La expulsión de 1492 tuvo efectos culturales devastadores que se han alargado hasta nuestra modernidad.
¿Se puede entender a Borges al margen de la tradición judía?
¿Se puede entender a Zambrano sin Spinoza?
Álvaro de la Rica
El edicto de expulsión de los Reyes Católicos de 1492 alejó a España de la modernidad y privó a nuestro país de los frutos de una gran cultura. Y aún al revisar el siglo XX nos preguntamos si aquí hubiera podido surgir un Proust o un Kafka. Indagamos en las repercusiones de esta carenciaSi la pregunta fuese por qué no ha habido en la cultura española moderna un Einstein, un Freud o un Marx, la respuesta podría parecer pagada y sencilla: porque apenas quedaban judíos en estas tierras. Expulsados de golpe por el edicto de fines de marzo de 1492, apenas se ha producido, en cuatrocientos años, más que algún intento aislado de retorno. Sólo en la segunda mitad del siglo XX, las comunidades judías han ido recuperando, tímidamente, apenas un palmo del terreno perdido en la escena española. Los hechos son estos, o se podrían enunciar así, pero naturalmente nuestra obligación es la de mirar las cosas un poco más de cerca.
Julio Caro Baroja, en su desigual historia Los judíos en la España moderna y contemporánea, cuenta la anécdota de un miembro de la familia Rothschild, aficionado a las bellas artes, que viajaba de incógnito por España y que, en una iglesia perdida, ante una virgen milagrosa, preguntó al viejo sacristán que le acompañaba por la clase de milagros que se le atribuían a la venerada imagen. «Llora cuando ve a un judío». El visitante se queda mudo, pero espera un rato delante, para ver qué pasa. Al cabo de un tiempo, no puede por menos que expresar que se trata de otro embuste, que él es judío y que la imagen no ha derramado ni media lágrima. «Sí ?susurra el guía?, pero por favor no lo repitáis, que yo también lo soy».
A la hora de valorar el hecho de que la literatura española contemporánea (y la cultura en general) haya quedado al margen de la riquísima tradición hebraica, la anécdota, seguramente apócrifa, cobra nuevos significados, a los que intentaré llegar al final de estas líneas.
Resulta evidente que lo hebraico ha protagonizado, directa o indirectamente, la más alta literatura del siglo XX. Si hubiera que establecer un canon con las cien, diez, cinco, novelas más logradas del siglo XX, la única coincidencia segura se produciría en esa trinidad, la cima de dicha elección imaginaria, conformada por A la búsqueda del tiempo perdido, Ulises y cualquiera de las narraciones, geniales e intercambiables, de Franz Kafka.
Las parábolas del escriba de Praga hunden sus raíces en el judaísmo. Pero, y no es tan sabido, las obras de Proust y Joyce se vuelven ininteligibles sin esa conexión hebraica. Joyce descubre en Trieste, de la mano de Italo Svevo, la riqueza y universalidad del mundo de los judíos. El judaísmo es uno de los grandes temas de la segunda parte de la vida de Joyce, y muy especialmente de Ulises, cuyo protagonista es Leopoldo Bloom, hijo de un judío húngaro, y alter ego del artista dublinés, ya no precisamente adolescente.
Como señaló Svevo, su mentor triestino, «lo que da unidadal libro es que, al final de la jornada en que consiste temporalmente la novela, el docto Dedalus llega a sentir al judío Bloom como padre suyo». Afirmación todo lo discutible que se quiera, pero que tiene el acierto de dirigir la flecha en el sentido predeterminado por el propio Joyce. Otra vez estamos ante la dialéctica mosaica y freudiana del parricidio. Como en Kafka. Y como en Proust, donde la muerte del padre se convierte, por medio del judío Swann, cuya vereda nunca abandonará Marcel, en la sustitución del padre. De la relación del Proust de À la recherche con el mundo hebraico, poco se puede añadir a lo señalado acertadamente por Juliette Hassine en dos monografías tituladas Esoterismo y escritura en la obra de Proust (1990), y la posterior y definitiva Marranismo y hebraísmo en la obra de Proust (1994).
