El crimen de genocidio es llamado, con toda razón, «crimen de los crímenes». Como sostuviera en su momento la Corte Internacional de Justicia, supone nada menos que negar el derecho a existir a grupos humanos enteros, lo cual ofende a la conciencia de la humanidad y es absolutamente contrario a la moral y a la propia Carta de las Naciones Unidas. En virtud de ello, los principios de la Convención contra el Genocidio, adoptada en 1948, son obligatorios para todos porque, en rigor, están entre aquellos que deben tenerse por reconocidos por las naciones civilizadas.
En ese contexto, la mayor parte de los países que componen la comunidad internacional reconocen hoy la existencia del genocidio armenio. No así, desgraciadamente, Turquía, que aún mantiene su propia versión oficial, distinta de lo sucedido en la que fuera una inmensa tragedia abatida sobre el pueblo armenio.
Algunos gobiernos han asumido una posición particularmente clara sobre el tema, como es el caso, por ejemplo, del francés. Otros han manifestado su posición desde hace largo rato, como ocurriera con los aliados al suscribirse el Tratado de Sevres, en cuyo artículo 230 el gobierno de Turquía convino expresamente entregarles a aquéllos a los responsables de las masacres de las que los armenios resultaron víctimas, cometidas en el territorio del que, en su momento, fuera el Imperio Otomano.
No obstante ello, lo cierto es que ese tratado no fue ratificado y su sucesor, el Tratado de Lausanne, de 1923, incluyó en cambio una declaración de amnistía para los crímenes que se cometieron entre 1914 y 1922.
También el gobierno norteamericano sostuvo claramente, en este caso ante la Corte Internacional de Justicia, que la masacre perpetrada por los turcos contra el pueblo armenio es uno de «los ejemplos del crimen de genocidio».
Hasta hoy, sin embargo, el gobierno turco sigue negando obstinadamente la existencia misma de este genocidio y demorando la investigación histórica que, independiente, debiera hacer luz definitiva sobre este triste episodio, exponiendo la verdad de lo sucedido.
Hace algunas semanas un alto funcionario de la Cancillería israelí recordó ante un medio local que su Parlamento, la Knesset, no reconoce el genocidio armenio, aunque es tema de discusión recurrente en ese ámbito.
Pese a lo comprensible de este argumento que concierne a su política exterior, lo cierto es que un reconocimiento israelí de la existencia del genocidio armenio tendría una tremenda fuerza moral en el mundo actual, más allá de las circunstancias puntuales actuales y por razones que tienen que ver con la afirmación de los principios rectores de la convivencia civilizada.
Es más, ese reconocimiento podría ayudar decisivamente a que matanzas y aberraciones inhumanas, como las cometidas en Ruanda o en Darfour en tiempos recientes, no vuelvan a repetirse. Quizá sea la hora de reconsiderar esa posibilidad, por lo mucho que hay en juego en esta tan delicada cuestión
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