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| domingo diciembre 22, 2024

Traición al progresismo


Un pacto con el diablo

Marcos Aguinis

LA NACION

cristina-fernandez

Vivimos días que serán inscriptos en la historia. No como gloriosos, según Cristina Kirchner, sino repugnantes. Se quiere dar fuerza de ley a un infame pacto que comprometa a la Nación y tenga una vigencia que se extienda en el tiempo más allá de los actuales gobiernos. La frase «justicia, justicia perseguirás», quedará en el recuerdo. El próximo 18 de julio, aniversario del atentado a la AMIA, lloraremos más que nunca, como lo afirmé hace poco en un artículo.

Hugo Chávez había anunciado el «socialismo del siglo XXI» antes de construir el Eje Teherán-Caracas, dando una clara refutación a los valores que se supone caracterizan al socialismo desde su cuna, porque Irán tiene de todo menos socialismo. El socialismo del siglo XXI era una forma de reinyectar esperanzas a la mítica palabra, que fue objeto de corrupciones a través de la realidad. En la centuria pasada no sólo se trató del nacional-socialismo, sino también de los otros socialismos que sucesivamente se llamaron leninismo, stalinismo, maoísmo, titoísmo, castrismo. Ahora es evidente que, en el terreno de la conducta y los valores, todos ellos tienen más parecidos que diferencias, porque fueron reaccionarios pese a las vocingleras proclamas progresistas; sus gestiones llevaron a guerras, decadencia, hambre y ruina. Se salva la socialdemocracia porque ha evitado muchos de sus males, pero no ha logrado que su prometido «estado de bienestar» logre prevalecer. Es dolorosamente cierto, aunque hiera decirlo. El mérito de la socialdemocracia fue su constante ligadura con las instituciones constitucionales, el respeto por los derechos humanos y un límite al culto de la personalidad.

Ahora, en vez de seguirse insistiendo en el vago «socialismo del siglo XXI» acuñado por Chávez, se avanza con una palabreja que fue objeto de terribles críticas por la misma izquierda: «populismo». También se lo llama «bonapartismo» gracias a Marx y Trotski, que le dieron una convencional fecha de nacimiento en el régimen de Napoleón III, aunque existen antecedentes previos. El populismo remite a la magnética palabra «pueblo», cuyos límites son difusos. Pero se caracteriza por considerar a los ciudadanos una masa enorme, bella, sumisa y ruidosa que idolatra a un jefe convertido en dios. Esa masa no piensa: obedece. Esa masa no se beneficia: beneficia al jefe. Mucho antes de que en la Argentina se votara la ley de «obediencia debida», en los populismos se ha tendido a imponer esta norma. Nadie podía cuestionar las órdenes de Stalin, Hitler, Mao o Fidel. Nadie, ahora, puede desobedecer las órdenes de Cristina Fernández de Kirchner si pretende continuar recibiendo los óleos de su protección. No es falso que en su cercanía se haya dicho que «a la Señora no se le habla: se la escucha».

El culto a su personalidad está en pleno desarrollo. Se lo considera prioritario, aunque lleve a la destrucción del partido o los partidos políticos que la encaramaron en el poder. Lo grave de esta tendencia es que no sólo daña a la política, sino que lastima gravemente el prestigio y el futuro de nuestro país.

La última manifestación de esta pulsión antipatriótica lo expresa el absurdo acuerdo con Irán. Esta república islámica representa un elocuente rechazo al progresismo. Está gobernada por una teocracia severa con insignificantes maquillajes de democracia electiva. Discrimina a la mujer. Prohíbe la libertad sexual con castigos que pueden llegar al fusilamiento. Es abiertamente antisemita. Afirma sin pudor su deseo de borrar del mapa a otro país. Suministra armas al carnicero de Siria. Nutre grupos terroristas. Quiere convertirse en el líder de la lucha contra los valores de Occidente.

