Cuando se oye a un líder político hablar de su irrevocable decisión de trazar una línea roja para poner límite a tal o cual amenaza, uno se lo imagina como a Bibi en la ONU, blandiendo un rotulador grueso sobre una inmaculada cartulina blanca, con la misma expresión resuelta y de seguridad que caracterizó a Ahmadinejad en la Universidad de Columbia cuando declaró solemnemente que en «Irán no hay homosexuales».
Pero al hacerlo uno se olvida de algo que cualquier alumno promedio de geometría sabe de sobras. Y es que las líneas pueden ser rectas, pero también quebradas o curvas; que pueden ser contínuas, pero también discontínuas; y que pueden tener una longitud infinita, o ser apenas una mínima raya sobre la hoja.
Hace tiempo que venimos oyendo hablar de líneas rojas en demasiadas situaciones. Es una expresión interesante y refleja un cierto control de la situación, porque la línea no se la pone el líder a sí mismo sino que se la marca a otros. La línea roja es una forma de aviso. El aviso es una forma de acción y de inacción; una marca del límite de quien la marca y de los límites de los demás.
Pero la política de la líneas rojas tiene un peligro: es demasiado clara y eso no siempre es bueno como planteamiento estratégico. El ejemplo sirio es muy claro: la línea roja la puso Obama en las armas químicas de Assad. Ahora que éste las utilizó, el presidente de EE.UU se encuentra en un auténtico dilema después de tanta advertencia.
La política de las líneas rojas deja otro interrogante ético: incluye información sobre hasta dónde se puede llegar estableciendo una tolerancia implícita para el resto. Si se dice que sólo se intervendrá en el caso de que se usen armas químicas, uno podría entender que todo lo demás está permitido. Toda línea actúa como separador, como división entre lo admisible y lo que no lo es.
Al marcarse una situación límite, que es lo que representa la línea, la experiencia nos dice que es posible que se produzca, porque de no ser así no se habría establecido. Con la advertencia, el conflicto se amplía aún más y la probabilidad de que ocurra el acontecimiento marcado determina la probabilidad de intervención.
Es allí cuando el asunto se vuelve complejo porque a ambas partes, en el mejor de los casos, no les interesa llegar a esa situación para no forzar la intervención o sanción y la evitan; o a una de ellas le interesa la intervención y trata de forzarla; o al que establece la línea le interesa intervenir y hace todo lo posible para que el otro la traspase; o a ninguno de ellos le beneficia la intervención, pero la línea marcada les obliga porque la realidad es más fuerte y el asunto se les fue de las manos.
Hay numerosos ejemplos históricos de todas esas situaciones en las que las advertencias acaban cumpliéndose con sus resultados generalmente no beneficiosos.
La guerra civil en Siria es dramática y una auténtica vergüenza para la comunidad internacional, un conflicto que está durando demasiado, con líneas rojas o sin ellas, generando un sufrimiento terrible para quienes la padecen y un efecto nocivo en la zona, que se ve afectada por lo que allí ocurre.
Cuando termine, lo que quede de ese país será ingobernable y se tardarán años en frenar la inercia del odio y el resentimiento generado en las ciudades, pueblos y aldeas, con sus habitantes convertidos en víctimas del ansia de poder y el terrorismo de Estado.
El cumplimiento de las advertencias que marcan las líneas rojas puede ser grave, pero su incumplimiento puede ser más grave aún, en la medida que deteriora el reconocimiento de la autoridad y la credibilidad del que las fijó.
Ese temor a mostrarse débil puede, a su vez, forzar la intervención para demostrar que la amenaza iba en serio y hay que cumplirla. Si la advertencia no se cumple, anula el valor de las futuras.
El verdadero problema es que a los más de 100.000 muertos en Siria – sin el uso de armas químicas – ya no les importa las líneas rojas. Y ahora, ante la imposibilidad de detener la guerra, parece que Obama optó por convertirse en el árbitro encargado de velar por el juego limpio. Pero ya hace mucho tiempo que no hay juego ni limpieza en esto; sólo muerte, sufrimiento, destrucción y caos.
La política de líneas rojas es, al final de cuentas, el reconocimiento del fracaso negociador, de la falta de voluntad de los líderes para alejarse de los extremos más peligrosos para poder llegar a una salida.
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