El sábado a la mañana me llegó un mensaje de whatsapp de Ishi que decía:
—Querés venir?
—Obvio; mandame el lugar exacto en donde estás y la hora —contesté yo
—Estás seguro?(Junto con las coordenadas de Google)
—Entiendo que voy solo. Cuándo?
—Cuando quieras. Si traés comida, traé también para mi oficial, tengo una sorpresa que te va a gustar
—Paso por Jerusalem a comprarles comida caliente y voy, en una hora estoy con vos, estate conectado por si necesito ayuda en el camino
—No hay cobertura durante el camino, cuidate, te esperamos
Al llegar a Metzad, uno de los 19 asentamientos judíos que hay por la zona, entre Belén y Hebrón bien adentro de los territorios «B», acerca de los cuales les contaba la semana pasada, me estaban esperando en la entrada. Este asentamiento fue fundado en 1984 por ortodoxos de la diáspora; unas 50 familias que viven todavía en casas rodantes y donde, por razones de seguridad, el FDI acampa para cuidar de la seguridad de las mismas.
Ishi me dijo que tenía una idea para que escribiera en Facebook: Un dia acompañándolo en su servicio y una sorpresa al final. Obviamente acepté, ja ja ja!
Cuando nos pasó a buscar el Sheep del ejército, nos llevó a cuidar el orden en una manifestación que judíos de ultra izquierda junto con árabes palestinos de la zona hacían en los campos de ese mismo asentamiento. Llegaron para argumentar que los campos en los que trabajan los colonos les pertenecen a los árabes.
Hubo un poco de revuelto pero casi nada de violencia; la manguera con agua a presión los alejó del alambrado y en media hora terminó todo. Volvimos al campamento. Las familias ni se enteraron de la manifestación y siguieron con su rutina sabática.
Nos sentamos en una estación de autobús a comer las hamburguesas que le había comprado; el clima era de lujo: sol y frio, sin lluvia. Paseamos por el asentamiento y después lo acompañé a que hiciera una sesión de información a sus soldados antes de salir a patrullar por la zona. Jamás me imagine ver a mi «bebe» hablando así frente a un grupo de soldados. La última vez que lo había visto en una situación similar fue durante la final de un «concurso de discursos» de sexto grado de la escuela primaria, donde dio una exhibición en contra del uso de drogas, pero que no ganó.
Ver a los soldados prestándole atención, haciéndole preguntas que comenzaban con un «Coronel Bacari», y a Ishi refrescando los códigos, las normas o explicando cómo actuar ante cada situación, me llenó de orgullo. Me tranquilizó su última frase:
—»Soldados, por tratarse de Shabat, las rutas están vacías de judíos, así que tiene que ser una misión tranquila y sin complicaciones. Mucha suerte a todos».
Se pusieron los cascos y los antibalas, cada soldado ayudó a otro a revisar que estuvieran en óptimas condiciones armas, municiones, rodilleras, etc, y salimos con el Sheep.
En ningún momento me sentí con miedo; cuando abrí la boca, Ishi me dijo que en las patrullas no se habla, excepto el coronel y solo en caso de necesidad, así que la cerré y seguí mirando uno a uno a los soldados. Salvo algún que otro chico palestino que nos saludó mientras pasábamos a su lado, el resto de la gente ni nos miraba. Me llamaron mucho la atención las banderas Palestinas en las casas e instituciones, nada que ver con lo que me imaginaba. En una hora exacta volvimos; realmente fue un paseo, una experiencia.
Al llegar de vuelta al campamento, Ishi hizo un breve resumen y luego cada soldado se fue a su celular o a su cama a descansar hasta la próxima patrulla, atentos siempre, en caso de que haya un alerta.
Después de ganarle un backgamon, le pregunté — ¿»Me porté bien? ¿Me merezco la sorpresa?
—Ia’ala vamos! —me dijo—, podés traer el celular y sacar fotos.
Se puso pantalones cortos y nos subimos a mi auto.
Mientras andábamos por las rutas, me contó que me estaba llevando a visitar a Michelle, un judío de origen Francés, multimillonario, que hace un año decidió levantar una carpa en la cima de una montaña y vivir dentro de ella. Está rodeado por 4 perros de guardia de los mejores, no recibe ayuda de nadie y vive solo. Los sábados, suele invitar soldados a comer con él una de las cabras que le lleva un pastor; la matan en el momento, y directo al fuego. Nadie sabe cómo, pero este Michelle usa solo ropa militar; tiene además aparatos radiofónicos del FDI y capta todo lo que trasmiten por ese medio las fuerzas que trabajan por la zona. Nadie pregunta cómo consigue las cosas pero ellos mismos, cada ves que van, le llevan baterías cargadas y se llevan las gastadas.
Para llegar a él tuvimos que estacionar el auto en la entrada de otro asentamiento judío, «Bnei Naim». Lo atravesamos caminando y salimos por una puerta de alambrado cerrada con candado, y del cual sabíamos el código. Desde ahí caminamos por las montañas desérticas hasta que, después de 20 minutos, vimos a lo lejos la carpa. Caminábamos hacia el norte y veíamos debajo de nosotros el Río Arugot;
—Cuántas veces lo recorrimos cuando eras chiquito!— le dije.
—Si papá, pero solo la parte final del río, la que está en Israel; estamos caminando por territorios «B» por si no te das cuenta— me contestó.
Cuando llegamos a la carpa de Michelle ya estaban ahí los soldados que habían ido con su Jeep para comer la cabra.
El paisaje del lugar es indescriptible: el desierto de Judea y al fondo, el Mar Muerto, el cual pudimos ver ya que había muy buena visibilidad. Silencio absoluto alrededor, un aire puro de montañas y solo Dios como vecino.
Al conocer a Michelle le volví a preguntar a Ishi si se trataba de un millonario. Vivía con lo mínimo, como un beduino; dormía en un catre, pero tenía generador de electricidad y gas. Quise hablar con Michelle, quien me albergó muy atentamente, pero él se negó a contarme algo; sólo me decía que sus hijos son los soldados del FDI y que él vive para ellos; no necesita nada más en su vida; que vive súper bien y sin miedos, que convive con los pastores palestinos que lo visitan a diario y que está desconectado del mundo moderno. Desde que llegó a este lugar, me contó, no se movió de ahí y no sabe si algún día lo dejara. Su familia son los soldados, sus amigos los pastores.
Y fue así como el pastor «donó» una de sus cabras y nos sentamos a comer todos quienes estábamos reunidos en ese rincón del mundo, limpio de razas, religiones, política.
La mesa la compartimos: Michelle, Ishai, un pastor palestino, cuatro soldados armados y yo. Inolvidable.
Al volver ya había oscurecido; le agradecí a Ishi por el día, le explique el refrán que dice «de tal palo a tal astilla» y le transmití mi inquietud de cómo podría contar en una líneas semejante experiencia. Él me aconsejo: —Escribilas seguido, sin pensar demasiado, que salga lo que salga, y lo que salga te aseguro va a estar bien.
Ojalá haya tenido razón y hayan disfrutado del relato.
PD: Al no poder publicar las pocas fotos que saqué por dificultades técnicas de Facebook (no se puede publicar un álbum de fotos en esta página) las voy a poner en mi página personal y las compartiré en esta. El que no las ve que las busque acá o en mi página «Sergio Bacari»
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