Samuel Auerbach
Porisrael.org
Tuve un hermosos sueño que pienso fue influenciado por un episodio real que transcurrió mientras estuve internado por una dolencia que en cuatro días, el plantel médico del hospital Laniado de Natanya logró superar. En primer lugar, relataré el episodio. En un momento en que no me sentí mal, me acerqué al aparato que sirve agua caliente con el objeto de prepararme un té. Un individuo de apariencia árabe, corpulento y vestido con un pañuelo blanco a modo de turbante en la cabeza, y una túnica blanca que llegaba hasta el piso, viendo lo que yo buscaba en los cajones, se adelantó a preparar esa infusión que luego gentilmente me ofreció diciendo ‘bebakashá» (en este caso, una especie de «por favor, sírvase» en español). Por su acento comprobé que en realidad era árabe. Su gesto me dio pie a iniciar una conversación que comencé diciéndole que cuando vivía en Argentina tuve amigos árabes. Mientras estudiaba en la facultad de odontología, preparé varias materias para el examen con una hermosa e inteligente compañera oriunda de El Líbano. Otro amigo de padres sirios que siempre recuerdo fue compañero en la escuela primaria.
El fortuito encuentro fue el comienzo de un mutuo sentimiento de simpatía de tal magnitud, que este señor, estimo de unos sesenta años de edad y padre de un joven internado, insistió que me sentara al lado suyo en el pasillo para conversar. Así hice. Mas de una hora hablando y filosofando en hebreo como viejos amigo. Entre otras cosas, le pregunté por el motivo de su vestimenta. Me dijo que de esta manera se sentía más unido a su religión. Por su parte, él me dio a conocer las desventajas de parecer lampiño y me dio algunos consejos caseros para mejorar mi salud. En un momento le expresé que no estaría mal que todos los árabes fueran como él. Bien pudo haberme replicado de la misma manera con referencia a los israelíes. Era natural y justo que lo hiciera, pero su delicadeza solo le permitió decirme: -¿Ves mi mano?, un dedo no es igual al otro.-. Cada vez que pasaba frente a mi cama, se acercaba para tocar mis dos hombros a la vez, con una amplia sonrisa que se dibujaba a través de su tupida y semi canosa barba. Estoy invitado a tomar café en su casa de Baka el Gharbía. Se despidió de mí presentándome a su hijo que había sido dado de alta.
Yo quedé impresionado por el sentimiento de amistad que en él nació hacia mí. Y estoy seguro que por eso soñé lo siguiente. Soñé que se había firmado la paz con los palestinos. Soñé que se habían silenciado en las dos partes, las antipáticas voces de los que no les interesa la paz, y que, vecino a Israel, se había creado el país que ellos ambicionan. Pero era un país árabe distinto, un país árabe sin olor a pólvora en sus calles. Un país próspero, con ciudadanos alegres y libres. Un país con niños sin armas letales en sus manos, corriendo y jugando en plazas floridas. Un país con campos de recreo, en lugar de campos donde enseñan a sus tiernos hijos a odiar y a matar. Vi en mis sueño a israelíes tomando café en sus bares y comprando en sus tiendas sin temor alguno. Vi en sus fronteras un increíble movimiento comercial y turístico con Israel. Vi a los ciudadanos de ambas partes atravesando pacíficamente las fronteras, como lo hace la gente en Europa. En fin, un país palestino democrático, amigo de Israel como lo es ese nuevo amigo mío. Pero lo más emocionante del sueño, es haber visto a jóvenes soldados, valientes muchachos y chicas del glorioso ejército israelí, cuidando con amor y recelo al nuevo país hermano contra cualquier odioso ataque, como quien cuida a un hijo recién nacido. Lástima que solo fue un sueño.
Samuel (Milo) Auerbach.
Natanya, Israel.
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