Alberto Mazor
El accionar de Itzjak Shamir como primer ministro fue ejemplar. Su agenda diaria era estable, su oficina actuaba en plena armonía; no acostumbraba a sobresalir en los medios. La política de Shamir era coherente; mensajes claros y sencillos. Tanto su serenidad como la seguridad en sí mismo y su capacidad de decisión se configuraron en la clandestinidad y en el Mossad. Era muy difícil atemorizarlo o doblegarlo. «Shamir estaba hecho de granito»; así lo definió Ehud Barak, quien sirvió bajo su mandato como jefe del Estado Mayor del Ejército.
Itzjak Rabín, que reemplazó a Shamir en el cargo, experimentó problemas en su conducción. Sus colaboradores lo admiraban, pero cuestionaban su política y discutían entre ellos en los medios de comunicación. Rabín dudaba antes de llegar a determinaciones; sus expresiones desafortunadas abastecieron a la prensa de incontables titulares.
El logro más relevante de Shamir fue la supervivencia en el gobierno. Sin embargo la historia lo olvidó. En contadas ocasiones se lo recuerda en el consenso público, mayormente como conservador y disidente, un dirigente que se oponía a todo cambio o viraje; sólo trataba de guardar estoicamente la integridad de la Tierra de Israel.
En cambio Rabín es considerado como un líder gigante y un estadista descollante que suscitó cambios en todas las áreas que se propuso: el proceso de paz, las relaciones internacionales, el gran desarrollo vial y un elevado progreso en la educación. Fue asesinado antes de concretar todas sus aspiraciones, pero el Israel que dejó era ya un Estado totalmente diferente del que le fue encomendado.
La lección histórica es clara: Las formas de liderar de los primeros ministros ocupan mucho a políticos y periodistas, pero su importancia es casi nula. Los dirigentes son juzgados por sus decisiones y por los resultados que logran; no por la organización de sus ministerios o sus relaciones con los medios.
El alegato convencional según el cual aquél que tiene dificultades en dirigir su ministerio no puede gobernar un país, no responde al desafío de la realidad. La Administración de Ehud Olmert podría haber sido galardonada con el premio internacional de conducción por sus estrechas relaciones con líderes mundiales, su apertura a la prensa y la fidelidad de los colaboradores con su patrón. Todo eso no le ayudó en su fracasada conducción de la Segunda Guerra del Líbano, o en el proceso de paz que no maduró. La historia recordará su mandato como una desilusión.
Los problemas de acción de Netanyahu surgen de una profunda desconfianza que se pone en evidencia en la división estricta entre sus colaboradores y en la sensación que los medios lo persiguen. Otros políticos también ocupan mucho de su tiempo en controversias con opositores reales e imaginarios, o se enloquecen con lo que se publica sobre ellos y saben mejor que él ocultar sus dudas y temores.
La centralización de Bibi y la fragmentación en su ministerio originan ansiedad, luchas internas e indiscreciones mutuas. Su defensiva frente a la Corte Suprema o frente a la prensa lo llevan a respuestas impensadas acerca de asuntos que lo enervan. Las cosas llegaron al colmo con la desaprobación de la «Ley Ulpana» – o ley de regularización de asentamientos – donde amenazó con destituir a cualquiera de sus ministros que la apoyara, y su inmediata aparición ante las cámaras para informarnos que su gobierno acababa de aprobar la construcción de 850 nuevas viviendas en Cisjordania.
La verdad es que Netanyahu se conduce mucho mejor que en su mandato anterior. Bibi se cuida mucho de exposiciones exageradas y declaraciones, que en un pasado lo ponían en aprietos. Los medios son más contemplativos con el primer ministro y su familia; su política goza de amplio apoyo popular.
Pero eso no es suficiente. De tanto en tanto, Netanyahu se complica en algún nuevo escándalo, y de inmediato le recuerdan el «Bibi» que lleva adentro y se preguntan si en realidad ha cambiado.
Netanyahu opina que la prensa se ocupa de nimiedades e ignora sus logros. Pero se equivoca. El problema no es la falta de opiniones, sino la acción.
Cuando la política es sobrevivir, los medios se ocupan de «quién fue invitado por Bibi a tal o cual cena» o «cuántos goles marcó Bibi y cómo hizo para romperse un tendón». Cuando el primer ministro actúa como estadista y llega a determinaciones históricas, las intrigas dejan de interesar. Eso es lo que le sucedió a Beigin al firmar la paz con Egipto, a Rabín en la apertura del proceso de paz con los palestinos, o Sharón cuando decidió retirarse de Gaza. Y es lo que le sucederá a Netanyahu si demuestra valentía y se dirije hacia una apertura política.
De lo contrario, se lo recordará históricamente como alguien que dejó pasar el tiempo en su función; como a Itzjak Shamir.
Fuente: www.israelenlinea.com
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