Entre 20.000 y 35.000 judíos europeos lograron salvarse de la persecución de Hitler huyendo a través de la Península con el apoyo de españoles anónimos. Tres supervivientes cuentan su historia a EL PAÍS
Jesús Duva
El Pais
Miles de judíos -entre ellos gran número de niños- escaparon del terror nazi a través de España. Hay historiadores que calculan que entre 20.000 y 35.000 judíos huyeron del genocida Adolf Hitler cruzando el territorio español a partir del año 1940. Lo hicieron aprovechando la tolerancia del régimen del dictador Franco, que sin embargo tuvo buen cuidado de que ninguno de ellos echara raíces, sino que simplemente utilizaran España como una escala en su éxodo.
Paul Buchinger, hoy residente en Estrasburgo, y Charles David, domiciliado en París, fueron dos de esos niños que se zafaron del ogro nazi pasando a España. Ambos formaron parte de la misma expedición, en 1944, pero su existencia siguió diferentes caminos y hasta hace poco más de un año no volvieron a encontrarse. Hoy, a pesar de ser septuagenarios, conservan en su memoria recuerdos muy vívidos de su fugaz travesía por la Península: la colaboración de los pasadores de frontera, los granjeros que les escondieron durante unos días, sus paseos por la plaza de Cataluña de Barcelona y el Tibidabo, la ropa limpia, las naranjas, el chocolate… y esa crema untuosa que ellos llamaban beurre y que los españoles se empecinaban en llamar mantequilla. Todo un lujo para unos niños forzados a huir de sus casas y en un país -España- que acababa de salir de una cruenta Guerra Civil.
Siegfried Meir, otro niño judío que perdió a sus padres en el terrible campo de exterminio de Auschwitz, fue prohijado por un republicano español en Mauthausen. Y eso le cambió la vida. «Se llamaba Saturnino Navazo Tapias. Soy agnóstico, pero creo que Navazo era un santo. Él me hizo salir del agujero», afirma Meir, que a sus 75 años tiene aspecto de elegante play boy, con barba y larga cabellera blanca.
El Holocausto -o el espectro del Holocausto- también pasó por España, aunque la inmensa mayoría de los españoles no se enteraron de que las víctimas eran judíos. Para ellos, aquellos hombres, mujeres y niños escuálidos y atemorizados que llegaban del otro lado de los Pirineos no eran más que refugiados. Y para la Cruz Roja y el régimen de Franco eran «apátridas». Así que nadie entendió jamás aquella paranoia franquista del «contubernio judeomasónico».
El 27 de enero pasado se conmemoró en Europa el Día de la Memoria del Holocausto y la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad, fecha escogida en recuerdo de la liberación del campo de concentración de Auschwitz (el 27 de enero de 1945). En España se ha recordado durante la semana pasada a los salvados y a sus salvadores.
Se calcula que un millón y medio de niños fueron asesinados durante el Holocausto en la Alemania nazi de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Paul Buchinger podía haber sido uno de ellos, pero se libró de la muerte gracias a que pudo escabullirse a tiempo. «Mi familia vivía en Limoges (Francia). Vivíamos escondidos por miedo a los nazis. Un día de 1944, un joven judío ofreció a mis padres la posibilidad de pasar a sus hijos a España a través de los Pirineos. El 25 de mayo de 1944 mis hermanos y yo cogimos un tren a Toulouse».
«En junio, nos llevaron a Perpiñán y desde allí a la frontera. Un grupo de ocho niños fuimos entregados a dos catalanes que contrabandeaban mercancías y pasaban refugiados. Estuvimos dos días dando vueltas por el monte hasta cruzar la frontera. Dormíamos en cobertizos y bebíamos agua de los arroyos», recuerda Buchinger con dolor.
Una vez en España, el pequeño fue separado de su hermano. El grupo fue dispersado y cada niño fue llevado a una granja. Al día siguiente, cada campesino se ocupó de trasladar a su protegido hasta el tren, que conduciría al grupo hasta Barcelona. «Nos dijeron», relata, «que debíamos estar muy calladitos durante el trayecto, que no hablásemos y que hiciésemos como que dormíamos para que nadie se enterase de que éramos extranjeros. Pero el trayecto era largo y era muy difícil callar a los más pequeños».
