Las diplomacias estadounidense e iraní trabajan intensamente para lograr un acuerdo, en el que casi nadie cree, sobre el uso iraní de la energía nuclear. Los miembros del Capitolio, demócratas o republicanos, tratan por todos los medios de forzar su intervención, para evitar una claudicación en toda regla con graves consecuencias para el prestigio norteamericano y para la estabilidad en la región. Saudíes e israelíes, antiguos aliados de referencia, presionan para detener una iniciativa que consideran agravará la de por sí difícil situación regional. Los europeos aceptan el papel de comparsas, convencidos de que nada tienen que aportar y que de lo que se trata es de ganar tiempo.
El presidente Obama hizo suya la que venía siendo posición oficial norteamericana, respaldada por republicanos y demócratas. Se daría tiempo a la diplomacia para forjar un acuerdo por el que Irán, que había violado sus compromisos internacionales en esta materia, volvería libremente al redil de los miembros responsables, renunciado al uso de la energía nuclear para fines militares y aceptando los controles e inspecciones que se consideraran necesarios. En el caso de que no se lograran estos objetivos, Estados Unidos se reservaba el derecho al uso de la fuerza para acabar con las instalaciones dedicadas a este fin. Obama nunca consideró atacar militarmente a Irán, pero mantuvo el discurso para así mantener la cohesión en y con el Legislativo y para disuadir a los dirigentes iraníes de seguir por ese camino. Era un ‘bluff’ y como tal fue considerado por el Gobierno de Teherán, que con buen criterio llegó a la conclusión de que la Presidencia de Obama suponía una ventana de oportunidad que no se podía dejar pasar.
Durante estos años, la diplomacia norteamericana ha ido cediendo posiciones hasta llegar al punto del ridículo en el que actualmente se encuentra. Los iraníes entendieron que si Obama no estaba dispuesto a abrir un tercer frente en Oriente Próximo, cuando de prisa y corriendo trataba de cerrar los ya abiertos, se vería en la obligación de ceder, tratando de vender de la mejor manera el acuerdo que le impusieran. Tenían razón. Así ha sido. De ahí la reacción de los legisladores, en especial de muchos demócratas que tienen que presentarse a la reelección tras los fiascos del programa de salud pública, de la precipitada salida de Irak, cuyos resultados están a la vista, y con la próxima salida de Afganistán, que probablemente supondrá una nueva derrota.
A la lógica de la diplomacia presidencial se suman nuevas circunstancias que ayudan a entender el cómo y el porqué de este cambio tan importante en la política exterior norteamericana. Los precios de los hidrocarburos están muy bajos, como resultado de una sobreoferta energética. Dejando a un lado que este o ese país estén aumentando la producción lo determinante es que se han consolidado nuevas formas de generación energética y que Estados Unidos puede, llegado el caso, vivir de sus propios recursos. En este contexto, ¿por qué seguir apoyando a estados como Arabia Saudí o Qatar, dictaduras que invierten ingentes cantidades de dinero en promocionar formas fundamentalistas y antioccidentales de entender y vivir el islam? Si el islamismo y su deriva violenta, el yihadismo, se han convertido en una amenaza para Estados Unidos, ¿por qué apoyar a los que han alimentado durante décadas su crecimiento?
Es comprensible que la Administración Obama quiera limitar su nivel de compromiso en la región, al tiempo que reduce su exposición por apoyar a estados que son una amenaza en sí mismos. En esta lógica, tendría sentido que retirara el cuartel general de su flota de Bahrein, en el corazón del Golfo Pérsico. Lo que es discutible es la aceptación de un Irán dotado de armas nucleares, porque ello supondría un grave desequilibrio estratégico en la región, que llevará a los estados árabes a buscar medios de contención que difícilmente podrán ser gestionados mediante el viejo juego de las balanzas de poder.
