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| lunes diciembre 23, 2024

Los dos Estados y la ilusión antisionista


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Veinte años después de la firma de los Acuerdos de Oslo, su premisa, la solución de los dos Estados, sigue sin cumplirse. De hecho, el apoyo a la idea de que un conflicto con un siglo de duración puede solucionarse sólo con el trazo de un bolígrafo y con una nueva serie de concesiones por parte de los israelíes es ahora menor que nunca en Israel, pese a que algunos en otros lugares, como el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, se aferran a tal ilusión. Como escribí la semana pasada, está claro que, si bien la mayoría de los israelíes ha extraído algunas conclusiones apropiadas en estos veinte años, queda un grupo en Washington decidido a ignorar los costosos errores cometidos en y desde 1993 en aras de la paz. Mientras los palestinos sean incapaces de reconfigurar su identidad nacional sin tratar de destruir el proyecto sionista y, por tanto, de reconocer la legitimidad del Estado judío, sin que importe dónde se sitúen sus fronteras, las negociaciones están condenadas al fracaso.

Esto resulta frustrante para una amplia mayoría de los israelíes, quienes, pese a sus divisiones políticas, están unidos en un deseo de paz que hizo posibles proyectos como el de Oslo y otras iniciativas semejantes. También exaspera a los observadores internacionales que, equivocadamente, creen que el conflicto árabe-israelí es la raíz de todos los males de Oriente Medio (un mito que explotado con la primavera árabe y sus batallas en Egipto y Siria, las cuales no tienen nada que ver con Israel).

Pero esta situación es bienvenida por quienes, en Occidente, sueñan no tanto con la idea de un “nuevo Oriente Medio” en el que la cooperación económica haga feliz a todo el mundo como con acabar con el sueño sionista. Uno de esos soñadores es Ian Lustick, de la Universidad de Pensilvania, profesor de Ciencias Políticas y ocasional asesor del Departamento de Estado, a quien se le concedió la portada de la New York Times Sunday Review del lunes pasado para que explicara, en 2.300 palabras, por qué la obsesión con los dos Estados debería dejar paso al proyecto de eliminar a Israel, simplemente, y sustituirlo por una nación de mayoría árabe. Dado el persistente y cada vez más obvio prejuicio antiisraelí del NYT (especialmente en su editorial y en sus páginas de opinión), no es especialmente sorprendente que conceda tal relevancia a una pieza así. Pero incluso teniendo en cuenta el bajo nivel actual de esa sección, resulta impresionante la hipocresía de la diatriba de Lustick.

Lustick presenta la idea de que una radical transformación del conflicto no sólo es posible sino probable. Así, afirma que “la desaparición de Israel como proyecto sionista mediante la guerra, el agotamiento cultural o el impulso demográfico” es un resultado plausible. Pese a que de vez en cuando disimula sus postulados, es palpable su entusiasmo ante la perspectiva del fin del Estado judío. Lo compara, incluso, con el fin del gobierno británico sobre Irlanda, del dominio francés sobre Argelia o el colapso de la Unión Soviética, acontecimientos históricos que, según él, antaño eran impensables, pero que ahora son considerados inevitables. Semejantes analogías son claramente engañosas, pero resultan reveladoras porque sitúan a Israel en la categoría de proyectos imperialistas, en vez de como el movimiento de liberación nacional de un pequeño grupo de gente que trata de sobrevivir. Eso nos dice mucho de la mentalidad de Lustick, pero muy poco acerca de la realidad de Oriente Medio. A diferencia de la clase dominante protestante británica de Irlanda, de los pieds noirs de Argelia, o incluso de la nomenklatura soviética, los judíos de Israel no tienen a dónde ir. Que el autor compare también al Estado judío con la Sudáfrica del apartheid, el Irán del sah o el Irak de Sadam Husein nos muestra cuán sesgada se ha vuelto su visión del país y qué poco comprende su fuerza y resistencia.

Concedamos que Lustick tiene razón en una cosa: no es probable que la solución de los dos Estados, tal y como la conciben los autores de Oslo o quienes apoyan devotamente las negociaciones de Kerry, se alcance en un futuro inmediato. Las concesiones máximas de Israel no se acercan a satisfacer las exigencias mínimas de los palestinos.

En los años 2000, 2001 y 2008 Israel ofreció a los palestinos un Estado en casi toda la Margen Occidental, Gaza y parte de Jerusalén, y la oferta fue rechazada en cada una de esas ocasiones. Lustick no ha encontrado espacio para mencionar este hecho en su artículo, del mismo modo que no menciona lo sucedido en 2005, cuando Jerusalén retiró hasta el último soldado, colono y asentamiento de Gaza, concesión que sólo sirvió para que la zona se convirtiera en una plataforma terrorista, en vez de en un experimento de paz y construcción nacional. Incluso los palestinos moderados, que se supone son los interlocutores de los israelíes en las negociaciones, siguen empleando sus medios audiovisuales e impresos, así como su sistema educativo, para fomentar el odio hacia Israel, alabar el terrorismo y dejar claro que su meta no son dos Estados viviendo en paz uno junto al otro, sino la aniquilación del Estado judío.

