Julián Schvindlerman
Mundo Israelita – 14/9/12
Las últimas semanas de agosto fueron duras para el pueblo judío. En Michigan, durante una fiesta universitaria un joven judío de diecinueve años fue golpeado salvajemente por un grupo de neonazis, quienes gritando consignas hitlerianas le cosieron la boca con una grapadora. Nadie a su alrededor salió en su defensa. En Viena, un rabino fue agredido durante un partido de fútbol por fanáticos así: “¡Muévete judío, judíos afuera, Heil Hitler!”. Policías presentes eligieron no intervenir. “Es tan sólo fútbol” explicaron sonriendo. En Santiago de Chile, el líder de la Federación Palestina para Sudamérica afirmó que “los nazis fueron niños de pecho al lado de los actuales sionistas” y que Israel “superó a su maestro”. En Teherán, el presidente iraní aseguró que “el régimen sionista y los sionistas son un tumor cancerígeno”.
Nada de esto estremeció demasiado a la sociedad argentina.
Para esas mismas fechas, el celebrado autor Marcos Aguinis publicó su habitual columna en el diario La Nación. Titulada “El veneno de la épica kirchnerista”, ésta era básicamente una denuncia de los incesantes atropellos cívicos del gobierno contra la ciudadanía y un alegato en defensa de la cordura nacional. En un intento por alertar a propósito de la veta totalitaria que vive en las agrupaciones afines al gobierno, Aguinis realizó una equiparación imperfecta:
“Las fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras. Los actuales paramilitares kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita para ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación”.
La tormenta estalló inmediatamente.
La comparación de los grupos K con las Juventudes Hitlerianas era innecesaria, y un autor del talante de Aguinis debió haber sido más cauto antes de arrojar semejante analogía. Aún cuando él correctamente detectó -y valientemente denunció- la conducta autoritaria de estos grupos, su frase fue desacertada. Y eso es todo lo que fue: un error. Nada más. En un texto de 1372 palabras que lidiaba con los excesos del kirchnerismo, su equivalencia nazi contó apenas 82 palabras. Con un objetivo sentido de la proporción, podemos razonablemente decir que ese punto no era el quid de su nota. Para un prolífico escritor que ha legado cientos de artículos y muchos libros a lo largo de décadas de intensa labor intelectual, una equivocación es posible. Es un riesgo del oficio. Un soldado en el campo de batalla está expuesto a desafíos que un filósofo de ciudad no lo está.
Aguinis cometió un error, pero la multitud de indignados que saltó a su yugular cometió una injusticia. En rápida sucesión, él fue acusado -absurdamente- desde reivindicar al nazismo hasta banalizar el Holocausto. Liderando la corriente, el senador oficialista Aníbal Fernández sentenció: “quién se extralimita de la manera en la que Aguinis se extralimitó debe saber que no es gratis”. En efecto, de eso se trató: de hacerle pagar un precio a uno de los opositores más decididos, y más efectivos, que enfrenta este gobierno. Eso explica la virulencia del ataque; la oportunidad de desacreditar a un exponente de la intelectualidad disidente era demasiado tentadora como para dejarla pasar.
Capítulo aparte merece la reacción de la comunidad judía, que, desde algunos sectores, mostró una ingratitud notable con un hombre que, a diferencia de muchos de sus detractores moralistas, puso el pecho cuando ellos no. Ciertamente hubo expresiones institucionales cuidadas, que se esforzaron en distanciarse de las palabras controvertidas del autor sin repudiar a su persona. Pero otras manifestaciones fueron decididamente viles, posiblemente diseñadas para complacer al poder y, quizás, saldar viejas cuentas ideológicas con un intelectual al que, enfrentados en un panel, jamás podrían desafiar.
Este episodio ya ha terminado. Lo que no ha terminado, sin embargo, es la amenaza neonazi y fundamentalista que los judíos enfrentamos desde Michigan, Viena, Santiago de Chile y Teherán. Con toda seguridad, con su pluma maestra Aguinis seguirá dándoles batalla. Sospecho que sus críticos escandalizados, habiendo agotado efímeramente su indignación moral selectiva, no lo harán.
No, Julián. No podemos convertir a Aguinis –no obstante su prestigio- en un intocable por sobre los principios que nos caben a todos. Los párrafos mencionados en su columna constituyen una clara banalización del régimen nazi. En realidad, cualquier comparación de agrupaciones políticas argentinas con las Juventudes Hitlerianas resulta escandalosa, además de ser falaz. Aguinis no cometió un error. Es demasiado inteligente y experimentado como para cometer semejante yerro. En su entusiasmo por criticar al Gobierno argentino dejó sus raíces y ofendió a por lo menos seis millones de judíos. Hasta donde yo sé, nunca pidió perdón, ni se retractó.
Por mucho menos que las 82 palabras de Aguinis, muchos fueron criticados por las instituciones judías y hasta denunciados en el INADI. Deberíamos aprender a medir con la misma vara si pretendemos ser respetados en nuestros derechos.