Lo mejor de la historia humanaEl peso de la cultura judía en la cultura occidental del siglo pasado, y en especial en el ámbito literario, es deslumbrante. Y, qué ha ocurrido en España. ¿Ha sido por completo ajena a esta extraordinaria ráfaga de luz? Creo que a esa pregunta se pueden dar dos clases de respuesta. Una, inmediata, que tendría que afirmar que sí, que España ha quedado, una vez más, al margen de lo mejor de la historia humana. Sería interesante analizar la importancia decisiva que esto tiene en el desarrollo del casticismo hispano.
Pensemos en la generación del noventa y ocho. Baroja fue antisemita (en realidad fue antitodo). Azorín mostró una indiferencia pasmosa ante todo lo que tenía que ver con el mundo hebraico, lo que para mí constituye un gran enigma pendiente de resolver. ¿Y Ortega? Ortega, como siempre, es más complicado. No es el lugar para abordar el asunto, pero voy a apuntar algo que siempre he pensado al releer su insoslayable ensayo titulado Dios a la vista. Se trata de un texto que habría que poner en conexión, también, con la interpretación que hace el filósofo de las consecuencias de la teoría de la relatividad einsteniana (en El sentido histórico de las ideas de Einstein). Y lo que se saca de esa especulación tiene bastante que ver con la noción de mesianismo judío, tal y como la explica Gershom Scholem al final de sus Conceptos básicos del judaísmo (Trotta, 1998). La idea orteguiana, según la cual hay un Dios laico, profano, que está antes y mucho más allá de la religión positiva, y que se sitúa a la vista, es decir, que no se puede tocar y manipular, pero que está en el horizonte abierto e inalcanzable del hombre libre, tiene que ver directamente con el vivir en la irrealidad necesaria de la esperanza de algo por definición inalcanzable.
Este es para mí el eje de un segundo tipo de respuesta, que naturalmente apunta a lo esencial. Nosotros no hemos dado a luz a ninguno de los Roth, ni a Elsa Morante ni a Clarice Lispector, ni a Walter Benjamin ni a Canetti, ni a Mandelstam, ni tampoco a Joseph Brodsky. Cierto. Pero finalmente los hemos leído a fondo y, en algunos casos, hasta los hemos asimilado. Evidentemente, eso ha sido así a ambos lados del Atlántico. ¿Es que se puede entender, pongamos por caso, el Diario íntimode Emilio Prados, o Muerte sin fin, de José Gorostiza, sin la huella hebraica o sin sus imágenes? ¿Se puede entenderaBorges, lo que para este significa la escritura, el sistema de signos que rige el mundo, al margen de la tradición judía? ¿Se puede entender a Zambrano sin Spinoza? ¿Y a Valente sin Celan o sin Edmond Jabès? ¿Acaso la metaliteratura de Enrique Vila-Matas significa algo al margen de Kafka?
Cada una de estas preguntas necesitaría un largo desarrollo, innumerables matices y profundizaciones. No es este el lugar por acogedor que resulte. Pero todas ellas apuntan, de un modo u otro, a aquello que dejó escrito Marina Tsevietáeva: «Los poetas somos judíos».
Este dictum pertenece al Poema sin fin, en concreto a los últimos versos del poema duodécimo. La proposición completa es la siguiente: «Si es este/un mundo cristiano, los poetas somos judíos». Qué difícil de interpretar, comenzando por ese si condicional con el que arranca el verso. Yo me quedo con el hecho de que cristianismo y judaísmo estén puestos en relación, aunque se refiera en este caso a una relación de antagonismo. Se trata de la manía insensata que hizo que los judíos fueran expulsados de España, y del resto de los incipientes estados- nación, en pleno Renacimiento. La injusticia que les convirtió, de nuevo, en exiliados que se refugiaban en la ley escrita en los rollos de la Torá y en el abismo de sus corazones de carne. También fue el caso de muchos conversos, marranos o no, protagonistas de un exilio interior, consciente o inconsciente. La raíz estaba plantada, en lo más hondo de la misma condición de cristianos, o de miembros de una cultura de raíz bíblica. Como el sacristán de la anécdota, al que le cuesta reconocer su condición, dentro de cada español hay, lo sepa, lo ignore, o lo rechace, semillas fecundas de un judaísmo que se transforma y vivifica ante cualquier intento de creatividad.
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