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| miércoles noviembre 20, 2024

Discurso pronunciado en el Acto Central Conmemorativo de Iom Hashoá en el 71 aniversario del Levantamiento del Gueto de Varsovia


Lea-Novera

Quiero agradecer el honor de que me hayan convocado a ser, en este año, la voz de los sobrevivientes. Es para mí un deber estar acá y hacer oír mi voz,  dar testimonio de lo que viví, compartirlo con todos ustedes y soñar con que los jóvenes aquí presentes tomen la bandera de la lucha por un mundo mejor y porque cuando ellos sean grandes no haya gente contando historias como la mía.

Estar acá tiene para mí un significado especial porque este año se cumplieron 70 años del día en que fui obligada a ingresar al infierno, léase Auschwitz. Entré a los 16 años y perdí allí a mi familia y allí quedaron mis sueños de adolescente. Entré niña y salí mujer, la adolescencia me fue arrancada y pisoteada, por eso amo a los jóvenes y veo en cada uno a aquella adolescente que podría haber sido yo y que no pude ser.

Me pregunto a veces cómo hice para sobrevivir, si no fui ni más fuerte ni más inteligente que otros. Creo que se debió a pequeñas casualidades y, en especial, a conductas humanitarias de algunas personas que contribuyeron a que yo no me dejara morir, a que mantuviera despierto el deseo de vivir. Hoy sigo sin saber por qué sobreviví, pero sí sé para qué: para hacer esto que estoy haciendo ahora ante ustedes, para contar.

Antes de ser enviada al campo de exterminio, estuve recluida con mi familia en el gueto donde comenzaron las penurias, crueldades y carencias. Aunque las autoridades del gueto no se sometieron de buen grado a las exigencias de los nazis de entregar judíos a la muerte, esto no detuvo las deportaciones que sucedieron igual, la conducta de estos dirigentes fue un ejemplo de firme humanismo que merece ser conocida y honrada.

En el block de Auschwitz-Birkenau al que fui destinada, me tocó compartir el camastro con tres mujeres belgas y francesas. Conspiraban entre cuchicheos sin saber que yo comprendía casi todo lo que decían. Cuando lo descubrieron se asustaron porque yo podría delatarlas a cambio de un pedazo de pan. No lo hice. Callé. Me tomaron bajo su ala y me protegieron, me adoptaron y me cuidaron. Aprendí con ellas qué es la solidaridad, el humanismo y la voluntad de resistir. Estas compañeras de camastro integraban una célula de la red que planeaba sabotajes en el campo, uno de los cuales fue la voladura con dinamita de uno de los hornos crematorios. Habían sido militantes socialistas y comunistas y tenían contactos con otros militantes prisioneros en Auschwitz, algunos de los cuales estaban en sitios de alguna influencia. Ellas abogaban por mí y siempre conseguían ubicarme en los lugares más protegidos, bajo techo, en un trabajo más liviano y menos arriesgado. En los últimos meses por ejemplo me enviaron a la Schreibschtübe, tras un escritorio, aunque yo no tenía experiencia alguna en trabajos de escritorio. Por las dudas, siempre había alguien atento a que no hubieran moros en la costa que pudieran descubrirme y si venía algún nazi me avisaban y ahí me ponía a trabajar como si supiera lo que estaba haciendo.

Lo que quiero contarles es algo misterioso que pasó: en esas condiciones de inhumanidad hubo personas que mantuvieron su humanidad a pesar de todo. ¿Cómo es eso posible?

Uno nunca sabe cómo actuará en circunstancias límite tan alejadas de la vida cotidiana. El ser humano reacciona de maneras inesperadas, tanto para el bien como para el mal. En el horror que nos rodeaba, cada minuto era la vida o la muerte, mantenernos humanos era una gigantesca hazaña, otra de las hazañas del pueblo judío durante la Shoá, una de las mayores.

Cada día sucedía algún pequeño hecho que me reconciliaba con la vida, que me daba fuerzas y aliento. Recuerdo por ejemplo a una mujer, nunca supe su nombre, que se acercó durante el trabajo y me dio una pequeña rodaja de pan con mermelada. ¿Saben lo que significa ese gesto? era su única comida del día y me la daba a mí. No sé por qué lo hizo, qué veía en mi que la hizo renunciar a esa pequeña porción de vida. Pero vi muchos de estos gestos de increíble y misteriosa solidaridad. Fue así que nos mantuvimos humanos a pesar de la inhumanidad que nos rodeaba, ésa fue nuestra fuerza y nuestro triunfo.

