La asombrosa historia de un grupo de sobrevivientes del Holocausto que se refugiaron en una de las cavernas más grandes del mundo.
Peter Lane Taylor
Aishlatino.com
La noche del 12 de octubre de 1942, la noche en que la familia Stermer huyó para siempre, no tuvo luna y fue anormalmente fría para la época del año. Los caminos para entrar y salir de la ciudad de Korolowka, bien adentro en los campos del oeste de Ucrania, estaban vacíos, el tráfico de carretas que había tenido su pico en los días de la cosecha había terminado. Después de un mes de trabajo agobiante, la mayoría de los residentes ya se habían retirado.
Zeide Stermer, su esposa Ester, y sus seis hijos sacaron sus últimas pertenencias desde la parte trasera de su casa, cargaron sus carros con comida y combustible, y justo antes de medianoche, huyeron en silencio hacia la oscuridad. Viajando con ellos estaban cerca de dos docenas de vecinos y parientes, todos camaradas judíos que, al igual que los Stermer, habían sobrevivido hasta ahora un año bajo la ocupación alemana de su tierra natal. Su destino, una gran cueva a unos ocho kilómetros al norte, era su última esperanza de encontrar refugio de las redadas nazis que se estaban intensificando, y de las ejecuciones en masa de los judíos de Ucrania.
El sendero de tierra por el que anduvieron terminaba en un hueco natural en la tierra, poco profundo, en donde los Stermer y sus vecinos descargaron sus carros, descendieron por la pendiente, y se escurrieron a través de la angosta entrada de la cueva. En sus primeras horas bajo tierra, la oscuridad a su alrededor debe haber parecido infinita. Navegando sólo con velas y linternas, deben haber tenido poca percepción de la profundidad y no deben haber podido ver más allá de unos cuantos metros. Se las ingeniaron para llegar a un hueco natural no lejos de la entrada y se amontonaron en la oscuridad. Mientras los Stermer y las otras familias se acomodaban para pasar esa primera noche bajo la fría y húmeda tierra, había poco en su pasado que sugiriera que estaban preparados para la terrible experiencia que tenían por delante.
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La Gruta del Sacerdote es poco más que un pozo cubierto de hierbas en la superficie entre los interminables campos de trigo por todo el oeste de Ucrania. A una corta distancia, una caseta de madera se marchita al sol y es el único lugar para refugiarse en kilómetros a la redonda. A excepción de una depresión superficial de 30 metros de ancho en el llano suelo, no hay nada que indique que uno de los laberintos horizontales más grandes del mundo yace justo debajo.
En la tarde del 18 de julio de 2003, estoy parado con Chris Nicola, un destacado especialista en cuevas norteamericano, al pie del hueco en la tierra, poniendo nuestro equipo en orden. Nos había tomado cuatro días, viajando por avión, tren, y finalmente carreta de bueyes, llegar hasta aquí desde Nueva York. Nuestros guías, Sergey Yepephanov, 46, y Sasha Zimels, 24, están parados junto al caño oxidado de acceso de 1 metro de ancho que lleva bajo tierra.
He llegado hasta aquí para explorar la Gruta del Sacerdote por primera vez. Para Nicola, un veterano de veinte años de experiencia en sistemas de cuevas en Estados Unidos y México, nuestra expedición es la culminación de una travesía que comenzó en 1993, poco después de la caída de la Unión Soviética, cuando se convirtió en uno de los primeros norteamericanos en explorar el famoso sistema ucraniano de cuevas Gypsum Giant. Su última excursión fue aquí, en la cueva conocida como Popowa Yama, o la Gruta del Sacerdote, porque debido a su ubicación en la tierra fue una vez propiedad de un párroco.
Con 124 kilómetros, la Gruta del Sacerdote es la segunda más larga de los Gypsum Giants y actualmente está clasificada como la décima cueva más larga del mundo. Sin embargo lo que Nicola encontró fascinante sobre la cueva estaba ubicado a diez minutos de la entrada: Poco después de que partieron, su grupo pasó dos paredes de piedra casi intactas y otros signos de habitación incluyendo varios zapatos viejos, botones, y una rueda de molino cincelada a mano. Los guías de Nicola de la asociación local de espeleología le dijeron que el campamento ya había estado allí desde que su grupo exploró esa parte de la cueva en el principio de la década del ‘60.
