Con frecuencia pasamos por alto que la armonía supone un concierto de discordancias, una conjunción de disyunciones. Su correspondiente matemático es del mismo orden que el que sostiene que ´´el todo es mayor que la suma de las partes.´´ De igual modo, cuando reflexionamos sobre la parte o zona más armónica de nuestro cuerpo, rara vez cavilamos en que está situada a la altura del ombligo-origen, nexo, helicoide generacional-, y que su replegada belleza depende de su posición de equidistancia entre la cabeza y los pies, de la relación entre lo gravitatorio de los miembros y lo levitante de su articulación. Ese es el punto que nos unió a nuestra madre, pero también, en determinada época, la región desde la cual, tras la práctica de la omphaloscopia, el meditador cristiano ortodoxo griego del siglo V accedía a su propio interior, al corazón de sí mismo. Y todo porque la armonía prenatal, oceánica, quiere ser recuperada una y otra vez por el hombre en un constante y cíclico renacer. Eso es la meditación; eso es ir en pos de la armonía. Esa es la paz.
En este tema, como en tantos otros, el alfabeto sagrado nos revela su sagaz estructura. La voz armonía, hatamáh , alude a una única célula, tá , madre, em , a partir del cual el Tú o atáh del Creador se pone en relación con el tú del hombre. Lo que suele ocurrir, por cierto, en un plano metafísico, ya que estar en armonía y en paz es estar en el seno del Hacedor, más allá de toda dualidad y todo disenso. Si quisiéramos hallar, por otra parte, la correspondencia de lo armónico con lo masculino-femenino, también encontraríamos en hatamáh al tú femenino o at y al tú masculino, atáh. De tal modo que armonizar es, hasta cierto punto, redescubrir una estabilidad subyacente, una igualdad secreta entre lo que por fuera crece y se desarrolla en la diferencia, y por dentro se reencuentra en lo indivisible. En el lenguaje de la música la armonía es la técnica que consiste en combinar notas vertical y simultáneamente con el fin de crear acordes. Estos, al sonar sucesivamente, forman progresiones horizontales. Por convencionales que nos parezcan estas palabras contienen una verdad innegable: es del orden vertical que procede el horizontal. En otras palabras, que debemos a la disposición celeste nuestra armonía terrestre. La paz de abajo no es otra cosa que una réplica de la paz de arriba.
Lo opuesto de la armonía es el contrapunto. Si acaso dividimos nuestra vida en dos partes, limitadas una y otra por la frontera de los cuarenta años-edad que los kabalistas consideran idónea para empezar a estudiar la ciencia secreta de las cifras y las letras-, veremos que el contrapunto rige la infancia y la adolescencia, mientras que a la armonía le corresponden madurez y edad adulta. La expresión contrapunto es sinónimo de polifonía, en tanto que lo armónico alude a la sinfonía. En la primera parte de nuestras vidas crecemos por contraste, atravesando sucesivas exclusiones, restas familiares, sumas circunstanciales. En la segunda, avanzamos por inclusión, en alianzas fraternales y voluntarias. Infancia y adolescencia, desde la perspectiva egótica, constituyen períodos de sedimentación: el mundo es la porción que de él escogemos. Madurez y edad adulta, en cambio, son épocas de renuncia y volatilización. El mundo se nos aparece más vasto e infinito de lo que pensábamos, y entonces crecemos motu propio o permanecemos para siempre bajo la cáscara del huevo del ego.
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