También conocí los castigos de las Blockälteste, las Kapos, esas insensibles cuidadoras que debían cumplir las órdenes de los nazis que gritaban, insultaban, nos pegaban. Pero más que los golpes recibidos, dolían las humillaciones. Hay noches en que algunos pensamientos y recuerdos me atormentan y no me dejan dormir. Hoy me pregunto cómo estas personas que nos humillaron continuaron con sus vidas, si lo que tuvieron que hacer las atormentaba en las noches como a veces me pasa a mí, si les contaron a sus hijos y a sus nietos quiénes habían sido y qué habían hecho, si compensaron de alguna manera sus conductas y si consiguieron perdonarse. Es muy difícil juzgarlas, es parte de la conducta humana, ellas también querían salvarse.

No tengo solo recuerdos. También tengo marcas en el cuerpo y en el alma. De entre las marcas físicas están los números en mi brazo. Son el documento de cuando yo dejé de ser Lea, de tener una historia y una familia, de cuando dejé mis sueños y mi futuro y me convertí en el 33.502. Es parte mía y hoy me parece que nací con esto. Sin duda es parte de quien soy.

Ya en el acto del ingreso al campo viví el primer gesto de humanismo. Una chica anotaba a todos los que estábamos en la fila. Me preguntó el nombre y la edad y le dije que tenía 16 años. Puso mala cara y gritó: “¡No! ¡Tenés 18! ¡andá a esa otra fila!” Yo pensé “¡qué antipática!”, no me di cuenta que me estaba salvando la vida, porque si declaraba 18, servía para trabajar y no iba a ser enviada a la muerte.

La otra fila era para el tatuaje. Otra chica escribió el número con una lapicera con tinta china. A mi me tocó el 33.502 y mi tía, que estaba atrás mío, el siguiente, el 503. No me acuerdo del dolor, era todo rápido y terrible, uno estaba confundido, tenía miedo, no sabía qué seguía después, todo era como entre sueños. Y después nos desnudaron y pelaron y me cortaron las dos trenzas que vi caer al piso. Atrás estaba mi tía y no entendía por qué veía en el piso bucles blancos si mi tía era morena… Giré la cabeza y vi que había encanecido, seguramente fue una reacción luego de la separación de su pequeñita. Su hijita de 3 años había sido tomada por mi mamá que entendió de una ojeada lo que pasaba, que los viejos y los niños no tenían esperanza de vivir y nos empujó, a mi y a su hermana más joven hacia el lado de la vida.

Nunca me quise sacar el número, no estaba orgullosa, no era un trofeo, pero era parte de mi. Al principio, cuando llegué a la Argentina y la gente me preguntaba qué era, porque les llamaba la atención, no les podía explicar porque no sabía castellano, entonces me ponía mangas largas para cubrirlo. Pero cuando aprendí a hablar siempre expliqué. Sea como sea la pregunta. Si está mal formulada, cuento hasta diez, no me ofusco, porque hay algunos que no saben y cuento con paciencia y a todos. Este número se irá conmigo, es el testimonio de un acto del que no me perdono que fue no quedarme al lado de mi mamá. Cuando ella me gritó “corré, andá con la tia” y yo corrí y a ella la mandaron a la muerte. No sé por qué le obedecí, no lo sé.

Otra marca que me quedó fue a raíz de un golpe que recibí en la rodilla como castigo. Se me desarrolló una tuberculosis en la rótula. Tuve mucha suerte de que no me mandaran a la muerte por eso. A pesar de que me operaron acá en la Argentina, esta rodilla ya no la puedo mover y me quedó la pierna tiesa.

Mi rodilla me dolía mucho y se había hinchado, entonces me mandaron al “Revier”, que así se llamaba la enfermería donde conocí a la Dra. Lubov, un rayo de sol para mi. Fue un amor a primera vista. Era una médica rusa, bella, alta, fuerte, que había sido detenida y torturada. Me llamaba hijita, me doblaba en edad, yo tenía 17 y ella 35, era severa y sufría porque no tenía los elementos básicos que necesitaba para las curaciones. Cuando venían mujeres con abscesos debía cortarlos sin anestesia. Había encontrado una manera de callar los gritos de las que eran operadas diciendo “en el frente pierden la vida nuestros jóvenes y vos gritás por un tajito así nomás”. Era extraordinaria, yo admiraba su temple y su firmeza. Cuando todos se iban, nos dejaban encerradas y ella venía a mi camastro, se sentaba a un costado y me decía: bueno hijita, ahora cantame algo y yo le cantaba en ruso y se le caían lágrimas de nostalgia. Atesoro esos momentos: en medio de la crueldad y los piojos, yo cantaba en ruso y ella lagrimeaba de amor. Son otras marcas, son marcas que me alivian, me hacen bien.

