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| martes noviembre 26, 2024

Las dos abubillas


abullidas

El alfabeto alado

En todas partes, pero sobre todo en el Medio Oriente, la literatura popular ama la exageración y cree que la felicidad es facilidad: sus personajes, seres humanos, animales o espectros, atraviesan paredes, fronteras y siglos, y pesan poco tan poco que se adhieren al aire de nuestra atención cuando las palabras que los evocan ya  han acallado su curso. Se cuenta que  Salomón tenía una abubilla amaestrada y la reina de Saba otra, la del rey hebreo se llamaba Yafur y la de Belkis- también conocida  como reina Makeda-, Anfu. Un  día él  se entera de que una criatura excepcional, maravillosa vendrá a visitarlo y quiere anticiparse, conocer el origen y ambiente de su futura amiga, de modo que envía a su abubilla a las tierras y dominios de Saba. Yafur, una vez en palacio, atravesando habitaciones que son violetas y cajas de música, se encuentra con Anfu, y entonces las dos abubillas se ponen a conversar sobre las virtudes y dones de sus amos hasta que conocen, en un doble suspiro, el nexo entre el amor y la predestinación.

De regreso a Jerusalén, la abubilla Yafur-ante un rey que comenzaba a impacientarse por su demora-, desgrana con elocuencia lo que ha visto. Describe los ojos de la reina tan grandes y almendrados que hasta se los ve de perfil; habla del  árbol de la canela y de mariposas de seis colores; de la esbelta figura de la muchacha, del tono oscuro de su piel y de las plegarias del agua que fluye en su proximidad. Simultáneamente, en Saba, en un jardín minúsculo y mientras la joven reina  escucha una música lejana, Anfu, su abubilla mensajera, le describe lo que ha podido saber del soberano hebreo. Es alto, no muy delgado, sus ojos son claros y sus pausas tan hondas que a la gente que las percibe le recuerdan la  dubitativa oscilación del helecho o el vacío de las cuevas del desierto en las que se aman los antílopes. La caravana de la reina de Saba no tardará mucho en partir hacia Jerusalén. El hijo de David intuye que, frente a la ilustre desconocida, su corazón se rendirá casi sin luchar.

Las dos abubillas, Yafur y Anfu, no sabemos si hembra y macho o al revés, vuelven a encontrarse en un bosque de las afueras de la ciudad de David, allí donde Judea alza sus ciclámenes y exhibe sus asfódelos. Eso sucede dos días antes de la llegada de la reina a la corte de Salomón. Esta vez las mensajeras no hablan, ni pían, ni sienten otra cosa que el enigma de la separación así como antes habían entrevisto el milagro del encuentro. Ser un ave mágica no es suficiente para atenuar el ardor de un corazón encendido o mitigar la pena de uno roto. Por fin Yafur le dice a Anfu:

-Si el viento se quedara siempre en el mismo sitio la atmósfera no se limpiaría nunca.

-Si el amor-responde Anfu- poseyera por completo el cuerpo de su deseo, dejaría de peregrinar hacia la belleza del alma.

Claro que en el lenguaje de las abubillas no suena exactamente así, pero Anfu y Yafur, Yafur y Anfu entendieron que aludían a otra cosa y que el pudor les impedía ser más explícitas. Todo lo excepcional es breve, y  lo que viene de muy lejos aspira a llegar más lejos aún.

Sarahil, la vieja nodriza de la reina de Saba, tan vieja que había amamantado a su abuelo, la vistió para el encuentro con el rey hebreo con siete magníficas túnicas. El primero de los vestidos era de seda azul y aludía al mar del amor; el segundo tenía el color de los albaricoques maduros y encarnaba el sol de las caricias; el tercero de los hábitos imitaba el tono de las granadas abiertas; el cuarto era amarillo como las caléndulas y el quinto del color de las naranjas a la hora del crepúsculo. El sexto era verde y el séptimo, rojo, parecía tejido de aire, tan sutil y transparente era su aspecto. Así vestida fue la reina de Saba a ver al rey Salomón, quien no tardó en caer en una  gradual estupefacción.

Lo hermoso, de todos es sabido, narcotiza sin dormir y despierta sin que ninguno de nuestros miembros atine a moverse.

Sarahil leyó en los ojos del rey que éste quería ver más allá  de la belleza, y entonces ayudó a Makeda a quitarse los siete vestidos, uno a uno.

Fue, pensaron las abubillas al ver la escena desde el alféizar de una ventana, como si la nodriza estuviese quitándole  pétalos a una flor y la luz de la hora lentificara su caída al suelo. Leve es el sonido del brocado que se desliza y el del algodón que cae, pero más leve aún el de la seda. Cuando la joven reina de Saba estuvo desnuda, y el rey vio sus tensos pezones, el ombligo perfecto y los hombros luminosos, y la zona en la que la sombra se perdía en la sombra, decidió imitar a su padre David delante del Arca de la Alianza.

-Tu cuerpo es la casa de los misterios de mi Dios-atinó a decir Salomón, dando  los primeros pasos de danza.

Entonces lo lejano se hizo próximo y lo próximo giró y saltó. Una mano del rey señaló el cielo y la otra la tierra, y bailó alrededor de la reina como planean las golondrinas en la tarde de su llegada al punto de partida de sus antepasados, y bailó frente a ella con tanta emoción que la reina sonrió, y en su sonrisa las abubillas Yafur y Anfu, que no eran tontas, comprendieron que esa noche los suspiros vencerían a las palabras y que el silencio del después sería aún más hondo que el silencio de antes.

Para atenuar el dolor de la separación, ya en Saba la reina pidió a sus mariposas   que le rozaran su frente cuando dormía la siesta para  teñir sus sueños de colores. Anfu y Yafu,  las dos abubillas mensajeras, vivieron muchos años con el recuerdo de que su encuentro había sido el preámbulo de uno mucho más grande.

Mario Satz: El alfabeto alado

 
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