A inicios de la década de 1870, la mayoría de los socios del Club Wagner en Berlín eran judíos. El diario Bayreuther Blätter, fundando por Wagner en 1878, listaba contribuyentes a su obra entre los que sobresalían los apellidos judíos. En la siguiente década, su segunda esposa, Cósima, se mostró sorprendida por “el apego curioso que individuos judíos tienen con él”. Varios talentosos músicos hebreos cooperaron con Wagner: Joseph Rubinstein, Heinrich Porges, Angelo Neumann, Karl Tausig y Hermann Levi, entre otros. Algunos eran invitados frecuentes a sus aposentos. Al día de su defunción, cuatro de sus mejores amigos eran judíos y dos de ellos, junto con otros diez gentiles, cargaron su féretro.
El mejor director de Wagner en Alemania en su tiempo fue el judío Gustav Mahler. De los más destacados conductores que han dirigido a Wagner en el siglo XX, muchos de ellos fueron judíos: Otto Klemperer, Bruno Walter, Fritz Reiner, Erich Leinsdorf, Georg Solti, James Levine y Daniel Barenboim. En Bayreuth, una apreciable cantidad de los directores del festival de fines del siglo último también fueron judíos. Esta fascinación wagneriana se esparció a su vez entre las élites musicales del Estado judío, con la orquesta filarmónica del país liderando en esta área. Desde su fundación –en 1936 como la Orquesta Sinfónica de Palestina y con Arturo Toscanini en la dirección del concierto inaugural en Tel Aviv– mostró un claro interés en tocar obras de Richard Wagner. Esta afinidad cruzó 1948, año del establecimiento del Estado de Israel, cuando fue rebautizada como la Orquesta Filarmónica de Israel (OFI), y sus sucesivos directores continuaron pujando por tocar obras del destacado compositor alemán.
Durante el último cuarto de siglo, la cruzada a favor de Wagner en Israel ha sido liderada por Daniel Barenboim, quien ve la prohibición de facto, aunque no por ley, de que orquestas estatales interpreten obras de Wagner como un asunto de identidad nacional y supervivencia democrática. “No tengo intención de combatir como un misionero a favor de Wagner en Israel”, escribió el conductor argentino-israelí en sus memorias, “no obstante, opino que, en ese caso, Israel puede y debería definirse como una democracia”. Ciertamente la supresión de toda la obra de un eximio compositor clásico no es un tema menor y requiere cuidadosa ponderación. Sin embargo, democracia no significa anarquía, y la vida democrática es una gama de libertades y derechos que conviven con otra gama de restricciones y obligaciones. Asimismo, no debemos olvidar que el derecho al goce artístico es en última instancia el derecho sobre un placer, y como tal puede ser postergado ante consideraciones más esenciales que hacen al bien común. No dar lugar en el espacio público israelí al compositor favorito de Hitler no es un acto antidemocrático, es apenas un acto digno.
Los wagnerianos alegan que el hombre debe ser separado de su arte, sostienen que la música es neutral y que etiquetar a una obra de arte como moralmente buena o mala es imposible. “En tanto la obra en sí misma no sea algo que promueva odio (como puede ser dicho de un obra como El mercader de Venecia, aunque no prohibimos a Shakespeare), aquellos que aman la música deben separar al hombre de su arte”, argumentó por caso Jonathan Tobin en la revista neoyorquina Commentary. No obstante, muchas de las composiciones de Wagner trascendieron precisamente por su contenido ideológico, y los nazis lo hicieron su ícono cultural supremo al apreciar los trazos nacionalistas y racistas en su vida y su obra. “Los trabajos de Wagner son la encarnación de todo a lo que el Nacional-Socialismo aspira”, afirmó Adolf Hitler. Gottfried Wagner, bisnieto del compositor, dijo que no se puede apartar las óperas wagnerianas de su obra teórica: “Yo no puedo sentarme a disfrutar su música. Nunca pongo la música de Wagner en mi casa… Sus escritos y su música forman un todo unificado”.
En todo caso, ¿es verdaderamente posible separar al hombre de su creación en general? Supongamos, en un titánico esfuerzo de imaginación, que el ex presidente de Irán Mahmud Ahmadineyad fuese un notable pintor, mundialmente admirado por ello. ¿Sería correcto que los frescos de un hombre que clamó por la aniquilación de Israel se exhibieran en los museos del país? Si el gran inquisidor Tomás de Torquemada, cuando no estuviere quemando a judíos, hubiese escrito novelas sublimes de la talla de un Miguel de Cervantes, ¿deberían ellas ser divulgadas en las librerías del Estado judío?
Los defensores de la obra wagneriana en Israel presentan el argumento de que si el antisemitismo fuese el parámetro para determinar quién pudiese o no ser representado en el Estado judío, entonces Tchaikovsky, Chopin y otros famosos compositores que albergaron sentimientos antijudíos deberían ser igualmente prohibidos. Es un punto válido, pero debe notarse que Wagner no fue meramente un consumidor más de antisemitismo, sino un creador y propagador furibundo de antisemitismo. En su ensayo El judaísmo en la música pidió por la eliminación total de los judíos. Eso lo ubica en una categoría aparte en el infame panteón de los antisemitas. Como admitió el director musical de la OFI, Zubin Mehta, “Wagner fue ciento diez por ciento antisemita”.
La pérdida que sufren los músicos israelíes al quedar privados de estudiar a Wagner, un compositor crucial en la música clásica, es real. Pero conforme ha escrito en la revista Tablet David Goldman: “El arte, sin embargo, no reside en las nubes del monte Parnaso. Tiene consecuencias en el mundo real, en el cual humanos ordinarios viven y sufren, y la sociedad en casos extremos debe marcar una línea… En un Estado judío, el público tiene derecho a pedir a los músicos judíos que sean judíos primero y músicos en segundo lugar”.
En su raíz, el debate sobre Wagner en Israel contrapone dos símbolos poderosos. Por un lado, el compositor alemán fue un símbolo cultural del nazismo. Aun cuando él falleció antes del advenimiento del Nacional-Socialismo, su influencia sobre este movimiento fue enorme. La OFI es un símbolo cultural del Estado judío y es de esperar que su comportamiento sintonice con su significación simbólica. En este plano, el crítico Alex Ross ha hecho un aporte notable en The New Yorker al observar: “Si hay un lugar donde solamente se permite a Wagner ser escuchado”, escribió en relación a Bayreuth, “debiera también haber un lugar donde se le pide a Wagner permanecer en silencio”. No hay lugar más adecuado para ello que el Estado de Israel.
Schvindlerman es un escritor argentino. Su más reciente libro es “Triángulo de infamia. Richard Wagner, los nazis e Israel” (Mussicatt).
En el artículo cita a un comentarista que dice que el Mercader de Venecia es antisemita, pero en realidad es todo lo contrario: es un intento de Shakespeare por defender la humanidad del judio en una sociedad que negaba que el judio fuese humano… y es un drama colocado en el medio de una comedia para poder ser vista en las cortes de la época, profundamente antisemitas. Shyloc es una victima, y los cristianos actuan de forma autenticamente perversa en todos los órdenes, con él y con su hija. Una autentica genialidad.