A casi un año exacto desde que el presidente estadounidense, Barack Obama, advirtiera contra el uso de armas químicas al Gobierno sirio, y tres días después de la llegada al país árabe del primer equipo inspector de Naciones Unidas para la investigación del uso de tales armas no convencionales, una nueva y grave instancia de presunto empleo de armamento químico ha surgido. La oposición ha acusado al Gobierno de Bachar al Asad de haber masacrado a más de un millar de personas por medio de gas venenoso y diversos canales de televisión saudíes y qataríes han mostrado imágenes espeluznantes de las supuestas víctimas.
El régimen sirio niega enfáticamente las acusaciones y Rusia, su único aliado en el Consejo de Seguridad de la ONU, asegura que todo el asunto es una maniobra de propaganda destinada a consternar a la opinión pública mundial, a sabotear una planeada conferencia diplomática prevista próximamente en Ginebra, y a presionar a las potencias hacia el camino de la intervención militar. La Unión Europea y Estados Unidos han reaccionado con igual dosis de indignación y cautela, conscientes de que no podrán tolerar tamaña atrocidad y ansiosos por determinar la veracidad de las acusaciones. Por haber ocurrido los ataques en una zona virtualmente vedada a la Prensa internacional y en consecuencia de difícil acceso para confirmar la autenticidad de los hechos, en el momento de escribir estas líneas no puede evaluarse el panorama en su totalidad. La credibilidad de las partes no ayuda a la tarea del esclarecimiento. El Gobierno integra a una tiranía atroz y gran parte de la oposición, a grupos yihadistas. En medio de tanta confusión, no obstante, es cada vez más claro que política y humanitariamente la crisis siria ha descendido a un nivel infernal.
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