Irán ha demostrado una gran entereza soportando sanciones de todo tipo durante décadas, con las consiguientes consecuencias sobre la calidad de vida de su población. El tiempo ha demostrado que tenían razón, que estaban en condiciones de provocar un cambio estratégico que les colocara en la posición de pivote regional.
La precipitada salida de las tropas norteamericanas de Irak facilitó que los partidos chiíes desplazaran del poder a los suníes, tratando de imponer un régimen de control permanente. Los derrotados llamaron en su auxilio al Estado Islámico que, apoyado por estados del Golfo, avanzó con decisión destrozando al ejército de Irak y llegando a las puertas de Bagdad. A sus fieles radicales sumó oficiales de academia y tropas suníes, dispuestos a colaborar para combatir al «mal mayor», la hegemonía chií. Irán asumió entonces el liderazgo, desplazando a la región al comandante en jefe de la Fuerza al-Qud de la Guardia Revolucionaria, el general Suleimani, responsable de la unidad dedicada a actividades fuera de territorio nacional. Suleimani dio forma a una columna compuesta por sus propias tropas, milicias árabe-chiíes y restos del ejército iraquí, que se desplazó hasta Tikrit, el enclave más avanzado del Estado Islámico, donde se han producido durísimos combates de artillería, con el apoyo aéreo norteamericano. ¡Estados Unidos dando cobertura a una fuerza iraní en su conquista de Irak! Mientras tanto, en Teherán se discutía públicamente la conveniencia de unir ambos países dando forma a un nuevo califato, cuya capital podría estar en Bagdad.
Irán no sólo ha logrado mantener en pie al régimen chií de la familia Asad, sino que cuenta con el apoyo militar occidental para bombardear las posiciones de sus enemigos. De nuevo Estados Unidos trabaja para Irán, Hizbulá o el régimen de Asad combatiendo a sus enemigos suníes, que no son peores que ellos.
En Líbano se mantiene la calma tensa, con operaciones esporádicas de milicias suníes contra Hizbulá por su papel en la Guerra Civil siria. En cualquier momento la situación se puede agravar, a pesar del esfuerzo de casi todos por mantener el status quo. El resultado está a la vista, Irán está consolidando, con la colaboración de Estados Unidos, su hegemonía sobre el Creciente Fértil, del Golfo Pérsico hasta el Mediterráneo Oriental, a costa de la influencia árabe.
Arabia Saudí ha pasado a la defensiva. Al Qaeda o Estado Islámico, fruto de su financiación del extremismo, critican a la Casa de Saud por corrupción e hipocresía, exigiendo su desaparición. Estas organizaciones se han hecho fuertes en Libia y en el Sahel y tratan de desestabilizar la región para dar paso a un Califato que demasiados ambicionan. Por el norte, Irán cierra el paso a Arabia Saudí y por el sur está alimentando un conflicto civil en el que la minoría zaidi, de rito chií y reanimada espiritualmente por la familia Al-Houthi, ha derrotado a las fuerzas gubernamentales. Esta situación ha provocado la movilización de una Fuerza Árabe, con iniciativa egipcia y supuesto liderazgo saudí, para debilitar primero a los insurgentes y penetrar después en el territorio. El hipotético fracaso saudí podría tener gravísimas consecuencias para su estabilidad en el poder.
En este contexto, ¿es el presidente Obama plenamente consciente de los riesgos regionales que su aceptación de hecho del arma nuclear iraní y su apoyo a la expansión persa hacia el Mediterráneo implican? ¿Estamos ante una estrategia dirigida a preservar los intereses norteamericanos caiga quien caiga o frente a un presidente preso de sus contradicciones? Lo único seguro es que una etapa de la historia del Norte de África y del Oriente Medio está dando paso a otra, caracterizada por el auge del islamismo, el cuestionamiento de las fronteras establecidas tras el fin del califato otomano y un violento pulso entre persas y árabes por el control regional.
Florentino Portero es profesor de Historia Contemporánea y analista de política internacional y amigo y colaborador de Porisrael.org
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