Una de mis mayores preocupaciones durante los ocho años en que fui director general de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) fue persuadir a Siria a firmar la Convención sobre las Armas Químicas. Este tratado, que entró en vigor en 1997, es una pieza central en la arquitectura de la seguridad internacional ya que prohíbe la fabricación y uso militar de agentes tóxicos a la par que obliga a los Estados firmantes a declarar y destruir sus arsenales químicos en un plazo determinado y bajo la supervisión de la OPAQ.
Aunque me reuní repetidamente con representantes sirios en La Haya, Nueva York y Bruselas, ninguna de esas gestiones prosperó porque Damasco argumentó que la firma de la Convención lo colocaría en una situación desventajosa frente al alegado arsenal nuclear israelí. Pero, aunque es altamente deseable un Medio Oriente y un mundo libre armas nucleares, existe una obvia asimetría estratégica entre ambas categorías; las armas químicas no pueden equiparar el poder apocalíptico de las nucleares y sirven casi exclusivamente para aterrorizar y matar poblaciones civiles. De hecho, civiles inocentes, entre ellos muchos ancianos y niños, han sido sus principales víctimas en las décadas recientes.
Es precisamente por su capacidad para matar y lesionar indiscriminadamente que las armas químicas están incluidas entre las de destrucción masiva y son objeto de un repudio prácticamente universal. Aparte de Siria, solo seis países no son parte de la Convención contra las Armas Químicas.
Debido a que Siria no ha firmado ese tratado, eludiendo así transparentar su programa químico militar, no se sabe a ciencia cierta qué es lo que realmente tiene. De todas formas, calificados expertos internacionales consideran que el arsenal químico sirio es el más importante del Medio Oriente, incluye los avanzados agentes nerviosos sarín y, probablemente, VX así como el gas mostaza y está desplegado en una variedad de armamentos, incluidos misiles.
Si bien para fabricar un arma química se necesita apenas un laboratorio casero, solo los Estados pueden afrontar la inmensa inversión que requiere el desarrollar militarmente grandes cantidades de gases tóxicos. Por eso, aunque hay fundados argumentos para preocuparse por el terrorismo químico, el mayor riesgo proviene de los países que no han firmado la Convención. Los Gobiernos de esos Estados mantienen viva una grave amenaza contra la paz y seguridad internacionales y privan a sus ciudadanos de la protección que les brinda ese tratado.
El inexcusable uso de armas químicas en el conflicto sirio representa una afrenta a la Carta de las Naciones Unidas y al derecho humanitario, por lo que debe generar responsabilidades ineludibles para sus autores. En las próximas horas, el secretario general Ban Ki Moon contará con el informe de los inspectores químicos enviados por las Naciones Unidas a Siria para investigar los hechos. Como funcionario que efectuó el nombramiento de varios de esos expertos en la OPAQ y propuso la lista de laboratorios internacionales para analizar las muestras obtenidas por los ellos en el terreno, tengo plena confianza en la objetividad y fortaleza científica de los resultados que serán puestos a disposición de la organización mundial.
El mundo debe dar una respuesta eficaz y convincente a lo ocurrido en Siria. Es crucial aquí el papel del Consejo de Seguridad, depositario último del mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Sería un importante retroceso que la falta de acuerdo dejara sin una respuesta colectiva al graven crimen de quienes usaron armas de destrucción en masa contra poblaciones civiles.
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