La sola mención de su nombre congeló la atmósfera de aquella reunión que manteníamos, una colega norteamericana y yo, con un alto oficial de la Autoridad Palestina (AP) en la Franja de Gaza a fines de los años noventa.
Estábamos cursando estudios de posgrado en Israel cuando a ella le surgió la posibilidad de entrevistar a un cuadro de Fatah, algo necesario para la monografía sobre el nacionalismo palestino que estaba escribiendo; y como el asunto me interesaba, y además creía que una dama occidental no debía adentrarse sola en esos territorios inhóspitos, me ofrecí a acompañarla. Recuerdo que el chofer que nos llevó desde la frontera gazatí hacia la oficina pública se declaró simpatizante de Hamás y atribuyó su cojera a la represión israelí durante la intifada. El oficial de la AP nos cubrió de retórica antisionista y victimización palestina y nos contó que su ceguera parcial se debía a una operación israelí en la Europa de antaño. Mientras escuchaba pasivamente las preguntas de mi compañera y las respuestas del palestino, pensé que sólo los alucinantes Acuerdos de Oslo podían haber facilitado un encuentro de ese tipo.
Al cabo de un buen rato, comencé a perder la paciencia con ese rol autoimpuesto de hacerme el extranjero ingenuo. Cada nueva afirmación mentirosa agregaba una capa de irritabilidad, que finalmente eclosionó de la forma más imprudente. “¿Por qué no nos habla de cómo la ONU protegió a Ziad Abu Ein?”, le interrumpí en cierto momento de su virtual soliloquio propagandístico. Su cuerpo se puso tieso, su mirada se heló, el aire se puso cortante. Los asistentes se miraron entre sí. El clima de cordialidad se había esfumado. Con la entrevista abruptamente finalizada, nos volvimos a Israel. Mientras el chofer adepto a Hamás nos transportaba en un vehículo –que si mal no recuerdo era una cortesía del oficialismo palestino para con nosotros–, yo procuraba mirar todo lo que podía por la ventana. Sabía que esa primera visita a la Franja sería con seguridad la última.
La reciente muerte súbita de Ziad Abu Ein tras un altercado con soldados israelíes trajo a mi mente este recuerdo de otros tiempos. Flor de carrerita había hecho. Comenzó militando en el Consejo Revolucionario de Fatah, la organización terrorista liderada por Abu Nidal, una de las facciones más radicales del movimiento palestino. En 1979 perpetró un atentado en Tiberias, atacó a un grupo de jóvenes que estaban celebrando una festividad judía en el centro de la ciudad: Boaz Lahav y David Lankri, de 16 años, murieron, y otros 36 resultaron heridos. Abu Ein huyó entonces a Estados Unidos, desde donde fue extraditado a Israel en 1982. Por cierto, el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas protestó, mientras que la Asamblea General de la ONU adoptó una resolución de condena contra Washington por haber accedido a la extradición y solicitó su puesta en libertad.
En Israel, Abu Ein fue enjuiciado y sentenciado a cadena perpetua. En 1985 la Comisión de Derechos Humanos de la ONU condenó al Estado judío por el apresamiento de Abu Ein y exigió su liberación. Ese mismo año fue intercambiado por israelíes que estaban en manos del Frente Popular para la Liberación de Palestina.
Con el advenimiento de la era Oslo, Ziad Abu Ein tuvo diversos cargos oficiales en la estructura del Gobierno palestino, hasta alcanzar el rango de ministro.
Independientemente de cuál haya sido la verdadera razón de su fallecimiento, tuvo un final acorde a su vida de resistente antiisraelí: murió enfrentando a las “tropas de la ocupación”. Ya tendrá un lugar asegurado en el panteón de los mártires palestinos.
Ziad Abu Ein no fue el único terrorista legitimado por los Acuerdos de Oslo, con su osada propuesta de que hombres y mujeres que por décadas se dedicaron al asesinato a sangre fría de niños judíos podían transformarse en pacifistas. Mohamed Dahlán fue arrestado once veces por los israelíes y deportado a Túnez en 1988 por sus actividades violentas antes de que la magia de Oslo lo convirtiera en jefe de Seguridad Preventiva en Gaza. Yibril Rayub fue sentenciado a 18 años de prisión por haber arrojado una granada contra un micro israelí en 1968: deportado a Túnez al inicio de la primera intifada, en 1992 diseñó un plan para asesinar al entonces ministro israelí de Vivienda, Ariel Sharón. Oslo mediante, ascendió a jefe de Seguridad Preventiva de Cisjordania. En 1972, Amín al Hindi integró el equipo que planeó la matanza de atletas israelíes en las Olimpíadas de Múnich del mismo año: tocado por la varita de Oslo, a partir de 1994 se desempeñó como titular de la inteligencia militar palestina. Y, por supuesto, hay que mencionar a Yaser Arafat, terrorista de categoría mundial hasta 1993 y –tal el encantamiento de Oslo– presidente palestino y Nobel de la Paz al año siguiente.
Todo esto puede ofrecer un indicio de por qué fracasó el proceso de paz.
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