Los chiquillos fueron recibidos en Barcelona por el doctor Samuel Sequerra, un prominente judío residente en Lisboa, emisario de la American Jewish Joint Distribution Committee (Joint), una organización fundada en 1914 para ayudar inicialmente a los judíos de Europa Oriental y de Palestina a causa del estallido de la Primera Guerra Mundial. Fueron llevados a una pensión de Barcelona. «Me abrió la puerta un chico que se desmayó nada más verme. ¡Era un vecino mío que había salido de Limoges un mes antes! Después nos llevaron a una villa, alquilada por la Joint. Era una especie de orfanato en el que permanecimos durante tres meses. Allí nos enseñaron geografía, historia y hebreo. Podíamos hacer lo que quisiéramos. Por ejemplo, ir de excursión al Tibidabo», dice Buchinger con un punto de nostalgia.
En agosto de 1944, el presidente de la Cruz Roja Española pidió que se proveyera de documentación a un grupo de «niños apátridas», entre los que estaba Buchinger. Y así fueron trasladados a Estoril (Portugal) y desde allí a Cádiz, Gibraltar, Tánger y Haifa (Israel), donde llegó una expedición de 50 niños y 350 adultos.
Charles David fue detenido con su madre en Toulouse en mayo de 1944. Su madre fue deportada a Auschwitz mientras que él fue llevado poco después a la frontera franco-española junto con una docena de niños más. Desde allí fueron llevados a Andorra y Lleida, donde recibieron ropa y alojamiento. A continuación fueron conducidos al orfanato de Barcelona y de allí a Cádiz, donde embarcaron en el buque portugués Guiné, que les trasladó a Israel.
David permaneció cinco años en Israel y después regresó a Francia, donde se reencontró con sus dos hermanos y con sus padres (su madre, prisionera en el campo de Theresienstadt, cerca de Praga, fue liberada por soldados rusos). Al cabo de tantos años, una de las cosas que Charles David recuerda de su odisea es que en Lleida «había muchos mutilados» de la Guerra Civil.
La historia de Siegfried Mier, que residía en Francfort (Alemania), es diferente, pero en ella también tiene un papel protagónico un español. El pequeño Meier, travieso y rebelde desde su más tierna infancia, fue deportado, junto con sus padres, al campo de exterminio de Auschwitz cuando tenía sólo siete años («me han dicho que debía tener esa edad por el número que a mí me tatuó la SS en un brazo», dice).
«Llegamos a Auschwitz-Birkenau y los hombres que desnudaban a los prisioneros le dijeron a mi madre: ‘Esconda al niño porque si le ven los nazis le llevan a la muerte’. Así estuve dos meses oculto en una de aquellas literas colectivas hasta que mi madre murió a causa del tifus», rememora Mier. «Después, los demás presos me dijeron que no podían seguir ocultándome y me aconsejaron que me presentara al recuento de prisioneros. Y así lo hice. A los alemanes les caí en gracia y me convirtieron en su mascota, hasta tal punto que me hicieron un pijama de rayas a medida», cuenta hoy en Madrid, como si eso le estuviera sucediendo ahora mismo. «¡Me ocurrieron cosas surrealistas…!», añade.
«Al cumplir nueve años, me sacaron del campo de mujeres y me llevaron al de hombres, donde cogí el tifus. Me metieron en el barracón de los mellizos, en el que el doctor Mengele hacía sus experimentos. Allí me pusieron muchas inyecciones, pero Mengele no lo debía hacer tan mal porque jamás he estado enfermo», rememora el setentón Meir, entre socarrón y sarcástico. Su padre murió reventado a patadas de los nazis.
Cuando entraron las tropas rusas en Auschwitz, Meir fue subido a un convoy que fue atacado por partisanos yugoslavos, lo que obligó a él y a otros muchos prisioneros a seguir camino a pie. Sin que sepa muy bien cómo, dio con sus huesos en el campo de concentración de Mauthausen (Austria), donde de nuevo cayó en gracia a los carceleros tras presenciar la rabieta que cogió cuando pretendían raparle el pelo. Tan simpático les pareció el chico que le vistieron con un traje de bombero y le metieron en el barracón de los republicanos españoles.