Es verdad que Occidente no tuvo una inmaculada concepción y muchas veces fue desleal a sus valores. Pero ha conseguido consolidarlos en gran parte. A esos valores tienden los países que marchan con la auténtica locomotora del progreso. No son la mayoría que integran el mapa político del mundo, pero se destacan países como Suecia, Alemania, Australia, Canadá, Finlandia, Noruega, etcétera. A ese tren se han unido o tratan de unirse países latinoamericanos como Brasil, Perú, Colombia, Costa Rica, Panamá, Uruguay, Chile. Son los que de veras han optado por el ascenso. En cambio, los que «hablan» de progresismo, pero son reaccionarios, optan por el populismo o el bolivianismo o el socialismo del siglo XXI. Son autoritarios, practican el culto de la personalidad y conducen por laberintos siniestros hacia la más honda decadencia. Brillan con sombras mortecinas los casos ejemplares de Cuba y Venezuela, que tanto júbilo despertaron al principio y tanta tristeza al final.

Ahora bien, como lo vienen señalando lúcidos y valientes periodistas, la última «obediencia debida» que ha comenzado a exigir la Presidenta -pese al absurdaje que la sostiene- es poner «punto final» a la causa AMIA, para conseguir resonancia internacional y merecer la confianza de los teócratas iraníes. No es un problema menor. Devela cómo se alardea de soberanía, cuando al mismo tiempo se la rompe en pedazos ante uno de los países más detestados del planeta. ¿No se atentó contra nuestra soberanía cuando estallaron coches bomba en plena Capital Federal? ¿Para qué este tratado con Irán, entonces? Para que ella pueda ocupar el liderazgo vacante que hasta ahora correspondía a Hugo Chávez.

A Cristina más le hubiera gustado la poderosa imagen de Angela Merkel o la genuina popularidad de Dilma Russeff. Quisiera ser admirada por Barack Obama. Pero no puede. Ya no le importa cumplir con las vacías promesas del «modelo», entre las cuales figuraba eliminar la pobreza: sus esfuerzos sólo apuntan a conseguir alguna fama, cualquiera que sea, para ganar protagonismo y, merced a éste, conseguir votos.

El Gobierno no logra desmentir que el acuerdo con Irán es absolutamente inservible para llegar a la verdad. La verdad ya ha sido develada en gran parte por los magistrados argentinos. Este pacto sólo sirve para satisfacer los delirios de grandeza que afectan a una persona. Ni siquiera en las filas de la jefa del Estado se duda de que, en caso de que la justicia argentina decida condenar a funcionarios iraníes, estos sólo responderán con carcajadas.

Es muy grave que la Argentina, tras la desaparición de Chávez del centro de la escena, se convierta ahora en el puente que necesita Irán para infiltrarse en América latina. Nunca lo conseguiría a través de Brasil. Pero sí a través de una Argentina decadente y alienada. El culto a la personalidad está llegando al grotesco de que la Presidenta determine a qué hora debe cesar una sesión en el Senado. Sobrarían otros ejemplos.

Quizás ayude a razonar mejor la historia de Fausto. Ese potente personaje de la ficción revela con precisión afilada hasta dónde puede llevar la ceguera del apasionamiento. Un pacto con el Diablo es un pacto con el Diablo. Y las consecuencias no son sino diabólicas. Fausto lo sabía, pero no le importó. Los legisladores y funcionarios que ejercen la «obediencia debida» lo saben. Debería importarles, aunque prefieren obedecer ahora, antes que pensar en los castigos futuros. Han perdido el interés en el futuro, todas sus acciones se reducen al cortísimo plazo.

Entre las condenas que recibirán sin duda, habría que estudiar si no va a calzarles el infame delito de traición a la patria. Un delito que no prescribe y que no sólo les hará papilla la conciencia, sino el patrimonio y el afecto de sus amigos y familiares. Es necesario que ahora, antes de complicarse con un pacto demoníaco, lo piensen del derecho y del revés. No se trata de un pacto progresista, se trata de una ostentosa traición al progresismo vanamente invocado. Este pacto, para colmo, comprometerá a la nación.

© LA NACION.

 
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