La cadena perpetua para Jonathan Pollard por delitos cometidos hace casi 30 años es, sin duda, una aberración de la justicia y en la misma medida una pena completamente desproporcionada.
De hecho, ofrecí consejo a Pollard y apoyo cuando me llamó desde el presidio unos años de mediados de los 90. Por ejemplo, publiqué un original de su causa en 1997 y exhibí nuevas informaciones relativas procedentes de Caspar Weinberger en una entrevista de 1999. Vengo manteniendo una entrada en el weblog denunciando la flagrante hipocresía de unos líderes estadounidenses que se ceban tanto con Pollard al tiempo que los servicios estadounidenses de espionaje espían a Israel en la misma medida, y probablemente mucho más.
Menciono estas credenciales porque yo no quiero que Barack Obama indulte a Pollard.
Aunque me encante esta posibilidad por el recluso y por su familia, tras tantos años y tanta angustia emocional, su indulto acarreará seguramente una elevada factura estratégica (como acarreó la liberación de Gilad Shalit). Doy por descontado un precio exorbitante en divisa de concesiones israelíes a los palestinos o incluso a la República Islámica de Irán. Las frías relaciones Estados Unidos-Israel tienen sus ventajas cuando Obama, Kerry, Hagel, Brennan y Rice cortan el bacalao de la política exterior.
En consecuencia, y con el corazón en un puño, insto a los defensores de la puesta en libertad de Pollard a detener sus iniciativas hasta que haya en la administración un presidente con capacidad de valoración de los intereses estadounidenses. (23 de febrero de 2014)
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