«Entre ellos estaba Saturnino Navazo Tapias, que me aconsejó: ‘Di que eres mi hijo. Si te preguntan, dices que vives en la calle de Don Quijote, número 49, de Cuatro Caminos, en Madrid’. En 1945, al ser liberado de Mauthausen, me fui a Toulouse con Navazo y otros. Allí, cuando tenía 14 años, aprendí el oficio de sastre. En Auschwitz sólo estaba hecho para robar. Navazo me convirtió en una
buena persona y comprendió por qué yo era un ladrón. Yo siempre quise demostrarle que reconocía lo que había hecho por mí. Ese hombre, que murió a los 80 años, fue un padre para mí y jamás me pegó pese a que le hice cosas horribles», declara Meir.
Con el correr del tiempo, el niño de Auschwitz se instaló en Ibiza, donde se enriqueció con una cadena de restaurantes y varias tiendas de moda ad lib -«copiaba la ropa india de las chicas que venían de Katmandú»-; fue cantante de cierto éxito, amigo del músico Georges Moustaki, y actor frustrado porque «los directores de cine le veían triste» pese a su aspecto de galán glamuroso. «Hoy estoy arruinado», confiesa con su mirada acuosa tras las gafas.
Haim Avni, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén y autor del libro España, Franco y los judíos, y el historiador Bernd Rother, de la Fundación Willy Brandt de Berlín, autor de Franco y el Holocausto, coinciden en que al dictador «le resultaba indiferente el tránsito de judíos a través de España». Sin embargo, el régimen franquista se cuidó mucho de impedir el asentamiento de estas personas, como lo prueba el hecho de que no permitía entrar a ningún nuevo contingente de refugiados hasta que el anterior no hubiera abandonado el territorio español. «Al terminar la Guerra Civil, Franco se vanagloriaba de haber salvado a miles de judíos sefardíes, pero eso es una gran mentira», remacha Avni. En contraste con la posición de Franco, el dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar sí permitió el establecimiento de judíos en su país.
«Los guardias civiles atendían correctísimamente a los fugitivos judíos. Y hay, incluso, el caso de un rabino francés que nada más cruzar la frontera se identificó como judío y, cuando fue llevado preso a Pamplona, los funcionarios de la cárcel pusieron en su ficha: «israelí». Los españoles veían a los judíos como extranjeros. El drama de la persecución nazi no estaba presente entre los españoles», declaran a dúo los estudiosos Avni y Rother. Y agregan que, en su opinión, la ayuda de los españoles a las víctimas se basó en la solidaridad humana: «No tiene rasgos de lucha contra el antisemitismo».
Sin embargo, hay casos que parecen indicar un mayor compromiso. Casos como el de Lola Touza Domínguez, una cantinera de Rivadavia (Ourense), quien, junto con sus hermanas Amparo y Julia, era el último eslabón de una cadena que desde 1941 encubrió a cientos de judíos en su éxodo desde los Pirineos hasta Portugal.
Hay casos como el del vigués Eduardo Martínez Alonso, que participó en la evacuación de judíos a través de Galicia, aprovechando su condición de médico de la embajada británica en Madrid. Muchos de ellos eran refugiados que habían dado con sus huesos en el campo de concentración de Miranda de Ebro (Burgos) tras haber entrado en España huyendo de la barbarie nazi.
El pasado 17 de diciembre, España pasó a ser miembro del Grupo de Trabajo de Cooperación Internacional para la Educación, Memoria e Investigación del Holocausto, conocido por las siglas ITF (International Task Force). En las próximas semanas, la embajadora especial para las Relaciones con las Organizaciones Judías, Ana Salomón, hará un llamamiento a quienes ayudaron en España a los judíos a escapar del Holocausto. El objetivo: recabar su testimonio y recuperar parte de la memoria histórica colectiva. –
‘El Holocausto pasó por España’ es un reportaje del suplemento ‘Domingo’ del 1 de febrero de 2009
http://elpais.com/elpais/2009/01/31/actualidad/1233393422_850215.html
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.