Semejantes detalles inconvenientes no entran en la narrativa de Lustick, porque debilitan su premisa fundamental: que la política israelí de asentamientos es lo que hace imposible la paz. Afirma incluso que, si la Administración Carter le hubiera escuchado en los 80, un vasto intento estadounidense de obligar a Israel a acceder a las exigencias palestinas (en una época en la que la OLP ni siquiera fingía que su meta no era la destrucción de Israel, como hace ahora) habría conseguido traer Oslo una década antes, y que habría funcionado. Pero, dado que la cultura palestina de rechazo y violencia que él insiste en ignorar era más fuerte todavía por aquel entonces, su postulado es tan ilógico como propio de ególatra.

Este desvergonzado ejemplo de autopromoción no es, ni mucho menos, tan indignante como su idea de un Oriente Medio postsionista. No existe ningún escenario razonable en el que el actual Estado de Israel vaya a colapsar, o permita que lo desmantelen o conviertan en un país de mayoría árabe. Quienes habitan castillos en el aire construidos por ellos mismos, generalmente son insensibles al mundo en el que habitamos los demás. No resulta sorprendente que quienes, como Lustick, se han pasado la vida prediciendo la desaparición de Israel y vitoreando cada signo de desasosiego en su sociedad hayan llegado a creer en esta idea con una fe tan pura como la de cualquier adepto de una religión. Puede que, para quienes creen todo lo que escriben los columnistas antisionistas radicales en periódicos como Haaretz, la destrucción de Israel no sólo sea posible, sino inevitable. Pero el grado de desconexión entre ese periódico y la mayoría de los israelíes es aún mayor que la brecha existente entre la perspectiva de los progresistas que editan el New York Times y las ideas de la mayoría de los norteamericanos.

A diferencia de las naciones del pasado con las que lo compara Lustick, Israel ha crecido en fuerza (económica y militar) en las últimas décadas. Sigue asediado por un odio irracional que está arraigado en el antisemitismo más que en mezquinas disputas acerca de fronteras o asentamientos. Pero, a diferencia de las audiencias occidentales insensibles a los acontecimientos de los últimos veinte años –durante los que Jerusalén ha intentado dar territorios a cambio de paz y, en vez de eso, ha acabado intercambiando territorios por terrorismo–, la mayoría de los israelíes sí ha prestado atención a estos hechos. Pese a que tienen problemas de sobra, y a que están cansados de la guerra y ansían la paz, no tienen intención de rendirse. ¿Por qué deberían hacerlo, si la historia del último siglo ha demostrado que, pese a unos obstáculos que habrían desalentado a pueblos mucho más poderosos, el sionismo ha ido cobrando fuerza e Israel es hoy una superpotencia militar regional y un gigante económico?

Los israelíes también comprenden lo deshonesta que es la idea de Lustick de un Oriente Medio postsionista. El profesor afirma que el colapso de Israel conduciría a una alianza entre palestinos laicos y judíos postsionistas (esos columnistas de Haaretz), entre otros, para construir una democracia laica. Cree que el elevado porcentaje de israelíes cuyas familias huyeron o fueron expulsadas de países árabes y musulmanes (una población de refugiados a la que nadie piensa compensar por sus pérdidas) llegarán a considerarse a sí mismos árabes. También imagina una alianza entre haredim (judíos ultraortodoxos) antisionistas e islamistas. Asegura que los judíos que quieren vivir en la Margen Occidental pueden ser acomodados en el mundo postsionista. Todo eso no son más que tonterías.

Los judíos israelíes conocen el destino de las minorías no musulmanas en el mundo árabe e islámico. Si Israel consiente que todos los judíos sean evacuados de un Estado palestino putativo no es porque esté de acuerdo con la visión árabe de una entidad Judenrein, sino porque incluso la izquierda sabe que los judíos durarían allí lo mismo que los invernaderos abandonados en Gaza en 2005. Esos “judíos árabes” que Lustick cree que se sentirían en casa en esa Gran Palestina que él imagina saben exactamente el destino que les aguarda en un mundo en el que no estén protegidos por un ejército judío.

El problema del antisionismo de Lustick es que se asienta en unas proposiciones descaradamente falaces; y que su determinación de ignorar la naturaleza de la intolerancia palestina hacia los judíos no sólo le hace malinterpretar por qué han fracasado los intentos de paz, sino que le ciega a la certeza de que el fin de Israel provocaría terror y derramamiento de sangre.

Por mucho que decepcione a la legión de enemigos de Israel y antisemitas, como el presidente Obama les recordó durante su visita el Estado judío a comienzos de este año, el Estado de Israel “no se va a ninguna parte”. Por muy difícil que sea su situación en algunos aspectos, los israelíes entienden que no tienen más opción que sobrevivir y esperar todo el tiempo que les lleve a los palestinos abandonar sus sueños de destruirlos. Por desgracia, ese día no se ha acercado más con la decisión de una entidad tan destacada como el Times de dar un lugar preeminente a piezas deshonestas que sólo sirven para alimentar esas nocivas fantasías sobre la destrucción de Israel.

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Yo estoy por dos estados palestinos. Uno en el Sinaí y otro en Jordania

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