“Mis guías llamaron al lugar Katki, o ‘chalé’”, recuerda Nicola, quien tiene ahora 53. “Me dijeron que fue establecido por un grupo de judíos locales que habían huido hacia la cueva durante el Holocausto. Pero ahí terminó la historia. Nadie más podía recordar lo que realmente pasó o siquiera si los judíos habían sobrevivido la guerra”.
Intrigado, Nicola comenzó a hacer preguntas en las ciudades cercanas. La región del oeste de Ucrania, en donde los Gypsum Giants han sido por mucho tiempo apreciados como símbolos y donde desagradables historias del holocausto todavía perduran. Algunos aldeanos locales le dijeron que, después de que las tropas rusas hicieron retroceder a los alemanes en 1944, los sobrevivientes fueron vistos volviendo a la ciudad a los tropezones, cubiertos por un denso barro amarillo. Otros dijeron que los judíos nunca vieron la luz del día otra vez.
En un viaje posterior, Nicola se enteró de más cosas. “Los rumores revelaron que al menos tres familias sobrevivieron”, dice. ¿Pero cómo vivieron en un ambiente tan inhospitalario?, se preguntaba Nicola, y ¿en dónde están ahora? Como un especialista en cuevas, estaba sobrecogido por el coraje y el ingenio que tal supervivencia a largo plazo bajo tierra debe haber demandado. Y estaba asombrado porque la historia no era ampliamente conocida, ni siquiera entre los expertos del Holocausto.
De vuelta en casa, en Queens Nueva York, Nicola intensificó sus esfuerzos para ubicar a un sobreviviente de la Gruta del Sacerdote. Agregó información sobre la historia en su sitio de internet sobre las cuevas ucranianas (www.uaycef.org), esperando a que alguien que estuviera buscando sobre el tema en internet lo contactara. Por cuatro años no obtuvo respuesta. Luego, una noche de diciembre de 2002, Nicola recibió un email de un hombre que dijo que su suegro era uno de los sobrevivientes de la Gruta del Sacerdote y que estaba viviendo a sólo unos kilómetros de distancia, en el Bronx. “No podía creer lo que estaba leyendo”, dice Nicola, “Tenía miedo hasta de tocar la tecla de imprimir por temor a borrarlo accidentalmente”.
Siete meses después estábamos parados fuera de la cueva misma. Nuestras dos docenas de bolsos contenían más de cien kilos de equipamiento fotográfico y de supervivencia y suficientes provisiones para permanecer bajo tierra por tres días.
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“Mi madre siempre decía: ‘No vamos a ir al matadero’. Ella le decía a mi hermano, Nissel, ‘Ve al bosque, encuentra un hoyo, cualquier cosa’. Gracias a él sobrevivimos”.
Shulim Stermer se apoyó sobre la mesa del comedor mientras hablaba, mirando por sobre sus anteojos de alta prescripción. Su hermano Shelomó, su hermana Yetta Katz, y su sobrina Pepkale Blitzer se le sentaron a ambos lados, rodeados por las esposas de Shulim y de Shelomó y por varios hijos y nietos. Con 84 años, Shulim es el sobreviviente más grande de la Gruta del Sacerdote.
Después de que Chris Nicola conoció al primer sobreviviente de la Gruta del Sacerdote, Solomon Wexler, en el Bronx, Wexler le presentó a sus primos canadienses y a sus amigos sobrevivientes, los Stermer. Durante todo 2003, Chris y yo hicimos cinco viajes a Montreal para entrevistar a la familia Stermer. Durante el curso de siete largas conversaciones nos enteramos de que los hechos de su historia eran aún más extraordinarios que los rumores. Los Stermer y varias otras familias habían escapado al Holocausto viviendo en dos cuevas separadas por casi dos años. La primera era una cueva turística conocida como Verteba. Sólo después su grupo –que eventualmente aumentó a 38 personas— descubrió y habitó la hasta ese momento inexplorada Gruta del Sacerdote, en donde vivieron por 344 días. Aunque algunos de los sobrevivientes perdieron contacto entre sí en los años posteriores a la guerra, los Stermer, los Dodyk (sus parientes políticos), y Sol Wexler se mantuvieron cercanos. En total, pudimos contactarnos con seis sobrevivientes vivos: los dos hermanos Stermer (Shulim, 84, y Shelomó, 74); su hermana Yetta,78; su primo, Sol Wexler, 74; y sus sobrinas Shunkale, 70, y Pepkale, 65.
