El 24 de julio de 1990, Iaacov Hasson, director ejecutivo de la comunidad judía del Peru y de su Comité de Relaciones Humanas – además de entrañable amigo – fue víctima de un execrable atentado terrorista. Un grupo armado interceptó el automóvil que conducía y desde ambos lados de las ventanas delanteras le dispararon 11 tiros dirigidos a la cabeza, 7 de los cuales le impactaron en los brazos y los dedos, con los que intuitivamente se protegió y fue lo que le salvó la vida. Un intento final para liquidarlo, con un petardo arrojado al interior del vehículo, que no explotó, y una descarga de metralleta que se le trabó al jefe de la gavilla, sentenció que aquel no fuera su último día.
La noticia dio la vuelta al mundo, que fue a lo que apuntaban, aprovechando la concentración de periodistas de la prensa extranjera que llegaron a Lima para cubrir la transmisión del mando presidencial del Ing. Alberto Fujimori, el inesperado ganador de las elecciones en las que compitió con el escritor Mario Vargas Llosa.
Alrededor de un año antes del operativo llego al Perú una célula de tres terroristas de la organización extremista palestina de Abu Nidal, asignados para organizar crímenes contra blancos judíos e israelíes y trasladar el conflicto del Medio Oriente a América Latina. Un error, que no pasó desapercibido a las autoridades, permitió que fueran descubiertos y encarcelados. Entre las pertenencias que les requisaron existía un maletín, el cual contenía información sensible que fue puesta en conocimiento del embajador de Israel Yuval Meltzer y del propio Hasson, quien era además, encargado de la seguridad interna de la comunidad. Los nombres de ambos y el de un tercero, que no me fue revelado, figuraban entre los presuntos objetivos para asesinarlos.
En la mañana de ese fatídico día fuimos a una entrevista en la embajada de Checoslovaquia, comisionados por el Congreso Judío Mundial, en la que sería su última gestión después de 27 años de labor en la colectividad peruana, antes de viajar a Chile, donde tenía proyectado radicarse con su familia. Terminada la cita quedamos en vernos al día siguiente en la noche, en la recepción de despedida que mi esposa y yo les ofrecíamos en nuestra casa.
Pocas horas más tarde me encontraba atónito en la sala de emergencia de la Clínica San Felipe ni bien Raca, su mujer, me informó de lo ocurrido. El ingreso estaba prohibido, pero a instancias de Iaco pude visitarlo. Sobrecogido, lo vi tendido en una camilla con múltiples vendajes y visiblemente dopado y casi sin poder trasmitirle unas palabras de aliento me interrumpió para decirme: “qué suerte que fui yo y no tú”. Eso fue todo. Sin entender a qué se refería, me quedó grabado como una expresión de su nobleza que valoro y no olvido.
Para velar por su seguridad y prestarle tratamiento especializado, un grupo de amigos lo embarcamos junto con su esposa y su hijo Ariel a Israel, donde existe medicina de avanzada para casos de guerra y terrorismo. Al llegar fue internado en el Hospital Ichilov y sometido a una serie de complicadas intervenciones de cirugía y microcirugía, amén de un prolongado y severo tratamiento post operatorio, que le permitieron la recuperación parcial de sus lesiones pero no de sus pesadillas. El apoyo invalorable de Raca y sus hijos y la solidaridad encomiable de su familia – una estirpe valiosa de raigambre sionista que aporto al país desde sus albores – contribuyo a que Iaco sobrellevara los días más largos y difíciles de su vida.
Lo visitamos a fines de enero de 1991, en ocasión de participar en una misión de solidaridad convocada por el Congreso Judío Mundial al desatarse la I Guerra del Golfo, en la cual Israel fue agredido sin ser parte del conflicto. Iaco, aún en proceso de rehabilitación, era el encargado de logística del refugio donde se guarecían los miembros de su familia en el Kibutz Tel Itzjak contra los misiles de largo alcance – se suponía entonces portadores de sustancias químicas de destrucción masiva – que Saddam Hussein lanzó arteramente contra la población civil y desoló parte del país por cerca de 40 días. Disimulando sus limitaciones y con el optimismo que nunca perdió, dijo que los proyectiles iraquíes habían sido la mejor terapia para las pesadillas del ataque que sufrió: “cada vez que veía esas bolas de fuego cruzar encima de nuestras cabezas pensaba en las miles de víctimas que iban a ocasionar y llegué a la conclusión que el atentado en contra mío fue una pequeñez”.
Por nuestro lado, Olga y yo nos quedamos en Israel hasta el fin de la guerra, para estar al lado de nuestros hijos y sus familias – Deby y Cinthya entonces ya casadas y con niños y Tato aun soltero y empezando a trabajar – y compartimos con ellos la ansiedad de las alarmas y los refugios.
Según se llegó a conocer posteriormente, los perpetradores del atentado a Iaco Hasson fueron delincuentes terroristas de una organización local, que actuaron por encargo de los extremistas palestinos, con quienes trabaron contacto mientras estuvieron en prisión y fueron quienes les proporcionaron la información y los medios para ejecutarlo. Solo años después que falleció Iaco (en el 2,000), me enteré por su hermano Quito, en Israel, que el tercero en la lista era yo.
*Ex presidente del Comité de Relaciones Humanas de la comunidad judía del Peru y del Comité del Tercer Mundo del Congreso Judío Mundial.
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