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| lunes diciembre 23, 2024

Otra Gaza; otro Hamás; otra cúpula


Alberto Mazor


El esperado alto el fuego entre Israel y Hamás se postergó al mismo tiempo que el Estado hebreo terminaba de lanzar panfletos en la Franja de Gaza exigiendo la evacuación de las ciudades, una indicación de que, supuestamente, iba a desencadenarse una operación terrestre.

Sin embargo, nadie en el mundo, Israel incluido, ve como probable una nueva operación del tipo de «Plomo Fundido» por la buena razón de que no acabaría militarmente con Hamás y las demás organizaciones terroristas de la franja, no daría el menor rédito político y, en cambio, sí suscitaría una negativa reacción internacional por la muerte de numerosos civiles.

De hecho, tal reacción ya comenzó al circular la cifra oficial de 130 palestinos «masacrados» en Gaza, de los que la mitad son civiles y de ellos algunos niños, frente a las cinco bajas israelíes. En estos días turbios, los más de 35.000 muertos en Siria, una lista que sólo tiende a aumentar, no son ni siquiera noticia en los titulares de los medios extranjeros.

Los hipócritas de la «prensa civilizada y objetiva» siguen teniendo una concepción muy especial y original cuando de «masacres» se trata respecto a Israel y al resto del mundo. 

La operación israelí no recurrió, por ahora, a tropas de infantería salvo para movilizarlas y disponer de ellas para una eventual ofensiva como elemento de presión y disuasión en lo que es un conflicto político de hecho inseparable del escenario regional entendido como un todo.

En estos momentos, lo relevante es tratar de captar por qué hace Hamás lo que hace; por qué provocó la crisis con un aumento lento pero perceptible de sus lanzamientos de cohetes hasta hacer inevitable la respuesta israelí.

Sus explicaciones se remiten a respuestas también políticas, como si fueran parte de un plan minucioso, una conducta deliberada que no es tan misteriosa o extravagante como parece.

En primer lugar, debe ser relacionado con el auge del islamismo político durante la «primavera árabe», con nuevos gobiernos islamistas elegidos en Túnez, Egipto y, en cierto modo, en Libia. El caso crucial, el gran cambio regional, es el de Egipto.
 
El Gobierno del presidente Mursi – que, definitivamente, mantiene buenas relaciones con Obama, quien no déja de llamarlo por teléfono – no cambió realmente la gestión de fondo de la crisis respecto a los parámetros invariablemente seguidos en estos casos por Mubarak.

Pero Mursi sí modificó la forma: envió a Gaza a su primer ministro, se alineó con la crisis de la agresión israelí, ordenó evacuar hospitales egipcios para los heridos palestinos más graves de la franja, suministró medicinas y alimentos a los habitantes sitiados y, sobre todo, organizó una visita a Gaza de los ministros árabes de Exteriores encabezados por el mismísimo secretario de la Liga Árabe; algo nunca visto anteriormente.

En el largo período de Mubarak, Gaza era el feudo particular del difunto general Omar Suleimán, responsable de los servicios secretos, el alma de la seguridad nacional egipcia y la dimensión diplomática de la misma, quien estuvo en el cargo nada menos que 18 años. Mursi puso en su lugar al general Rafaat Shehata. Ambos, en realidad, hacen lo mismo: negociar una tregua hablando con los israelíes directamente y presionar a las organizaciones terroristas.

Mursi actúa atendiendo al sentimiento nacional egipcio, pero cuidando al gran socio norteamericano que se porta más que bien. Obama, además, le prometió mantener la asistencia económica y militar y cuenta con él para ordenar el escenario regional, Siria incluida.

Hamás corrió un riesgo calculado: Sus líderes políticos no morirán aplastados por las bombas israelíes y su imagen se reforzó ante la opinión pública palestina, árabe y musulmana, apareciendo como su brazo militante y luchador contra los «sionistas

 
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