El departamento del noveno piso de Shulim Stermer era espacioso y bien ventilado, con cielorrasos altos y grandes ventanales de vidrio cilindrado de dos metros y medio de alto. Colgada en la pared había una grande y llamativa fotografía de los seis hijos Stermer con sus padres, Esther y Zeide, tomada unos pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial. En la mesa del comedor yace uno de los tesoros familiares más preciados: una biografía de su supervivencia, escrita originalmente en idish por su madre, Ester, y luego publicada en forma particular en inglés en 1975.
“Mi madre nunca confió en la autoridad”, nos dijo Shulim. “Los alemanes, los rusos, los ucranianos. No importaba. Ella nos enseñó con anticipación que sin importar quién era, si te decían que hagas una cosa, siempre hacías lo contrario. Si los alemanes decían: ‘Vayan a los guetos, estarán a salvo allí’, tú ibas al bosque o a las montañas. Te ibas tan lejos de los guetos como pudieras ir”.
Al principio de 1930, Esther Stermer era la orgullosa matriarca de una de las familias más estimadas de Korolowka. Su marido era un comerciante exitoso. Era un extraño momento de oportunidad para muchos judíos en el oeste de Ucrania; la vida cultural judía y los movimientos del sionismo y del socialismo eran prósperos.
Pero con la subida del poder nazi en Alemania, y con la creciente violencia antisemita en casa, todo eso llegó rápidamente a su fin. En 1939 los alemanes tomaron Checoslovaquia y luego invadieron Polonia. Amenazados por el avance de Hitler hacia el este, los rusos contrarrestaron invadiendo el oeste –o la Polaca— Ucrania. Por un corto tiempo, un cínico pacto de no agresión entre los alemanes y los rusos mantuvo a la región tranquila mientras el resto de Europa hacía erupción en guerra. Esa temblorosa paz colapsó en junio de 1941, cuando los ejércitos de Hitler invadieron la frontera desde Polonia y avanzaron por las abiertas planicies de Ucrania hasta Stalingrado y hasta los campos de petróleo del Mar Caspio. Casi inmediatamente, las fuerzas paramilitares alemanas Einsatzgruppen comenzaron a desplazarse por el país, ejecutando a judíos y a otros a su paso.
La ciudad de Korolowka, en donde vivían los Stermer, fue declarada judenfrei –libre de judíos— en el verano de 1942, y los alemanes intensificaron sus esfuerzos para eliminar a la población judía. Durante la festividad de Sucot, la Gestapo circundaba la ciudad, forzaba a los judíos a cavar fosas comunes, y los ejecutaba de a docenas. Aunque los Stermer y otras familias se las arreglaron para escapar, el destino parecía inevitable. Ningún judío saldría vivo.
“La muerte acechaba a cada paso”, escribió Ester ese otoño. “Pero no nos estábamos rindiendo ante este destino… Nuestra familia en particular no dejaría que los alemanes se salieran con la suya fácilmente. Teníamos vigor, ingenio y determinación para sobrevivir… ¿Pero en dónde podríamos sobrevivir? Claramente, no hay lugar en la tierra para nosotros”.
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El mayor período de tiempo registrado en que un humano ha sobrevivido bajo tierra es de 205 días. El record fue establecido en la Midnight Cave en Texas en 1972 por el francés Michel Siffre, como parte de un experimento patrocinado por la Nasa estudiando los efectos de un vuelo espacial de larga duración. Sin embargo, al escuchar a los sobrevivientes, Chris Nicola y yo nos dimos cuenta que el record verdadero fue establecido por las mujeres y los niños de la Gruta del Sacerdote, quienes nunca se arriesgaron a salir de la cueva durante su tormento de 344 días. Los especialistas en cuevas de hoy en día exigen ropa especial para evitar la hipotermia, tecnología avanzada, iluminación, e instrucción intensiva sobre cuerdas y navegación para sobrevivir bajo tierra sólo por unos cuantos días. ¿Cómo hicieron 38 personas no entrenadas, y mal equipadas, para sobrevivir por tanto tiempo en un ambiente tan hostil durante la era más oscura de la historia? Esa era la pregunta que nuestra expedición había viajado 11.000 kilómetros para responder.
No te pierdas la segunda parte de este artículo.
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