En octubre del 2012, un tiroteo a quemarropa contra una niña de catorce años en Pakistán conmocionó a la opinión pública mundial. Con frialdad notable, un sicario talibán se dirigió a un colectivo que transportaba a un grupo de niñas en edad escolar en aquel país musulmán, preguntó quién era Malala Yousafsay, elevó su arma y le disparó sin más “por ir en contra de los soldados de Alá”. Una bala dio en su cabeza, la otra en su cuello. Ella fue enviada de urgencia a un hospital en Inglaterra, fue atendida médicamente y resguardada de posibles nuevos intentos homicidas. Su vida había quedado profundamente afectada y pendía de un hilo. “Nadie que haya tenido una bala cruzando su cerebro tiene una recuperación completa” dijo entonces Jonathan Fellus de la Fundación Internacional para la Investigación Cerebral. Muchísimas personas, dentro y fuera de Pakistán, rezaron por su vida. Atravesó varias operaciones, le colocaron una placa de titanio en el cráneo, milagrosamente sobrevivió y en febrero del 2013 fue dada de alta. Malala es hija de un maestro y oriunda del valle de Swat, región paquistaní fronteriza con Afganistán que cayó en manos de extremistas talibanes en el año 2007. Desde entonces, los hombres fueron obligados a dejarse crecer la barba, se prohibió a las mujeres ir a los mercados y, en repetidas ocasiones, escuelas de niñas fueron bombardeadas. Luego de la invasión norteamericana de Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, grupos talibanes se refugiaron al otro lado de la frontera, creando zonas de semi-gobierno en Pakistán. Según el diario El País de España las quemas y sabotajes de escuelas de niñas en las regiones tribales de Waziristán del Norte y del Sur, donde los radicales están acuartelados, “han dejado de ser noticia porque ya no quedan más centros por destruir”. En el valle de Swat, durante el breve pero infernal gobierno de los talibanes entre 2007-2009, antes de que el ejército paquistaní los expulsara de la zona, trece niñas fueron decapitadas, ciento setenta escuelas destruidas y otras cinco atacadas con bombas. Bajo el seudónimo de Gul Makai (el nombre de una heroína de un cuento folclórico local) y desde los once años de edad, Malala había estado contando como ha sido la vida allí en un blog de la BBC.
Su columna se titulaba “Diario de una estudiante paquistaní”. Anotaba comentarios del tipo: “Me duele abrir el armario y ver mi uniforme, mi mochila y mi cartuchera. Las escuelas de los varones abren mañana, pero los talibanes prohibieron la educación para las niñas. ¿Mi verdadero nombre significa desesperación?”. Dijo luego de su recuperación: “La gente me conoce como la niña que fue disparada por los talibanes, pero quiero que me conozcan por ser la niña que lucha por los derechos de todos los niños y niñas, por su derecho a la educación y por su derecho a la igualdad”. Antes de la agresión, Malala era conocida por su excepcional valentía y activa militancia en la causa vital de los derechos de las mujeres en Pakistán. Ella era regularmente entrevistada por la prensa y había sido premiada con una distinción al mérito civil. En el 2009 se hizo un documental fílmico sobre ella. Luego del ataque su fama y su causa se potenciaron. La actriz Angelina Jolie estableció un fondo con el nombre de Malala para fomentar la educación infantil en Pakistán. Este año fue nominada al Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia y al Premio Nobel de la Paz.
A una muy temprana edad, Malala se había convertido en un referente local e internacional y, como tal, en una amenaza para los fundamentalistas. El vil esfuerzo de éstos en silenciarla pretendió callar no sólo a esta joven sino a todas aquellas que están defendiendo la libertad, además de disuadir a colegas futuras. Afortunadamente han fracasado. Para los talibanes Malala Yousafsay era, conforme dijo oportunamente uno de sus voceros, “un símbolo de los infieles y de la obscenidad”. Para muchos otros, ella es un modelo de rectitud, coraje y dignidad. Es de esperar que su ejemplo contagie de energía a quienes luchan por la igualdad de género en Pakistán.
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