La paciencia de la tierra
Un viejo derviche turco que, habiendo leído la frase de Saadí de Shiraz en su Jardín de las rosas concerniente a ´´vender todos los libros y ser paciente como la tierra´´, recorría ciudades y pueblos comprando y vendiendo libros ajados con los que se cubría en invierno y cualquiera de los cuales leía en las tórridas siestas de sus viajes veraniegos, decidió que no se detendría hasta comprender del todo la enseñanza de Saadí. Su manera de leer era tan simple que no tenía preferencias, ni gusto, ni memoria para recordar lo leído. Lo mismo se perdía en los rigores de la jurisprudencia que en los manuales de botánica infantil, en las heroicidades de Saladino que en los hadith del Profeta. Para él lo esencial era vender libros apenas si un poco más caros que el precio que por ellos había pagado. Con lluvia o sol, hiciera buen tiempo o nevara, no dejaba de vocear su mercancía sin perder de vista en ningún momento la paciencia de la tierra.
Cuando nadie lo veía, en un recodo del camino, se revolcaba en el polvo o embarraba a gusto diciendo:
-Oh tierra, tierra, la de la santa paciencia-suspiraba-. Llevo vendidos miles de libros y comprados otros tantos y desconozco aún el secreto que anima tus rotaciones, la perseverancia de tus piedras, la alumbrada frescura de tus manantiales. Hazme una señal para que tu cordura pueda más que mi oscilante demencia.
Incesante, la tierra seguía recibiendo a las hojas del otoño, albergando en su seno a los muertos, cuarteándose de sed, mezclando huellas, vistiéndose de hierba o de escarcha, tan inerte en su relieve externo como activa bajo su superficie. Hasta que un día, compadeciéndose del derviche, en quien la obsesionante búsqueda causaba un estrago de hambres y un relieve de huesos, incansable nodriza la tierra envió ante el buscador a un ratón llamado precisamente Saadí de Shiraz, encarnación minúscula de aquel que fuera tan gran poeta.
-Dice mi madre-exclamó el ratón, trenzando y destrenzando sus manitas minúsculas-que paciencia es humildad y humildad aceptación.
Caminaba sobre el libro que el adormilado derviche tenía apoyado en su pecho. El aire olía aún al melón que acababa de zamparse. Era setiembre, el mes de las moscas. Creyó que la visita era producto del sueño, pero allí estaba el inteligente ratón que sostenía llamarse Saadí.
-Dice mi madre que los muertos alimentan a los vivos y que una nada de polvo contiene más siglos caídos que cabellos de calvo en el suelo de su desesperación. Por lo tanto-prosiguió el enviado-estás de pie sobre el secreto y le pides consejo a tus ojos cuando son tus propios talones los que tienen la respuesta.
El derviche se sacó inmediatamente los zapatos mientras el ratón se escabullía, torció primero un pie y luego el otro de manera tal que pudiera observarse los talones, y en un brevísimo instante vio en ellos los ríos a cuya vera había pasado, los puentes cuyos crujidos habían cantado a sus oídos, las planicies, las colinas, las playas, los senderos, los huertos, los desfiladeros, las comarcas azules de la distancia, los horizontes verdes de los bosques y los recodos grises de las curvas ciegas. Todo, absolutamente todo estaba allí, escrito en las rosadas duricias de sus plantas. Emocionado, estirándose cuan flaco era, decidió llamar a ese sitio el Lugar-donde-la-paciencia-obedece-al-ratón. Poco después vendió su última remesa de libros y volviendo sobre sus pasos construyó, en el sitio de su revelación, un puesto de refrescos para calmar la ansiedad de los próximos buscadores. El agua, el limón, la menta y la serenidad le fueron fieles todos los días que le quedaron por vivir en la terrestre casa de Alláh, bendito sea su Nombre, y cuando murió con una sonrisa en los labios, el ratoncillo Saadí fue el encargado de llamar al ángel de la lluvia, el cual bendijo con gotas mansas sus viejos despojos.
Mario Satz: El pintor de sonrisas
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