En España es habitual que se trace una línea divisoria entre los judíos descendientes de los expulsados en 1492, los llamados sefardíes, y el resto de los judíos, generalmente identificados como ashkenazíes (originarios del este de Europa). Pero la realidad es mucho más compleja y determinar quién es sefardí y quién no, resulta complicado incluso para los propios sujetos de este predicado.
Por ejemplo, en Israel suele distinguirse a los sefardíes que lo son por liturgia y a los que lo son por origen, El llamado “rito sefardí” (recopilado en el libro “Shuljan Aruj” de Yosef Caro, un toledano expulsado de España) también es seguido por los judíos de origen mizrají (literalmente en hebreo, oriental; es decir, originarios de países árabes, pero no de la península ibérica) e incluso por algunas comunidades ashkenazíes. En cuanto a los sefardíes de origen hispano, no todos conservaron el idioma, las costumbres y la cultura de la tierra de la que fueron expulsados; por ejemplo, en Ámsterdam, donde se asentó una importante comunidad identificada a sí misma como sefardí portuguesa, o en aquellas partes del Magreb en las que la presencia francesa (como en Argelia), italiana (en Libia), etc., hizo que muchos sefardíes de origen ibérico abandonaran su imaginario y lenguaje hispano por otros. Lo mismo puede decirse de aquellas comunidades de judíos expulsados que se asentaron en ciudades orientales del imperio otomano, como Alepo y Damasco en Siria.
Incluso, y pese a que las comunidades judías de la diáspora sefardí tendieron a mantenerse homogéneas y casi endogámicas, resulta muy difícil entender su identidad desde el punto de vista genético. Un estudio reciente del Instituto Tecnológico de Georgia señala que, aunque sólo el 20% de los judíos se identifica como sefardí, el 90% tendrían algún ancestro expulsado en la época de los Reyes Católicos. Según las matemáticas, aunque el 90% de los matrimonios se produzcan entre individuos de un mismo grupo humano, en las 15 generaciones que han transcurrido desde 1492, la mezcla llegaría a la inmensa mayoría de los judíos actuales. Esta investigación ha sido corroborada por una investigadora española del Centro de Astrobiología, quien añade a esta probabilidad la de que todos los españoles cuenten en su árbol genealógico con “sangre judía”. Claro está que esto no los convierte ni en sefardíes ni en judíos.
Un último aporte de la arqueogenética nos llega de la Universidad de Huddersfield en el Reino Unido y del Instituto de Patología e Inmunología Molecular de la Universidad de Oporto en Portugal, y concluye que “los otros judíos” (los ashkenazíes) no provienen de Oriente Medio, ni del mítico reino de los jázaros, sino de la mezcla, en los primeros años de la Era Común (cuando se potencia la dispersión de los judíos fuera de Israel), de varones judíos con mujeres de Europa meridional y occidental (es decir, de provincias del imperio romano como Hispania), lo que, paradójicamente, convertiría a los ashkenazíes en judíos de origen español, en pre-sefardíes.
Con estos datos, la invitación de España (y Portugal) a que los judíos sefardíes retornen, se convierte sorprendentemente en válida para prácticamente los 13,8 millones de judíos del mundo. Como el milagro de Janucá que festejamos estos días, lo destinado a unos pocos, acabaría sirviendo para muchos más. Afortunadamente y para tranquilidad de los gobiernos peninsulares, ya existe desde hace unos años en este mundo un país dispuesto a acoger de verdad a todos nosotros: judíos, sin más.
Jag Janucá Sameaj
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