Y cuando el Ejército Rojo ya estaba cerca los nazis decidieron evacuar Auschwitz, dijeron que lo iban a dinamitar, no querían que pasara lo que pasó en Majdanek que había sido encontrado unos meses antes intacto. Había que borrar todo, no dejar ningún rastro. Sacaron a todos los que aún podíamos caminar y emprendimos nuestra Marcha de la Muerte. Iba conmigo mi tía a la que le habían arrancado su hijita de 3 años cuando entramos al campo, y creo que no enloqueció porque me tenía a mí, yo era la hija que le había quedado y me ayudó siempre que pudo. Otro momento de extrema humanidad y solidaridad fue durante la Marcha de la Muerte, las chicas me ayudaban a caminar, cuando no podía me sostenían entre dos y entre todas nos dábamos aliento y no nos dejábamos caer. Fue lo que nos permitió llegar vivas.

Pero hay otras marcas, que no se ven pero que están muy presentes. Cuando llueve y sobre todo en invierno, aprecio que tengo techo, que no me llueve en la cabeza, aprieto la nariz contra el vidrio y me digo que tengo una vivienda, que no tengo frío.

La ducha caliente es otro momento, cada vez que me meto bajo la ducha y me envuelvo después en un toallón, ¡qué felicidad! ¿existe una felicidad más grande? Uno no se podía higienizar y la humillación de lo que eso significa es algo que no consigo olvidar. Cada vez que puedo limpiarme, dejar caer el agua sobre mi cuerpo, me siento una privilegiada, me parece un milagro.

Igual con la comida, no soporto las rabietas de los chicos que esto no quieren, lo otro no quieren, yo no puedo olvidar lo que era el hambre y me indigno internamente con esto y disfruto todos los días y cada momento el poder saciar mi hambre y mi sed cuando quiera.

Lo que viví me ata y me compromete. Yo no puedo no hacer lo que hago, necesito hacerlo, me hace bien hacerlo. Necesito hablar, contar, abrir las cabezas de la gente, en especial de los jóvenes, gritar mis alertas, mis toques de atención. Que no olviden, que nos oigan, que aprendan de los sobrevivientes, que aprendan de la historia, que sigan estudiando, conociendo y contando, porque si llega a haber otra guerra, no será solo una guerra, será el fin del mundo.

Juré en las puertas de los crematorios seguir dando testimonio y luchar en contra del negacionismo de la Shoá. Es deber de los jóvenes seguir transmitiendo la historia del crimen más horrendo de la Humanidad, saber lo que pasó ayer es esencial porque sin el ayer no hay un mañana.

Lo que pasó no puede reducirse a un número frío y nada más, a un párrafo en un libro de historia, se trató de personas como todos nosotros, padres y madres, abuelos, niños, bebés, jóvenes, con sus sueños y esperanzas, que querían crecer, vivir, amar. Es en nombre de todos ellos, los que fueron acallados y no pueden hacerlo, que hablo yo. Y lo grito, cuando puedo, a los 4 vientos.  Para que se sepa, para que se impida si a algún otro loco se le ocurre hacerlo otra vez.

Tengo la autoridad moral para exigir a aquellos que mañana serán padres y madres, que lo estudien, que aprendan de ello y lo transmitan con seriedad  evitando la tentación de banalizar lo ocurrido con dos o tres frases llenas de buenas intenciones pero que se olvidan en un instante. Es lo que estoy haciendo hoy acá, ahora, con ustedes.

Gracias por haberme escuchado y por darme la oportunidad de gritarlo a los 4 vientos. Llévense mi voz, multipliquen mi grito en decenas, cientos, miles de voces, un coro de esperanza y justicia que salga de acá e inunde al mundo con nuevas armonías.

¡Chicos! a ustedes les hablo: ¡depende de ustedes! Depende de ustedes que el futuro sea posible.

Lea Novera
28 de abril 2014

 
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