Julián Schvindlerman
Revista Fundación Judaica – septiembre 2012
Al ponderar, en una retrospectiva de cincuenta años, los comienzos de la más revolucionaria declaración católica sobre los judíos –conocida como Nostra Aetate (en nuestra era), cuya génesis data del inicio del Concilio Vaticano II en octubre de 1962– debemos inmediatamente resaltar cuán fundamental resultó para las relaciones entre católicos y judíos. Si durante los siglos anteriores, el maltrato, el desprecio, la humillación e, incluso, la persecución en tierras cristianas había sido la norma de la existencia judía a la sombra de la Iglesia Católica, a partir de 1965, una vez que Nostra Aetate fue publicada, el diálogo, el respeto y la coexistencia digna pasaron a ser los atributos definitorios del vínculo judeo-católico moderno.
La semilla plantada en 1962 germinó en 1965 y floreció de allí en más. La nueva luz echada por Roma sobre el pueblo judío impactaría a toda su grey. Este pronunciamiento religioso expulsó la longeva acusación del deicidio que pesaba sobre los judíos afuera de las enseñanzas doctrinales de la Iglesia. Tal como notara Moshe Aumann, Nostra Aetate incursionó en terreno teológico virgen y marcó el tono del diálogo interreligioso de las décadas siguientes. Fue un documento importante en sí mismo, pero no menos lo fue por haber puesto en marcha un crucial proceso de revisión histórico y teológico dentro del catolicismo. Su promulgación fue un hito religioso que, en la caracterización de Marcos Aguinis, “instaló a la Iglesia en la vanguardia de un vínculo fraternal con el pueblo y la fe de los que brotó”.
A la vez, y sin desmerecer lo arriba indicado, una mirada cabal sobre este acontecimiento singular obliga al historiador a observar esta declaración en su totalidad, con sus luces y con sus sombras. Al contrario de lo que habitual y erróneamente muchos aseguran, Nostra Aetate no exoneró por completo a los judíos por la muerte de Jesús. El párrafo relevante dice: “Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a lo judíos de hoy”.
Aquí la Iglesia afirmó que, efectivamente, hubo algún grado de responsabilidad judía en la crucifixión de Jesús, pues sus autoridades y seguidores “reclamaron” su muerte. “Reclamar”, cabe notar, no es lo mismo que “asesinar”. Pero la noción de que los judíos estuvieron enteramente desvinculados de la muerte de Jesús es inexistente en el texto. Lo que Roma sí afirmó de manera tajante es que nunca debió haberse culpado a todo el pueblo judío de la época ni a sus descendientes, por lo que algunos de ellos habían fomentado. En ello radica la raíz revolucionaria de esta declaración, pues apunta a remover el estigma perpetuo del presunto deicidio hebreo.
Análogamente, Nostra Aetate incorporó frases y conceptos religiosos que resultan extraños desde una perspectiva judía. Aseguró que “la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de la esclavitud”, que Jesús “reconcilió por la cruz a judíos y gentiles, y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo” y que “la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios”. A la vez, Nostra Aetate incorporó expresiones positivas, tales como que “no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos”, que “los judíos son todavía muy amados de Dios” y que la Iglesia “deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”.
Debe reconocerse el esfuerzo del Papado en reformular las relaciones con nuestro pueblo, y entenderse que debió enfrentar una oposición intensa, dentro y fuera de la Iglesia, que lo llevó a deber negociar consigo mismo el contenido definitivo de esta declaración crítica. La palabra “deicidio”, que era mencionada en el borrador inicial, quedó excluida del documento final. En cierto momento del proceso, una de las versiones de este documento contenía lo que parecía ser una expectativa de conversión de los judíos, la cual fue finalmente desechada. Nostra Aetate debió atravesar numerosas ediciones a lo largo de cuatro reuniones conciliares que sesionaron durante tres años, y su expresión final fue menos filojudía que la originalmente concebida.
Tres factores incidieron en ese desenlace: la muerte de Juan XXIII, impulsor del Concilio Vaticano II; el accionar saboteador del sector ultraconservador dentro del clero, opuesto al nuevo espíritu de conciliación; y el repudio diplomático y religioso de las naciones árabes y musulmanas al tratamiento que Roma quería dar a su relación con el pueblo judío.
Sin embargo, los obstáculos fueron sorteados, las diferencias pulidas y la declaración publicada. El resultado no fue inmaculado y es legítimo que haya cuestionamientos judíos a algunos elementos de la versión final. Al mismo tiempo, la importancia histórica y teológica de este pronunciamiento no debe ser minimizada. Lo que el Papado gestó cinco décadas atrás tuvo una trascendencia enorme y aún hoy sigue forjando –positivamente– los lazos, saturados de historia, entre católicos y judíos.
Autor de Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío (Debate: 2010). Profesor en el Centro de Estudios de Religión, Estado y Sociedad del Seminario Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer.
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