemento que sirva para generar el ámbito de significación propia; una cuestión que Occidente se niega a querer ver, tan inmersos aún en el acercamiento relativista y desde la lógica occidental a cuestiones que escapan de esos parámetros: una lógica de enemistad insuperable. Ese “otro” no es por sí mismo, lo define el “nosotros” como una antítesis transitoriamente necesaria (transitoria porque, para resolver la dialéctica, debe ser cancelado en algún momento).

El Islam(o lo islámico como sintaxis hegemónica), según la definición capciosa de los líderes se transforma en una totalidad compuesta de contradicciones: se admite que representa, a la vez, la integración y la exclusión; el respeto a la vida y el derecho a matar. El “otro” es a la vez excluido, e incluido como la figura que encarna simbólicamente al impío: es necesaria su presencia para sostener la dialéctica de la polarización, pero a la vez debe ser eliminado o convertido (lo que lo cancela como “otro”, lo elimina de esa instancia).

 
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